Meredith Kercher: el Erasmus en Perugia que terminó en crimen, juicios cruzados y una verdad aún incómoda



Tenía 21 años, se llamaba Meredith Susanna Cara Kercher y todos la conocían como Mez. El 1 de noviembre de 2007, esta estudiante británica de la Universidad de Leeds, de intercambio en Perugia, pasó la noche viendo una película con amigas y volvió caminando a la casa que compartía con otras jóvenes en la Via della Pergola 7. Menos de 24 horas después, su cuerpo fue hallado en su dormitorio, cubierto con un edredón, con señales de un violento ataque con arma blanca. A partir de ahí, el “caso Meredith Kercher” dejó de ser la historia de una víctima y se convirtió en uno de los procesos más polémicos y televisados de Europa. 

Antes de ser reducida a un nombre en titulares, Meredith era una chica del sur de Londres, de familia trabajadora, apasionada por Italia desde la adolescencia. Estudiaba Política Europea e Italiano en Leeds, se pagaba la vida con trabajos de bar, guía turística y promociones, y soñaba con trabajar en la Unión Europea o como periodista. Viajó a Perugia en septiembre de 2007 como parte del programa Erasmus: quería perfeccionar el idioma, vivir un año fuera y llenar su currículum de experiencias. Sus compañeros la recuerdan como inteligente, divertida, responsable y muy unida a sus padres y hermanos. 

En Perugia compartía el piso superior de una casa en la colina con dos italianas y una estudiante estadounidense: Amanda Knox, de 20 años, que estudiaba en la Universidad para Extranjeros. Debajo vivían cuatro jóvenes italianos amigos de ambas. Era la típica casa Erasmus: idiomas mezclados, fiestas ocasionales, visitas a festivales como Eurochocolate, clases por la mañana y noches de pizza y estudiantes. Meredith y Amanda se conocían desde hacía apenas seis semanas; no hay indicios de una enemistad abierta, pese a los intentos posteriores de convertirlas en rivales de telenovela. 


La noche del 1 de noviembre, festivo en Italia, las compañeras italianas y los chicos del piso de abajo estaban fuera de la ciudad. Meredith cenó con amigas inglesas y se despidió sobre las 20:45, a pocos metros de su casa. Esa fue la última vez que se la vio con vida. Al día siguiente, Knox declaró que había pasado la noche con su novio, Raffaele Sollecito, un estudiante italiano de 23 años al que había conocido en un concierto días antes. Según su versión, regresó a la casa por la mañana, encontró la puerta abierta, algunas gotas de sangre en el baño y, más tarde, junto a Sollecito, advirtieron una ventana rota y la puerta del cuarto de Meredith cerrada con llave. Cuando por fin rompieron la puerta, ya con más gente en la casa, la escena fue dantesca: Meredith yacía en el suelo, cubierta por un edredón. 

El crimen presentaba elementos que la fiscalía interpretó como violencia sexual y ataque con arma blanca: múltiples contusiones, varias heridas de cuchillo y una lesión mortal en el cuello, además de signos de que alguien la había inmovilizado. El ventanal roto en la habitación de otra compañera sugirió, inicialmente, un robo; pero los investigadores pronto defendieron que ese cristal podría haber sido manipulado después para simular un allanamiento. En esas primeras horas, la policía italiana fijó su mirada en el círculo más cercano: Knox, Sollecito y el dueño congoleño del bar donde trabajaba Amanda, Diya “Patrick” Lumumba. Lo que vino a continuación se ha descrito como un manual de cómo una investigación puede descontrolarse. 

En la madrugada del 6 de noviembre, Amanda Knox fue interrogada durante horas sin abogado ni intérprete competente, en un idioma que aún no dominaba. En ese contexto, firmó una declaración en la que colocaba a Lumumba en la escena del crimen, algo que después retiró, alegando presión y confusión. Aun así, Patrick pasó casi dos semanas en prisión antes de que su coartada —el bar lleno de clientes, mensajes de móvil— quedara confirmada y fuera liberado sin cargos. Años más tarde, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenaría a Italia por violar los derechos de Knox durante ese interrogatorio, obligando al Estado a indemnizarla. 


Mientras tanto, otra presencia empezó a destacar en la escena forense: Rudy Hermann Guede, joven de origen marfileño, conocido en Perugia por pequeños robos y por moverse en los mismos ambientes que la casa de Via della Pergola. Sus huellas dactilares aparecieron en una almohada y su ADN en el cuerpo de Meredith y en otros puntos de la habitación. Guede aseguró que había estado allí aquella noche, que había mantenido contacto íntimo consentido con Meredith, que se había ido al baño y que al salir encontró a la estudiante ya herida en el suelo junto a una “figura” no identificada. Su relato no convenció al tribunal: en octubre de 2008 fue condenado en un juicio rápido a 30 años de prisión por homicidio y agresión sexual, pena reducida después a 16 años en apelación. 

En paralelo, el proceso contra Amanda Knox y Raffaele Sollecito arrancó en 2009 con un relato fiscal que hablaba de un supuesto “juego sexual” que se tornó violento. El tribunal de primera instancia los declaró culpables en diciembre de 2009: 26 años para ella, 25 para él. La prensa internacional se cebó con la historia: la estudiante americana se convirtió en “Foxy Knoxy” en los tabloides, la vida privada de todos se diseccionó sin pudor y el nombre de Meredith se veía cada vez más sepultado bajo el morbo. Mientras la familia Kercher intentaba sostenerse en medio de la tragedia, el caso ya era una serie de televisión antes de que existiera una sola temporada grabada.

El giro llegó con la apelación de 2010–2011. Un panel de jueces ordenó un análisis independiente de las dos pruebas estrella: el presunto arma homicida —un cuchillo hallado en casa de Sollecito— y un fragmento de sujetador de Meredith con restos de ADN. Los peritos externos detectaron fallos graves en la recogida y análisis de muestras y concluyeron que no había rastro fiable de ADN de Meredith en el cuchillo y que la muestra de Sollecito en el sujetador podía deberse a contaminación. En octubre de 2011, el tribunal absolvió a Knox y Sollecito y ordenó su puesta en libertad. Amanda voló de regreso a Seattle tras cuatro años en prisión.


La pesadilla judicial, sin embargo, no había terminado. En 2013, el Tribunal de Casación anuló esa absolución por supuestas “incongruencias” y ordenó un nuevo juicio en Florencia. En 2014, Knox (en ausencia) y Sollecito fueron otra vez condenados. Solo en marzo de 2015, tras casi ocho años de vaivén, la máxima corte italiana zanjó definitivamente el caso: los absolvió de forma plena, invocando el estándar de “duda razonable” y criticando con dureza las “fallas sensacionales” y las omisiones de la investigación original. En su razonamiento, la corte subrayó un dato demoledor: en la habitación del crimen y sobre el cuerpo de Meredith había abundantes rastros de Guede… y ninguno atribuible de forma fiable a Knox o Sollecito. 

A pesar de esa absolución, quedó una espina legal: la condena de Amanda Knox por calumniar a Patrick Lumumba. Apoyándose en la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre las irregularidades en su interrogatorio, Knox pidió revisar ese veredicto. En 2023, la Corte de Casación ordenó un nuevo juicio solo por ese punto. Pero en junio de 2024, un tribunal de Florencia volvió a condenarla por difamación, y el 23 de enero de 2025 el máximo tribunal italiano confirmó definitivamente ese fallo. No supone más cárcel —ya cumplió más de tres años de prisión preventiva—, pero significa que Amanda arrastrará de por vida esa condena en Italia por haber señalado a un hombre inocente en las primeras horas del caso.

Mientras Knox reconstruye su vida como activista contra las condenas erróneas y figura mediática en EE. UU., el único condenado en firme por el asesinato de Meredith, Rudy Guede, salió de prisión en noviembre de 2021 tras cumplir 13 de los 16 años de su pena. Desde entonces ha intentado presentarse como ejemplo de reinserción, pero su nombre ha vuelto a los titulares por motivos oscuros: en 2023, una ex pareja lo denunció por malos tratos, lo que llevó a un tribunal de Roma a imponerle una orden de alejamiento, pulsera electrónica y, en febrero de 2024, un régimen de “vigilancia especial”. En 2025, la justicia italiana ha ordenado que sea juzgado de nuevo, esta vez por presunta agresión sexual y lesiones a esa ex novia; él niega las acusaciones. 


La familia Kercher ha vivido todo esto entre el dolor silencioso y la exposición mediática involuntaria. Su padre, John Kercher, escribió un libro para contar quién era realmente Meredith y denunciar que, durante años, el foco estuvo más en los acusados que en la víctima. En Perugia, la Universidad para Extranjeros creó una beca en memoria de Meredith Kercher, y la Universidad de Leeds le concedió su título de forma póstuma. Pero para sus padres y hermanos, nada de eso compensa el vacío de una silla que sigue estando vacía en cada comida familiar. Cuando en 2021 se anunció la excarcelación de Guede, su abogado habló de la necesidad de una “reflexión moral”: ¿es suficiente poco más de una década de prisión por un crimen así? 

A casi dos décadas del crimen, el caso Meredith Kercher sigue siendo una herida incómoda para la justicia y los medios. Ha sido analizado como ejemplo de mal uso de la prueba científica, de cómo una narrativa de “sexo, drogas y estudiantes extranjeros” puede arrasar con la presunción de inocencia, y de cómo la presión mediática puede empujar a fiscales y policías a construir un relato antes de tener todas las piezas. Knox, por su parte, habla hoy de “una nueva clase de cárcel”: la de la opinión pública que nunca terminó de absolverla, pese al fallo definitivo del Supremo italiano. 


En medio de documentales, series, podcasts y libros que diseccionan cada minuto del caso, es fácil olvidar lo esencial: una joven británica murió sola en su habitación de estudiante, lejos de casa, en una ciudad que había elegido porque adoraba Italia. Su nombre era Meredith Kercher, no un personaje secundario en la historia de nadie. La verdadera pesadilla de Perugia no está solo en el ataque que le arrebató la vida, sino en todo lo que vino después: años de versiones cruzadas, errores policiales, juicios que se anulan, condenas que se caen y un único condenado que mantiene que no actuó solo. Entre tanta niebla legal y mediática, lo único nítido es lo que se perdió aquella noche de noviembre de 2007: el futuro de una chica de 21 años que solo quería aprender un idioma, vivir su año Erasmus y volver a casa con historias que contar.

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