La escena tenía sello de ejecución: no hubo discusión, ni robo, ni arma abandonada; solo precisión y frialdad a la hora de vaciar el cargador y desaparecer entre portales y obras madrugadoras. El barrio se quedó con una pregunta sin consuelo: ¿por qué él? Nadie en su entorno hablaba mal de Isaac; “un buen chico, sin enemigos”, repetirían los vecinos.
Los Mossos d’Esquadra peinaron calles, recogieron vainas y revisaron cámaras de tráfico y comercios. Testigos describieron a un varón con capucha/pasamontañas y chaleco de obra, camuflado como cualquiera de los que a esa hora marcan zanjas y vallas. Las crónicas difieren en el número de disparos —entre cinco y siete—, pero coinciden en la ráfaga a corta distancia que no dejó opción a la víctima.
Hubo detenciones tempranas: en junio de 2007, la policía arrestó a un sospechoso tras cruzar balística y testimonios, pero quedó en libertad por falta de indicios sólidos. Aquel movimiento no cristalizó en acusación formal y el caso regresó al punto de partida: sin autor conocido.
El expediente creció en hipótesis: un encargo por error de identidad, un ajuste no ligado a Isaac, incluso un móvil personal nunca corroborado. Pero a cada línea le faltó el pilar esencial: prueba material que uniera a una persona con la pistola, el lugar y la hora. La etiqueta mediática se fijó para siempre: “el crimen de Cappont”.
Los años trajeron relecturas técnicas —revisiones de residuos de disparo, comparativas balísticas, cribados de CCTV ya digitalizados—, pero no hubo giro. En noviembre de 2023, al cumplirse 17 años, la familia advirtió que el delito podría prescribir en tres si no aparecían pruebas nuevas y anunció que preparaba un escrito de impulso.
Ese anuncio ya es realidad: en noviembre de 2025, la familia de Isaac ha registrado la petición de reapertura ante el Juzgado de Instrucción n.º 4 de Lleida para volver a investigar al principal sospechoso e impedir el archivo definitivo cuando se cumplan 20 años del crimen. Quieren que el juzgado remita el conjunto de indicios a Fiscalía y se practiquen diligencias finales.
Cappont recuerda cada aniversario con flores en la calle Riu Ter y con la imagen que nadie ha olvidado: un coche detenido que ya no arrancó; un chaleco reflectante confundido entre tantos; unos segundos de ruido seco antes del silencio. Es la postal de una violencia que eligió la rutina de un jueves para romper una familia.
Lo que hoy sabemos con certeza cabe en pocas líneas: lugar y hora exactos, fuga a pie, ejecución a muy corta distancia y ausencia de móvil probado. Lo que falta es lo único que importa: quién apretó el gatillo y por qué. Esa respuesta —exigen los suyos— aún puede llegar si el procedimiento respira un poco más y la ciudad vuelve a mirar sus cámaras, sus patios y sus memorias.
Porque Isaac Martínez Jiménez tenía 26 años y un hijo recién llegado al mundo. Su nombre no es una nota de sucesos: es una promesa interrumpida. Si alguien sabe algo, es ahora cuando cada detalle —una voz, una ruta, una chaqueta guardada— puede convertirse en justicia antes de que el calendario cierre la puerta.
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