El operativo fue inmediato y feroz: Policía Nacional, Guardia Civil, embarcaciones y buzos rastrearon la zona mientras el temporal golpeaba los bajos de La Peñona. Solo dos de los cuatro cuerpos pudieron ser recuperados, un dato que marcaría para siempre la causa y el duelo de una familia atrapada entre el mar y la sospecha. Desde el primer parte, la versión de la madre habló de una carrera infantil hacia el borde, un intento desesperado por sujetarlos y un resbalón que le arrancó a la bebé de los brazos.
La investigación, sin embargo, no tardó en tensarse. El entorno familiar —un asentamiento chabolista próximo— dibujaba vulnerabilidad extrema y conflictos previos. En sus primeras declaraciones, María Jesús habló de accidente; días después señaló a su marido, José Antonio Leiva Martínez, de asustar a los niños “tirándoles piedras” y de haber precipitado la huida hacia el cortado. El fiscal dejó libre de cargos al padre y centró el foco en la madre.
El caso llegó a la Audiencia Provincial de Oviedo en octubre de 1992 con una petición fiscal de 28 años por cuatro delitos de parricidio. Las sesiones, trufadas de testigos renuentes y contradicciones, dibujaron un relato de miseria, discusiones y cuidado precario. La defensa pidió absolución o, subsidiariamente, imprudencia temeraria; la Fiscalía sostuvo la intencionalidad. El juicio quedó visto para sentencia con el país pendiente de una roca que se había vuelto símbolo.
El 5 de noviembre de 1992, la Audiencia dictó condena: 24 años de prisión (seis años y un día por cada menor). En la vista, la acusada reiteró su inocencia y volvió a cargar contra el esposo; el tribunal, sin embargo, consideró probado que ella arrojó al mar a sus cuatro hijos. Ese mismo día trascendió un movimiento insólito: el fiscal pidió un indulto parcial para que la pena no se cumpliera íntegramente.
La batalla judicial siguió hasta el Tribunal Supremo. En noviembre de 1993, la Sala Segunda confirmó las condenas y, a la vez, instó al Gobierno a conceder indulto parcial, de modo que la pena quedara reducida —las crónicas sitúan el marco en 18 años— por la excepcionalidad de las circunstancias. A ojos de la jurisprudencia, el veredicto penal quedó firme; para la calle, la tragedia siguió sin una verdad que calmara el oleaje.
Más allá del fallo, la causa dejó tres heridas abiertas: la imposibilidad de recuperar a todos los menores, la fractura en los relatos de padre y madre, y el ecosistema social en el que ocurrió todo. En la sala, la pobreza y la desprotección dejaron de ser telón de fondo para convertirse en parte de la explicación —nunca en excusa— de una noche en la que cualquier decisión tardía pesaba como una losa.
Con el tiempo, el expediente se convirtió en referencia inevitable de la criminología española: cómo investigar un hecho sin escena reproducible, con el mar como destructor de pruebas y con testimonios cambiantes. En hemeroteca, el titular se fijó para siempre como “el parricidio de La Peñona”; en los barrios de Salinas, el nombre quedó asociado a una geografía concreta: el muro, el sendero, el golpe del nordeste en la cara.
Treinta y tres años después, lo esencial no cambia: cuatro niños que nunca volvieron a casa, dos cuerpos que el Cantábrico devolvió, una condena confirmada y una sociedad que aún discute cuánto de culpa y cuánto de abandono estructural hubo aquella noche. En esa intersección incómoda —entre lo penal y lo social— el caso se volvió espejo.
La Peñona permanece ahí, museo al aire libre y mirador, con el rugido del mar como recordatorio. María Jesús Jiménez tenía 28 años; sus hijos, 8, 7, 5 y 11 meses. La ciudad aprendió que hay historias que no se archivan: se revisan para que el borde del acantilado no vuelva a ser una sentencia. Y para que, cuando miremos el mar, podamos responder al menos a una pregunta: ¿qué hicimos para que no se repita?
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