Juan Carrillo Castro tenía 53 años cuando desapareció el 13 de junio de 2013. Vecino muy conocido de Linares (Jaén), presidía la asociación Gitanos Reales y regentaba un puesto de ropa y telas en el mercadillo local. Era el típico rostro de barrio: saludos en cada esquina, compras a fiar, bromas entre puestos. Aquel jueves parecía un día cualquiera… pero fue el último en el que alguien lo vio con vida.
Por esos días, Juan hacía una rutina casi milimétrica: trabajar en el mercadillo y, al terminar, ir a comer a casa de sus padres, ya que su esposa estaba en Madrid por motivos médicos con los hijos del matrimonio. El 13 de junio, el plato se quedó intacto sobre la mesa. No cogía el teléfono, no respondía mensajes, no daba señales. La familia, inquieta, decidió entrar en su casa. No estaba. No faltaba nada relevante. Solo él.
Las primeras gestiones policiales tiraron del hilo de su móvil. El último rastro conocido situó a Juan Carrillo Castro en Andújar, alrededor de las 16:00 de ese mismo día. Allí llamó a un amigo para decirle algo que aún hoy hiela la sangre: que le habían agredido y que necesitaba ayuda. La llamada se cortó de forma brusca. Desde ese momento, el teléfono quedó mudo y su rastro se borró.
La denuncia familiar activó un dispositivo intenso: consultas de cámaras, rastreo de movimientos telefónicos, entrevistas en el entorno. No era una desaparición típica: un hombre de 53 años, con trabajo estable, fuertes vínculos familiares y sin antecedentes de abandonar su vida. Desde muy pronto, los investigadores trabajaron con una hipótesis dura: que Juan no se había marchado por voluntad propia.
Entre los nombres que comenzaron a repetirse en el entorno apareció el apodo de “El Perro”, un vecino con el que Juan había tenido enfrentamientos previos. La familia sostuvo que este hombre habría urdido un plan para “quitarlo de en medio” y que para ejecutarlo se habría apoyado en al menos dos conocidos: Manuel F. M., alias “El Floristero”, y José S. F., “El Ganso”. La posible emboscada, según esa tesis, habría culminado en Andújar, lejos de la protección de su barrio en Linares.
En paralelo, el caso estalló en la calle. Hubo manifestaciones en Linares pidiendo respuestas, pancartas reclamando justicia para Juan Carrillo Castro y una presión social creciente. La Policía Nacional se “empleó a fondo”, como recogieron los diarios provinciales: pinchazos telefónicos, seguimientos, análisis de conexiones y movimientos de vehículos. En julio de 2013 se produjeron hasta siete detenciones relacionadas con el caso, bajo la sospecha de un secuestro con final mortal.
A medida que avanzaba la investigación, el escenario que se perfilaba era el de un ataque por motivos personales. No hubo rescate, ni exigencias de dinero, ni mensajes posteriores. La voz de la madre de Juan, años después, resumía el vacío: “Nada, hijo. Nada. Nadie nos dice nada. Solo que el caso está bajo secreto de sumario. Y de mi hijo no sabemos nada”. Esa sensación de muro institucional marcó a la familia durante toda una década.
Con el paso del tiempo, el grupo de detenidos se redujo a dos nombres clave para la justicia: “El Floristero” y “El Ganso”. En noviembre de 2017 se sentaron en el banquillo de la Audiencia Provincial de Jaén acusados de detención ilegal y desaparición de Juan Carrillo Castro. La acusación particular, ejercida por la familia, defendió que ambos lo habían subido a la fuerza a un coche en Linares para llevarlo a Andújar y hacerlo desaparecer. Pedían hasta doce años de prisión.
La Fiscalía, sin embargo, pidió la absolución. Consideraba que, pese a las sospechas, no existían pruebas materiales suficientes: ni cuerpo, ni escena clara del crimen, ni testigos directos del supuesto rapto. El jurado popular optó por el “no culpable”. Los acusados salieron absueltos. Para la familia, aquello fue como perder a Juan por segunda vez: sin justicia y sin verdad.
Mientras tanto, la ficha de Juan Carrillo Castro seguía activa en SOS Desaparecidos y en el Centro Nacional de Desaparecidos: 1,70 m de altura, unos 85 kilos de peso, complexión gruesa, calvicie parcial, pelo negro, ojos oscuros, gafas graduadas. Cada dato repetido en carteles, ferias, concentraciones y redes sociales era una manera de negarse a que su rostro se desdibujara con el tiempo.
En 2023, cuando se cumplieron diez años exactos de su desaparición, llegó otro golpe: un juzgado declaró oficialmente fallecido a Juan Carrillo Castro, como permite la ley cuando han pasado años sin noticias de una persona. Legalmente, Juan “murió” ese día; en la práctica, no había cuerpo, ni fecha real de muerte, ni lugar donde su familia pudiera llevar flores. Era una solución administrativa a una herida que seguía completamente abierta.
Hoy, su nombre aparece en los reportajes sobre “las desapariciones más inquietantes de Jaén”. Los periodistas recuerdan que era el desaparecido más antiguo registrado por SOS Desaparecidos en la provincia, que presidía una asociación gitana respetada y que regentaba un puesto querido en el mercadillo de Linares. Su historia se menciona junto a la de otros ausentes, pero quienes lo conocieron insisten: “Juan no es un caso, es una persona. Y alguien sabe qué le hicieron”.
El caso de Juan Carrillo Castro sigue oficialmente sin resolver. No hay condenas por su desaparición, no hay restos localizados, no hay reconstrucción judicial definitiva de lo que pasó aquel 13 de junio de 2013 entre Linares y Andújar. Solo quedan una llamada interrumpida hablando de una agresión, una investigación que apunta a un crimen sin cuerpo y una familia que, aun con la declaración de fallecimiento sobre la mesa, sigue pidiendo lo mismo desde el primer día: verdad.
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