La escena impactó a los primeros agentes: luces encendidas, salón con vasos y colillas, y el cuerpo de Susana en el suelo de su dormitorio. Desde el principio, los investigadores sospecharon que alguien “arregló” el escenario para desviar la atención; con el tiempo, aquella idea de escena manipulada se asentó como la hipótesis de trabajo dominante.
No había puerta forzada ni señales claras de robo. Los indicios físicos resultaron contradictorios y, según reconstrucciones posteriores, el ataque habría combinado un golpe en la cabeza con estrangulamiento en el suelo del dormitorio. La Policía interpretó que algunos elementos se colocaron a posteriori para sembrar pistas falsas.
La investigación fue enorme para una capital pequeña: se tomó declaración a más de 250 personas, se reconstruyeron las últimas horas de Susana y se examinaron movimientos de su entorno cercano. Con todo, no apareció prueba concluyente que vinculase a nadie con el homicidio. La falta de ADN utilizable y la sospecha de manipulación hicieron el resto.
El foco se centró repetidamente en su expareja, pero esa vía nunca se pudo sostener en sede judicial. También se revisaron amistades y relaciones recientes. La familia defendió durante años que el asesino estaba en el círculo próximo de la víctima; la policía, de hecho, insistió en un móvil pasional sin poder acreditarlo en un juzgado.
A nivel pericial y procesal, el caso sufrió idas y venidas. Hubo programas y reportajes que devolvieron el expediente a la primera línea, pero el proceso penal se archivó en 2012 por falta de indicios. Ni un objeto con valor probatorio firme, ni un testigo de cargo, ni una cronología química que cerrara el círculo.
En septiembre de 2020, al cumplirse 20 años, el delito prescribió: la investigación policial continuó de forma oficiosa y periodística, pero se agotó la vía penal para un autor desconocido. Para la familia, aquello no fue un cierre: fue la constatación de que el tiempo también puede convertirse en enemigo de la verdad.
Zamora conservó la memoria del caso como herida abierta. En 2019, una reconstrucción televisiva volvió a poner voz a Estrella Acebes, la hermana que encontró el cuerpo, y recordó que Susana dejó un hijo pequeño. La ciudad, poco acostumbrada a crímenes de esta violencia, convirtió su nombre en sinónimo de injusticia sin respuesta.
A día de hoy, la narrativa mínima del caso sigue siendo tozuda: último contacto la noche previa, vivienda sin forzar, ataque dentro del dormitorio, escena presuntamente manipulada y sin prueba biológica decisiva. Todo lo demás —motivo, autor, hora exacta— quedó empañado por un conjunto de indicios que no alcanzaron el estándar probatorio.
Susana Acebes tenía 26 años. Su asesinato es una lección amarga para la investigación criminal: cuando las primeras horas no fijan un anclaje físico sólido, el tiempo borra caminos y la justicia corre detrás de un rastro que ya no está. En Zamora, cada aniversario repite la misma frase: “no descansaremos hasta saber quién mató a Susana”.
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