El levantamiento reveló una violencia descomunal: decenas de puñaladas —las crónicas hablan de cerca de un centenar— repartidas entre los tres cuerpos. Salvador apareció bajo la mesa de la cocina; Julia, a los pies de la cama del matrimonio; Álvaro, al final del pasillo, como si hubiera intentado salir de su cuarto. En la casa solo se encontraron huellas dactilares de la familia; del agresor, nada, salvo pisadas repetidas que los forenses atribuyeron a una sola persona. “Como si el asesino nunca hubiese estado”, resumió un inspector de Policía Científica.
El dato que alimentó más preguntas fue lo que no estaba: no había huellas ajenas en interruptores, no había ADN útil y no hubo robo evidente. El asesino sabía moverse en la vivienda y actuó con sangre fría, cerrando la puerta al salir. La escena sugería planificación y proximidad a la familia.
La conmoción se disparó por la biografía de Salvador: era alcalde de La Parte de Bureba, un pueblo diminuto con envidias y tensiones locales, según testigos de la época. Aquella mañana debía recoger una cosechadora recién comprada; el lunes rompió su rutina con un silencio que puso a Burgos en vilo.
La investigación abrió dos vías centrales. La primera: Rodrigo Barrio, el hijo mayor, único superviviente al estar interno en un colegio de Aranda de Duero. La Policía exploró horarios, desplazamientos y una supuesta vía de escape del internado. La segunda: Ángel Ruiz, vecino con obsesión por la familia, que ya había sido detenido por pintadas ofensivas en el panteón de los Barrio la misma noche del entierro. Ninguna línea alcanzó prueba suficiente para acusar.
A lo largo de los años, la Policía releyó el caso con nuevas técnicas —incluidos registros y revisiones del coche familiar—, pero el ADN y las huellas nunca hablaron. En 2021 se practicaron diligencias en fincas ligadas a un principal sospechoso; otra vez, sin giro definitivo. El expediente sumaba trabajo… y frustración.
El 20.º aniversario llegó con una losa jurídica: el 7 de junio de 2024 el triple crimen prescribió de forma general, lo que impide perseguir a un autor desconocido. Sin embargo, hay matices: en las causas ya abiertas contra personas concretas, la prescripción corre a otro reloj —en informaciones recientes se cita que, por ejemplo, para Rodrigo no prescribiría hasta 2027 y para Ángel Ruiz hasta 2034—, de modo que si aparecieran pruebas nuevas contra alguno de ellos, aún podrían ser juzgados.
La reconstrucción forense dejó imágenes fijas: pisadas con y sin sangre, la marca de un cuchillo en sábanas, y una distribución que apuntaba a ataques sucesivos. Pero faltó lo que decide un juicio: identificación biológica del agresor, huellas utilizables o testigo. La hipótesis del conocido con llave —o de alguien a quien abrieron— sigue siendo la más verosímil para muchos investigadores.
En 2024 y 2025, reportajes y podcasts reconstruyeron el caso para la nueva generación: cuándo se hallaron los cuerpos, cómo se inspeccionó el portal y por qué la escena “parecía limpiada por el propio caos” del ataque. Los programas de true crime fijaron la etiqueta que ya nadie discute: el triple crimen de la familia Barrio es uno de los mayores callejones sin salida de la crónica judicial española.
Hoy, Salvador Barrio, Julia Dos Ramos y Álvaro siguen esperando nombre y apellido para su asesino. Las preguntas pesan como aquella puerta sin forzar: ¿quién entró? ¿cómo salió sin dejar rastro? ¿por qué tanta saña? La respuesta quizá permanezca en la memoria de Burgos: en un quinto piso, en un lunes que empezó como cualquiera, y en el silencio exacto que solo conocen quienes ya sabían el camino.
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