La tarde del 27 de febrero de 2018, en la diminuta pedanía de Las Hortichuelas Bajas (Níjar, Almería), un niño de 8 años recorrió apenas unos metros que nunca debía haber tenido importancia. Gabriel Cruz Ramírez salió de casa de su abuela para ir a jugar con sus primos, a unos cien metros, treinta segundos de camino por un sendero de tierra. Nunca llegó. Doce días después, el país entero sabría que no se lo había tragado el monte ni una furgoneta desconocida, sino alguien que dormía bajo el mismo techo que su padre: Ana Julia Quezada, la pareja de Ángel Cruz.
Gabriel estaba de vacaciones por el puente del Día de Andalucía, pasando esos días en casa de su abuela paterna, en pleno Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar. Era un niño tímido, cariñoso, apasionado por el mar: dibujaba peces en todas partes, quería ser biólogo marino, y por eso su familia y todo un país terminarían llamándolo el “pescaíto”. El plan de aquella tarde no tenía nada de especial: salir de una casa, cruzar una calle, llegar a otra. En esos 140 pasos se abrió uno de los agujeros más oscuros de la crónica negra reciente en España.
Cuando la abuela se dio cuenta de que el niño no había vuelto ni estaba con los primos, el pueblo entero empezó a buscarlo. Horas después se avisó a la Guardia Civil. Lo que siguió fue Operación Nemo: más de 5.000 personas –unos 3.000 voluntarios y 2.000 profesionales– peinando barrancos, pozos, cortijos abandonados y kilómetros de monte bajo. Fue la mayor búsqueda coordinada de un desaparecido en la historia de España. La foto de Gabriel, con ojos grandes y sonrisa tímida, se coló en todos los informativos mientras sus padres repetían el mismo mensaje: “Que nos lo devuelvan como sea”.
En medio de ese despliegue, hubo un hallazgo que, en su momento, pareció una buena noticia: una camiseta blanca de niño apareció cerca de una depuradora en Las Negras. La encontró, supuestamente de forma casual, Ana Julia Quezada, la pareja del padre, que acompañaba a Ángel a todas partes, lloraba ante las cámaras, pegaba carteles y se abrazaba a la madre de Gabriel como si fuera una más. Las pruebas de laboratorio confirmaron ADN del niño en la prenda, pero los investigadores detectaron algo extraño: había llovido, y la camiseta estaba casi seca. Años después quedaría confirmado que aquel hallazgo fue un montaje de la propia asesina para desviar la investigación y manipular a la familia.
La verdad era mucho más cruel. La investigación acreditó que Ana Julia recogió a Gabriel el mismo 27 de febrero, lo llevó a una finca familiar en Rodalquilar, propiedad de la familia paterna, y allí lo mató por asfixia. Después lo enterró en una zanja del jardín, cubriéndolo con tablones y piedras decorativas, mientras participaba en los días siguientes en las batidas de búsqueda fingiendo ser una madrastra rota de dolor. La autopsia certificó que el niño murió el mismo día de su desaparición, desmontando la versión de una discusión puntual que se le habría ido de las manos.
El 11 de marzo de 2018, tras doce días de angustia nacional, la Guardia Civil cerró el círculo. Llevaban días vigilando en secreto a Ana Julia, convencidos de que era la clave del caso. La vieron llegar a la finca de Rodalquilar, levantar las piedras, desenterrar el pequeño cuerpo, envolverlo en una manta y meterlo en el maletero de su coche. La siguieron por carretera hasta La Puebla de Vícar; cuando se disponía a entrar en el garaje de su vivienda, varios vehículos policiales cortaron el paso. Al abrir el maletero, encontraron el cadáver de Gabriel, en ropa interior, en “buen estado de conservación” gracias a las condiciones del enterramiento. Allí, delante del coche, se desplomó también una parte de la esperanza del país.
Dos días después, ya detenida, Ana Julia Quezada confesó. Dijo que el niño se había puesto agresivo, que la insultó, que ella lo sujetó y “se le fue la mano”. La investigación, sin embargo, apuntó a otra cosa: un crimen frío, sin provocación real, motivado por celos y rechazo hacia el hijo de su pareja, al que veía como un obstáculo para controlar a Ángel y rehacer su vida. Su propio pasado añadió aún más sombras: en 1996, su hija de 4 años murió al caer desde un séptimo piso en Burgos, un caso archivado como accidente pero reabierto tras el asesinato de Gabriel para revisar si hubo algo más.
El juicio, celebrado en septiembre de 2019 en la Audiencia de Almería, fue una radiografía dolorosa. Un jurado popular escuchó a peritos, guardias civiles, psicólogos y, sobre todo, a los padres de Gabriel, que tuvieron que revivir paso a paso la desaparición, la búsqueda y el golpe final. El veredicto fue contundente: culpable de asesinato con alevosía, de dos delitos de lesiones psíquicas y de dos delitos contra la integridad moral de los padres, por la crueldad añadida de mantener la farsa durante doce días.
La sentencia convirtió a Ana Julia Quezada en la primera mujer en España condenada a prisión permanente revisable desde que esta pena se introdujo en 2015. El tribunal le impuso la PPR por el asesinato y ocho años y tres meses adicionales por los delitos contra los padres, además del pago de 250.000 euros a cada progenitor en concepto de daños morales y de los más de 200.000 euros que costó el dispositivo de búsqueda. La resolución establece que, si algún día sale de prisión, no podrá vivir en Níjar ni acercarse a menos de 500 metros de Patricia Ramírez y Ángel Cruz. La pena implica que no podrá someterse a revisión hasta, como mínimo, 2044, y solo si ha alcanzado el tercer grado y demuestra reinserción.
El caso Gabriel Cruz sacudió la conciencia social. Reavivó el debate sobre la prisión permanente revisable, el papel de los medios en los grandes sucesos y el uso morboso de la imagen de las víctimas. Los dibujos de peces que Gabriel hacía se convirtieron en símbolo de apoyo: ventanas, colegios y redes sociales se llenaron de “pescaítos” azules con un mensaje simple: “Todos somos Gabriel”. Mientras parte de la sociedad pedía endurecer aún más las penas, Patricia y Ángel insistían en algo que se ha quedado grabado: “Queremos justicia, no odio”.
Tras la sentencia, la historia no terminó entre rejas. Ana Julia Quezada cumple condena en el centro penitenciario de Brieva (Ávila), una cárcel de mujeres que ya había sido noticia por otras reclusas mediáticas. En 2024 y 2025 han salido a la luz investigaciones por una trama de sexo y corrupción en ese centro: varios funcionarios están siendo investigados por, presuntamente, mantener relaciones sexuales con ella y facilitarle móviles y otros favores a cambio, algo que ella habría intentado usar para presionar y conseguir un traslado a Cataluña.
En paralelo, la madre de Gabriel ha denunciado que la pesadilla continúa desde dentro de la cárcel. Patricia Ramírez ha hecho público que ha recibido amenazas de muerte atribuidas a Ana Julia, supuestamente transmitidas a través de la pareja actual de la reclusa y de terceras personas, en el contexto de un documental que la condenada intentaba preparar desde prisión. El Juzgado de Instrucción nº 1 de Almería ha citado a Ana Julia como investigada por esas amenazas, y se está tomando declaración a otras internas y testigos para aclarar si esas frases se pronunciaron y en qué contexto.
La situación es tan paradójica que, en otra causa abierta en Ávila sobre abusos de poder y corrupción en la prisión, Ana Julia ha sido admitida como “perjudicada” y acusación particular, mientras a Patricia se le ha impedido personarse. La madre de Gabriel denuncia sentirse desprotegida institucionalmente, revictimizada cada vez que salen a la luz nuevos detalles sobre la vida en prisión de la asesina de su hijo y obligada a revivir el caso en los medios sin haberlo elegido. Su lucha actual no solo busca que se respeten la memoria de Gabriel y la condena impuesta, sino que se refuerce la protección a las víctimas frente a quienes aprovecharían su historia para hacer negocio o ganar notoriedad.
Más de siete años después de aquel 27 de febrero, el caso Gabriel Cruz ya no es solo la historia de un niño asfixiado y enterrado en una finca. Es la radiografía de cómo el horror puede disfrazarse de apoyo –una mujer que consuela a unos padres mientras oculta el cuerpo en el maletero–, de cómo un país entero se vuelca en la búsqueda de un pequeño “pescaíto” que nunca volverá, y de cómo la justicia puede cerrar un sumario pero no una herida. La imagen de Gabriel sigue viva en cada pez azul pegado en una ventana, en cada vez que su madre toma la palabra para pedir respeto y en cada aviso contra la explotación mediática del dolor ajeno. Que su nombre no se convierta en simple etiqueta de true crime depende también de nosotros: recordar que detrás de las palabras “caso Gabriel” hubo un niño real, una familia destrozada y una confianza traicionada dentro de casa.
0 Comentarios