La cronología aceptada es corta y escalofriante: hacia las 5:30 dejó a dos amigas en sus casas, condujo hasta su edificio y subió a su vivienda; alguien llamó al timbre, la puerta no estaba forzada y Ana Eva abrió. La policía siempre interpretó ese gesto como señal de confianza con quien estaba al otro lado. Fue la última acción comprobable de su vida conocida.
Dentro del piso faltaban tres objetos que la investigación consideró clave: una colcha/edredón, una lámpara de mesilla y su ordenador personal. Además, se detectó una mancha de sangre que en 2001 no pudo atribuirse con técnicas forenses de la época. La hipótesis más fuerte: un ataque dentro de la vivienda y una extracción del cuerpo envuelto con la colcha para sacarlo sin levantar sospechas.
Los primeros días fueron decisivos… y fallaron. Se barajó una ausencia voluntaria, lo que retrasó diligencias; cintas de cámaras cercanas —un videoclub y tráfico— no se revisaron a tiempo y se borraron. Años después, los propios mandos hablarían de “chapuza” inicial. En una investigación así, perder las horas cero es perder medio caso.
Las sospechas se centraron en un novio reciente, ciudadano argentino, identificado en prensa como Rodrigo. Fue detenido varias veces y siempre liberado por falta de pruebas: hay coberturas que hablan de dos arrestos, otras de hasta cuatro. Nunca se quebró en sede policial y abandonó España; con el tiempo constan retornos puntuales y hasta trabajos en la península, siempre bajo vigilancia discreta.
La búsqueda se proyectó en mil direcciones: registros repetidos del piso, batidas y puntos de interés en la isla, incluso pozos: en 2004 la policía inspeccionó uno en una casa de Palma tras una pista técnica. Nada. Con el paso de los años el edificio original de Aragón 79 fue demolido y reconstruido, lo que terminó de cerrar cualquier relectura de la escena con estándares actuales.
La movilización social sostuvo la memoria cuando la instrucción naufragaba: en febrero de 2003, la plaza de Cort acogió una concentración multitudinaria para exigir que el caso no se enfriara. Fue la cara pública de un duelo íntimo: carteles por Palma, vigilias, entrevistas, el nombre de Ana Eva pronunciado una y otra vez para que no se convirtiera en cifra.
Más allá del expediente, la víctima tiene contorno nítido: licenciada en Filología Hispánica, profesora en el Colegio Santa Mónica y contratada por el Ayuntamiento para dar español a extranjeros. Una joven con trabajo, rutinas y planes. La narrativa de “fuga” no resistió 48 horas. En su círculo, nadie creyó que se marchara sin avisar, menos la víspera de un lunes de clases.
A día de hoy, no hay cuerpo ni condena, por lo que el procedimiento permanece técnicamente como desaparición, no como homicidio. El caso sigue abierto y mandos actuales no descartan que nuevas tecnologías permitan —algún día— resolver el enigma. Dos décadas largas después, la isla recuerda que la primera verdad de la criminalística es sencilla: preservar la escena. Este caso enseña lo que ocurre cuando eso no sucede.
En Mallorca, el nombre de Ana Eva Guasch es una promesa pendiente. Un timbre en la madrugada, tres objetos faltantes y un edificio que ya no existe: piezas sueltas de un puzle que resiste al tiempo. La pregunta sigue intacta —¿quién llamó a su puerta?— y, con ella, la determinación de una comunidad que se niega a archivar su memoria.
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