El choque se registró alrededor de las 6:30–6:40; el cisterna volcó en el km 95 de la N-I tras una secuencia anómala de frenazos y acelerones. Entre los restos, bomberos y guardias buscaron cualquier indicio del menor: ni huellas, ni ropa, ni restos óseos. Las primeras horas, decisivas en cualquier desaparición, se consumieron entre ácido, humo y confusión. La Interpol llegó a catalogar el expediente como una de las desapariciones más extrañas de Europa.
Pronto emergió el dato que convirtió el caso en mito: el tacógrafo del camión registraba 12 paradas breves e inexplicables en un trayecto que debía ser directo hacia el norte. ¿Por qué se detuvo tantas veces el vehículo? ¿Quién o qué provocó esos altos de segundos que rompen cualquier lógica de transporte peligroso? La anomalía alimentó hipótesis durante décadas.
La última vez que vieron con vida a la familia fue en el Mesón Aragón (“El Maño”), a la entrada de Cabanillas de la Sierra, donde hicieron un descanso antes de afrontar la subida. Después, la ruta quedó marcada por esas detenciones fugaces y por una velocidad excesiva en la bajada —más de 110 km/h, según las reconstrucciones— previa al impacto.
Desde el minuto uno aparecieron tres grandes líneas: secuestro (alguien habría interceptado el camión durante una de las paradas y se llevó al niño), narcotráfico (el cisterna como cortina para mover droga y el menor como testigo incómodo) y accidente previo (que el niño cayera antes del siniestro sin que nadie lo advirtiera). Ninguna alcanzó rango probatorio: no hubo testigo fiable ni evidencia forense que cerrara el círculo.
Una versión popular, basada en testimonios post-accidente, habló de una furgoneta Nissan Vanette blanca y de un matrimonio con batas que habría “registrado” la cabina tras el choque y sacado un bulto a toda prisa: para los defensores de esta teoría, ese bulto era Juan Pedro. La Guardia Civil rastreó miles de furgonetas sin éxito y la historia quedó como relato no verificado en el sumario social del caso.
Con los años, la familia mantuvo viva la hipótesis del narco y señaló presiones previas al viaje. En 2016, los investigadores solicitaron exhumar a los padres para obtener ADN y aprovechar tecnologías modernas que permitieran una eventual identificación del menor “en cualquier parte del mundo”. La Justicia lo desestimó y el caso continuó archivado sin resolución.
Los elementos duros del expediente son pocos y tozudos: carga corrosiva, dos víctimas adultas, un menor desaparecido, 12 paradas, alta velocidad y ningún indicio biológico del niño en la escena tras el vertido. El resto es un mosaico de conjeturas. La misma rareza química que impidió trabajar la zona con normalidad también arrasó huellas que quizá habrían resuelto el misterio.
Casi cuatro décadas después, Juan Pedro Martínez Gómez sigue oficialmente desaparecido. No hay condenados, ni móvil probado. Lo único que perdura es el vacío: el único caso en la historia de España en que un menor desaparece en un accidente de tráfico sin dejar rastro y sin que la ciencia pueda pronunciarse. Cada aniversario devuelve a Somosierra la misma imagen: niebla, sirenas y preguntas.
El “niño de Somosierra” es, en el fondo, un espejo de los límites de la investigación cuando las primeras horas se pierden entre caos y riesgo químico. También una advertencia sobre cómo los vacíos probatorios alimentan narrativas que terminan por imponerse a los hechos. En el asfalto del puerto quedó un accidente; en la memoria de un país, un niño que se desvaneció entre 12 paradas y una bajada sin retorno.
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