Caso Ignacio Susaeta: el estudiante de ingeniería que salió “un momento” y se convirtió en uno de los grandes desaparecidos de Uruguay



El 23 de enero de 2015, en Montevideo, un joven de 23 años salió de su casa en su Chevrolet Spark negro para hacer dos cosas sencillas: entregar una cuadernola a un amigo y pasar a buscar a su novia antes de volver al festejo del cumpleaños número 50 de su padre. Nunca llegó a ninguno de esos destinos, nunca volvió a su casa. Así comienza el caso Ignacio Susaeta, una desaparición que, diez años después, sigue sin explicación y se ha convertido en uno de los expedientes más complejos del Departamento de Personas Ausentes en Uruguay. 

Antes de ser “el desaparecido Ignacio Susaeta”, Nacho era simplemente José Ignacio Susaeta Rodríguez: hijo de Alejandra Rodríguez y Juan Eduardo Susaeta, hermano mayor de Martín y Natalia, estudiante de ingeniería en sistemas en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República. Vivía con su familia en Brazo Oriental, en un hogar de clase media trabajadora, y mantenía desde hacía cinco años una relación estable con su novia, Stephanie. Amigo, hermano mayor, fan de la ciencia y de la tecnología, descrito por su entorno como “tranquilo, inteligente, sumamente capaz y solidario”. 

Nada en los días anteriores hacía pensar que la vida de Ignacio estuviera a punto de cortarse en seco. Una semana antes de su desaparición, había estado de vacaciones con amigos en el balneario Punta del Diablo, en Rocha. Fueron días de playa, charlas y noches entre compañeros de facultad; nadie percibió un cambio brusco de conducta, ni señales de depresión, ni planes de fuga. Volvió a Montevideo, comentó a su madre lo impresionado que había quedado con el lugar… y siguió con su rutina. Un joven de 23 años con proyectos, más cerca del futuro que del abismo. 


El viernes 23 de enero de 2015 era una fecha especial: el cumpleaños 50 de su padre. En la casa se preparaba todo para el festejo cuando, cerca de las 20:00, Ignacio le dijo a su madre que saldría “un momento”. El plan, según explicó, era simple: ir en auto hasta lo de un amigo para llevarle una cuadernola, luego ir a buscar a su novia y regresar para la celebración familiar. En la puerta, su madre todavía le preguntó si iba a demorar; él respondió que no, que ya volvía. A las 22:30, al ver que no regresaba, su madre pidió a Martín, el hermano menor, que lo llamara. Del otro lado de la línea, Ignacio contestó: “Ya voy, ya voy”. Esa frase fue la última vez que la familia escuchó su voz. Luego, el celular se apagó… o alguien lo apagó. 

Al día siguiente, 24 de enero, la familia denunció la desaparición en la Seccional 12 de Montevideo. Lo que al principio parecía un retraso inexplicable se convirtió en un vacío absoluto: Ignacio no había pasado por lo de su amigo, que ni siquiera estaba en Montevideo, ni por la casa de su novia. No hubo movimientos en cuentas, ni contactos con amigos, ni señales en hospitales. El caso de Ignacio Susaeta entró en el sistema de personas ausentes, y el expediente empezó a engordar con declaraciones, oficios, informes y esperas. La familia, mientras tanto, iniciaba un camino que diez años después todavía no tiene final. 

El 25 de enero, dos días después de la desaparición, apareció el auto: un Chevrolet Spark negro estacionado frente a una heladería en Lagomar, en Canelones. Estaba cerrado, con la alarma puesta. Adentro estaban su mochila, su cartuchera, cuadernos con apuntes y otras pertenencias. También, un elemento que añadiría una capa de inquietud al caso: una nota escrita por Ignacio, envuelta en una hoja con la frase “Favor entregar en” y la dirección de su casa. Tres hojas manuscritas, sin continuidad clara, con tachaduras, frases sobre su familia, sus perros y su estado de ánimo, y una sentencia desconcertante: “Nada de lo que escribí anteriormente está de acuerdo con mi condición”. Para sus padres no era una carta de despedida, ni un mensaje útil para la investigación. Decidieron mantener su contenido en el ámbito íntimo, y han repetido que esa nota es “rara”, que “no se entiende” y que no da respuestas. 


Mientras el caso Ignacio Susaeta se hacía público, las fuerzas de seguridad desplegaron un operativo en la zona costera donde apareció el auto. La Armada Nacional rastrilló playas y médanos de Lagomar y Solymar con apoyo de perros adiestrados del Ministerio del Interior, buscando cualquier rastro físico que conectara a Ignacio con ese lugar. No encontraron nada: ni ropa, ni pisadas útiles, ni restos biológicos. Meses después, cuando el vehículo ya había sido periciado y devuelto a la familia, fueron ellos mismos quienes hallaron la billetera de Ignacio dentro del auto, sin su documento de identidad, un detalle que solo sumó preguntas a un rompecabezas que ya parecía incomprensible. 

Con el paso de los meses, la desaparición de Ignacio Susaeta se convirtió en una sucesión de esperanzas y derrotas. Hubo supuestos avistamientos en Maldonado, Pan de Azúcar, Piriápolis, Paysandú, Río Negro, Salto, incluso Rocha y Artigas. Los padres recorrieron Uruguay de punta a punta siguiendo cualquier pista: una foto borrosa de un joven sentado en un banco en Salto que parecía tener la misma postura que Ignacio; un NN atendido en un hospital de Artigas; un hombre que dormía en una colchoneta al costado de la ruta. Ninguna de esas personas era él. También tuvieron que enfrentar llamadas de extorsión, mensajes desde la cárcel o desde el extranjero prometiendo información a cambio de dinero, así como la angustia de esperar resultados de ADN cuando aparecieron restos humanos no identificados en Rocha. Todo falso, todo negativo, pero cada vez lo bastante verosímil como para destrozarles los nervios una y otra vez. 

Con el tiempo, el caso de la desaparición de Ignacio Susaeta salió del espacio estrictamente policial y empezó a habitar también los medios y el true crime uruguayo. Programas como Santo y Seña, Esta boca es mía, Ángeles y Demonios y Ausentes reconstruyeron la historia en televisión, mientras que radios y podcasts —como Cosas Dulces de Radiomundo, que en 2024 entrevistó a sus padres— volvieron una y otra vez sobre la pregunta que sigue sin respuesta: ¿qué le pasó a Ignacio esa noche de enero? Paralelamente, su familia y amigos levantaron una web oficial, grupos de Facebook y cuentas en redes sociales dedicadas a buscar a Ignacio Susaeta, mantener su rostro presente y canalizar la información que pudiera llegar desde cualquier rincón del país. 


La ausencia de Ignacio transformó también a sus padres en activistas. No solo siguieron de cerca cada movimiento de la causa, también empujaron cambios en la forma en que Uruguay busca a sus ausentes. Junto a su abogada impulsaron el proyecto de ley para implementar en el país un sistema de alerta tipo Alerta AMBER, pensado inicialmente para menores pero que, en la propuesta uruguaya, también contempla mayores de edad. Esa ley fue finalmente aprobada en septiembre de 2024, tras años de insistencia de familias como la de Susaeta, convencidas de que los primeros minutos y horas de una desaparición son vitales y de que el Estado necesita sistemas más rápidos, coordinados y visibles. 

En entrevistas recientes, al cumplirse nueve y luego diez años de la desaparición de Ignacio Susaeta, su madre ha sido clara: “El caso sigue sin avances”. No hay una pista sólida, ningún giro inesperado, ningún hallazgo que explique qué ocurrió entre las 20:00 y las 22:30 de aquel viernes. Su padre, por su parte, describe sin rodeos las carencias del sistema: oficinas desbordadas, pocas herramientas, burocracia lenta, fines de semana sin respuesta. Aun así, ambos insisten en algo que repiten desde el principio: están convencidos de que Ignacio está vivo, y lo que piden ya no es necesariamente una explicación perfecta, sino “alguna respuesta” que les permita dejar de vivir en el limbo. 

Como en todo caso sin resolver, en torno a Ignacio Susaeta flotan teorías que intentan llenar el silencio. La policía, según ha explicado el jefe de Personas Ausentes, maneja hipótesis estándar: fuga voluntaria, suicidio, delito con víctima en calidad de ausente. En este expediente, han señalado que la hipótesis de un asesinato clásico —crimen con ocultamiento de cuerpo por parte de terceros— es la menos probable, aunque no ha podido descartarse por completo. La existencia de una carta que no es de despedida, su perfil sin antecedentes de violencia ni conductas de riesgo, y la absoluta falta de rastros físicos alimentan tanto la posibilidad de que haya decidido irse por cuenta propia como la de que haya quedado atrapado en alguna situación límite que lo empujara a desaparecer de su vida anterior. Nada de esto, hasta hoy, ha pasado de ser conjetura. 


Diez años después, el caso Ignacio Susaeta es la historia de una silla vacía, de una mesa que a veces todavía se prepara con cinco platos por costumbre, de un cuarto donde el tiempo parece detenido. Es también la radiografía de un país que, como muchos otros, aprende a la fuerza lo que significa vivir con un ausente: seguir trabajando, criar a los otros hijos, militar por cambios legales… mientras cada 23 se clava como una aguja en el calendario. Ignacio mediría hoy alrededor de 1,85, delgado, de pelo castaño lacio y ojos marrones que su padre describe como lo más reconocible de su rostro. Si lo viste, si creés haberlo visto, si alguna vez escuchaste un detalle que conecte con esa noche de 2015, su familia aún pide lo mismo: que no te quedes callado. Porque hasta que alguien responda a la pregunta “¿dónde está Ignacio Susaeta?”, esta no es solo una historia de misterio, sino una pesadilla real que sigue viva en Montevideo y en todo Uruguay. 

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