La tarde del 2 de julio de 1973, en San Bartolomé (Lanzarote), el tiempo se detuvo para una familia entera. Alberto Pérez Elvira, “Albertito”, tenía 13 años cuando salió de clase con su bicicleta azul para dirigirse al restaurante que sus padres regentaban en el pueblo. Nunca llegó. Desde entonces, su nombre figura como la desaparición no resuelta más prolongada de la que se tiene constancia en España.
Aquello empezó como un día cualquiera. Por la mañana había ido al colegio con normalidad; por la tarde debía seguir su rutina: ir en bici desde el centro escolar hasta la zona del restaurante familiar, “El Cazador”, en San Bartolomé. Era un trayecto corto, conocido, parte de una vida sencilla en la isla. Pero en algún punto de ese recorrido, entre el colegio y el negocio de sus padres, el rastro de Alberto se quebró sin que nadie viera nada extraño.
Cuando el niño no apareció en el restaurante, los padres empezaron a preguntar a clientes y vecinos. Un conocido fue hasta la casa familiar para comprobar si estaba allí; su madre, María, respondió angustiada que no. Comenzó entonces una búsqueda desesperada por calles, caminos y alrededores del muelle, gritando su nombre por si alguien lo hubiera subido a un barco o lo hubiera visto cerca del mar. Nadie sabía nada de Albertito.
A las dos de la madrugada del 3 de julio se halló la única pista física del caso: su bicicleta azul apareció con una rueda pinchada en el camino entre Güime y Playa Honda, a unos nueve kilómetros de San Bartolomé. Estaba apoyada junto a la carretera, como abandonada a toda prisa o colocada a propósito. No había sangre, ni ropa, ni huellas evidentes de un atropello o forcejeo. A partir de ese momento, la bici se convirtió en el símbolo del misterio.
La desaparición se denunció ante la Guardia Civil aquella misma noche, pero en 1973 los medios eran mínimos. El caso quedó en manos de un solo agente del puesto de San Bartolomé; no se desplazaron unidades especializadas desde Madrid, ni existían aún protocolos para desapariciones de menores como los actuales. Se rastrearon pozos, gavias, zonas cercanas al mar y carreteras de la isla, pero sin geolocalización, sin cámaras y sin análisis forenses avanzados, la investigación se fue quedando sin combustible.
Con el paso de los meses afloraron teorías de todo tipo. Un taxista afirmó haber visto a un chico que podría ser Alberto en la zona donde apareció la bicicleta, pero esa pista no llevó a ninguna conclusión. Se habló de un posible accidente encubierto, de un atropello con ocultación del cuerpo, de que alguien lo hubiera subido a un barco en el muelle para llevarlo a otra isla o a la Península, e incluso de que hubiera sido captado para trabajar a bordo de alguna embarcación. Ninguna hipótesis se pudo sostener con pruebas.
También circularon rumores más íntimos: se dijo que el niño intercambiaba cartas con una chica y que ambos fantaseaban con “escapar para vivir su amor”, o que podía haber detrás una forma primitiva de trata de menores. La familia ha reconocido que algunas de esas posibilidades se barajaron, pero que jamás recibieron un solo dato sólido que apuntara en una dirección concreta. Eran más bien intentos de llenar un vacío insoportable.
Para María y el resto de la familia Pérez Elvira, la vida se congeló en 1973. Su hermana pequeña, Belén Elvira, creció con una foto de Alberto en la mano y una pregunta fija en la garganta: “¿Dónde está mi hermano?”. Con el tiempo se convirtió en mezzosoprano de prestigio internacional, pero nunca dejó de usar su voz para hablar de él y de todas las personas desaparecidas. Sus intervenciones ante medios, instituciones y programas especializados han mantenido vivo el caso durante décadas.
Medio siglo después, Belén logró algo que debería haber ocurrido desde el principio: que se tomaran muestras de ADN a la familia para incorporarlas a las bases oficiales de personas desaparecidas y restos sin identificar. El impulso llegó tras su participación en el programa “Horizonte” y el compromiso del criminólogo Félix Ríos y la Fundación QSD Global, que facilitaron el acceso al registro nacional donde se comparan perfiles genéticos con cadáveres sin nombre.
Ese paso dejó al descubierto una carencia dolorosa: el Centro Nacional de Desaparecidos sólo tenía casos registrados desde 1986, trece años después de que Alberto desapareciera. Durante décadas, “Albertito” no estuvo en ningún listado nacional, lo que impedía cruzar su caso con restos hallados en otros puntos del país. Hoy, al fin, su ADN forma parte de las bases comparativas, pero para la familia es inevitable preguntarse qué oportunidades se perdieron por el camino.
En los últimos años, asociaciones como SOS Desaparecidos han rescatado de nuevo su historia. En noviembre de 2025, recordaban el caso en redes con un mensaje que resume medio siglo de espera: “1973 no te olvidamos”. Informativos y diarios han vuelto a contar la historia del “niño de la bicicleta azul”, subrayando que la desaparición de Alberto Pérez Elvira sigue siendo, a día de hoy, la más longeva sin resolver de España.
Lanzarote, mientras tanto, ha aprendido a convivir con su ausencia. El camino de Güime a Playa Honda, el restaurante familiar, el colegio de San Bartolomé… todos esos lugares siguen ahí, pero cargados de una capa invisible de preguntas. Cada aniversario, la familia vuelve a contar la misma cronología, como si al repetirla pudieran encontrar por fin la grieta del relato donde se esconde la verdad. Porque sin cuerpo no hay duelo completo, sólo una espera interminable.
La desaparición de Alberto también ha servido para empujar cambios más amplios: reclamar un estatuto jurídico específico para la persona desaparecida, protocolos de revisión periódica de casos antiguos y coordinación efectiva entre bases de datos nacionales e internacionales. Cada avance legal o forense lleva, para los suyos, un sabor doble: esperanza por lo que puede aportar a otros, y amargura por saber que llega muy tarde para ellos.
Hoy, más de cincuenta años después, el caso de Alberto Pérez Elvira sigue abierto. No hay pruebas de que se fuera por voluntad propia, ni restos que confirmen un desenlace, ni culpables identificados. Solo una bicicleta azul abandonada en un camino de Lanzarote y una familia que se niega a aceptar que el tiempo sea la única respuesta. Mientras alguien recuerde su nombre, el misterio de Albertito no estará cerrado. Y quizás, en algún archivo, en alguna memoria, en algún testimonio que todavía no se ha contado, esté la pieza que falta para reconstruir aquel trayecto de cinco minutos convertido en una pesadilla de medio siglo.
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