Caso Déborah Fernández Cervera: la joven que salió a correr en Vigo, apareció en una cuneta y hoy sigue siendo un crimen sin culpable



Tenía 21 años, estudiaba Diseño Gráfico, vivía con sus padres en Alcabre y aquella tarde solo quería hacer lo que hacía muchas veces: salir a hacer deporte por el paseo de Samil. El 30 de abril de 2002, a Déborah Fernández Cervera se la tragó la noche viguesa. Diez días después, una vecina que paseaba a su perro encontró su cuerpo desnudo junto a una cuneta en O Rosal, a más de 40 km de donde se le perdió la pista. Veintidós años más tarde, la justicia ha archivado definitivamente la causa: no hay culpable, pero sí hay homicidio y una familia convencida de que el caso estuvo mal investigado desde el minuto uno. 

Antes de convertirse en “el caso Déborah”, ella era una chica normal de Vigo: joven, deportista, muy unida a su familia y con una vida que mezclaba clases, amigos y paseos por la costa. Estudiaba en una escuela de diseño, soñaba con dedicarse al mundo creativo y compartía muchas horas con su hermana Rosa, que con los años se convertiría en la voz incansable de la lucha por la verdad. Aquella jornada de primavera fue rutinaria: por la mañana asistió a clase, pasó por la peluquería a depilarse y por la tarde salió a correr por el paseo de Samil, donde se encontró con una prima, como tantas otras veces. 

Su “Día 0” se puede reconstruir casi minuto a minuto. Déborah y su prima caminaron y corrieron un rato mientras charlaban; luego se separaron, cada una hacia su casa. La última vez que alguien dijo verla fue sobre las 20:45–20:50, ya en la zona de Alcabre, a pocos cientos de metros del domicilio familiar. Desde ahí, la nada. No volvió a casa, no contestó al teléfono y a la mañana siguiente su familia denunció la desaparición. Comenzaba una búsqueda a contrarreloj en una ciudad que aún tenía muy presentes otros casos de mujeres desaparecidas. 


El 10 de mayo de 2002, la búsqueda terminó de la peor forma posible. Una mujer que paseaba a su perro por una carretera comarcal de O Rosal, ya en la costa sur de Pontevedra, vio algo en la cuneta: al principio pensó que era una muñeca hinchable; al acercarse, entendió que era un cuerpo. Era Déborah. Estaba desnuda, tendida de lado, con brazos y piernas flexionados, parcialmente tapada con ramas de acacia, a unos pocos metros del arcén. Quien la dejó allí se tomó su tiempo: no era la escena típica de un atropello ni de un abandono improvisado, sino algo que los investigadores describirían pronto como una escenificación, incluso con un preservativo usado y un pañuelo colocados a su lado para simular una agresión sexual. 

La autopsia y los primeros análisis abrieron más interrogantes que certezas. El cuerpo llevaba varios días muerta cuando apareció; la familia sostiene desde hace años que esa diferencia de tiempo solo encaja si el cadáver estuvo oculto en algún sitio —posiblemente refrigerado— entre la desaparición y el hallazgo. Un criminólogo forense contratado por los Fernández-Cervera, Aitor Curiel, planteó como causa de muerte una asfixia por sofocación, no un atropello ni una caída accidental. Décadas después, la jueza que instruye el caso asumiría algo clave: no fue una muerte “indeterminada”, sino un homicidio. 

Los primeros días fueron, según la familia, el origen del desastre. El escenario no se acordonó de forma adecuada, se trabajó con prisas, se perdieron posibles vestigios biológicos y no se fijó todo lo que rodeaba al cuerpo. Durante años no se examinó en serio el ordenador de Déborah ni se explotaron a fondo sus dispositivos. La investigación vagaba entre hipótesis sin concretarse en una acusación sólida. En 2010, un informe policial ya hablaba de “cúmulo de chapuzas” y señalaba que se habían desaprovechado los días clave para cerrar el cerco sobre un sospechoso. 


Pese a todo, con el tiempo la mirada se fue centrando en una figura: el exnovio de Déborah, Pablo P.S.L. Su nombre aparece en informes internos desde hace años, pero en 2002 no fue imputado y el caso acabó archivado en 2010 sin que nadie se sentara en el banquillo. La familia llevaba entonces ya casi una década pidiendo lo mismo: que se investigara de verdad, que se analizaran llamadas, rutas, dispositivos, y que se escuchara a los peritos que hablaban de una puesta en escena deliberada alrededor del cadáver y de la posibilidad de que el cuerpo hubiera estado guardado en un arcón congelador antes de ser abandonado en O Rosal. 

El giro llegó por la vía más inesperada: la presión pública. En 2019, una petición en Change.org y la campaña “Justicia para Déborah” devolvieron el caso a los titulares y la jueza de Tui decidió reabrir la causa. El hallazgo de nuevo material “traspapelado” fue casi un símbolo de lo que la familia venía denunciando: el teléfono móvil de Déborah apareció en unas dependencias policiales 16 años después, durante unas obras, sin tarjeta SIM, junto a cintas de vídeo, fotografías y documentos que nunca habían llegado al juzgado. 

La reapertura trajo también pruebas muy duras: en mayo de 2021 el cuerpo de Déborah fue exhumado. De las uñas de sus manos, los forenses pudieron recuperar cabellos y fibras que no habían sido explotados en 2002. La familia confiaba en que fueran restos del agresor, fruto de un forcejeo. Se ordenó cotejarlos con vestigios hallados en el interior de un congelador relacionado con el exnovio, en el que, según una de las líneas de investigación, podría haber estado el cuerpo durante los días en los que nadie supo dónde estaba. 

En paralelo, se activaron otras vías periciales. Se encargó un informe de lingüística forense a la experta Sheila Queralt, que analizó las declaraciones del exnovio y concluyó que podía haber faltado a la verdad en su testimonio, algo que ratificó ante la jueza. En 2022, por primera vez en casi 20 años, Pablo fue citado formalmente como investigado. La Policía Científica tomó muestras de una treintena de personas para comparar ADN y descartar falsas pistas, mientras empresas especializadas intentaban extraer datos del viejo ordenador y del móvil de Déborah. 

La esperanza se fue enfriando con los informes técnicos. A principios de 2024, la Policía comunicó al juzgado que no era posible obtener información útil del teléfono: los años, el estado del aparato y la ausencia de SIM lo habían convertido en un ladrillo mudo. Poco después se conocieron los resultados de las últimas pruebas: el semen hallado en la vagina de Déborah, así como el ADN de un pañuelo, un preservativo y un pelo recogido en el levantamiento del cadáver, no coincidían con el perfil del exnovio. Para la familia, eso no descartaba su eventual implicación —podría tratarse de un “montaje” para desviar la atención—, pero para la jueza la conclusión era clara: no había indicios suficientes para sostener una acusación sólida contra él. 

En junio de 2024, el Juzgado de Instrucción nº 2 de Tui acordó el sobreseimiento y archivo provisional del procedimiento: 22 años después, el crimen de Déborah volvía al cajón, con el exnovio fuera de la causa por falta de pruebas incriminatorias. En septiembre, el mismo juzgado rechazó la petición de la defensa del exnovio para que la muerte se calificara como “indeterminada” y ratificó que se trató de un homicidio, aunque sin autor conocido. Y el 22 de octubre de 2024, el archivo se declaró definitivo, tanto para la causa como para la imputación de Pablo P.S.L., con la única puerta entreabierta de una hipotética reapertura si algún día aparecieran nuevas pruebas. 


Para la familia de Déborah, esa secuencia ha sido una segunda condena. Su hermana Rosa y sus padres han hablado de “muro”, de “tomadura de pelo”, de una investigación que parecía querer llegar al archivo más que a la verdad. Ven en el hallazgo tardío del teléfono, en el disco duro olvidado en un cajón, en las pericias que se pidieron demasiado tarde, un patrón de desidia institucional que ha dejado a una joven de 21 años sin justicia. Muchos medios han colocado el caso Déborah Fernández junto a otros crímenes sin resolver de mujeres en España, como ejemplo de todo lo que no debería volver a ocurrir: falta de perspectiva de género, protocolos flojos, pruebas mal conservadas y tiempos judiciales que no encajan con los plazos de la ciencia. 


Hoy, cuando miramos hacia atrás, la historia sigue teniendo un hueco negro en el centro. Sabemos que el 30 de abril de 2002 una chica salió a correr por Samil, que se cruzó con conocidos a pocos metros de casa, que nunca llegó a su portal. Sabemos que durante diez días alguien la retuvo, la mató y ocultó su cuerpo, y que luego lo colocó con una frialdad casi quirúrgica en una cuneta de O Rosal, rodeado de pistas falsas. Sabemos que su muerte no fue un accidente. Lo que no sabemos —todavía— es quién lo hizo y por qué. Hasta que alguien rompa ese silencio, el nombre de Déborah Fernández Cervera seguirá siendo el de una joven que salió a hacer deporte en Vigo y acabó convertida en uno de los crímenes más inquietantes y maltratados por el sistema de la crónica negra en España.

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