La investigación conectó muertes súbitas ocurridas entre 2007 y 2013 en Kioto, Osaka y Hyōgo: parejas sentimentales —algunas apenas estrenadas— que enfermaron de repente y no se recuperaron. No era el azar: los forenses detectaron compuestos de cianuro y los agentes localizaron material químico y utensilios ocultos en la vivienda de Kakehi. El caso ya no parecía un infortunio doméstico, sino una cadena de envenenamientos planificados.
Según la policía, el círculo de víctimas se forjó en agencias de citas para mayores, muy populares en Japón. Allí, Kakehi buscaba hombres con estabilidad económica; la prensa documentó que varias de las relaciones iban seguidas de pólizas, herencias o transferencias que la beneficiaban. A ojos de la fiscalía, la “compañía” era la llave de acceso; el veneno, el desenlace.
En noviembre de 2017, el Tribunal de Distrito de Kioto dictó la pena máxima: muerte por ahorcamiento por tres homicidios y un intento de homicidio, tras un juicio en el que la defensa alegó deterioro cognitivo y pérdida de memoria. El tribunal consideró la conducta “extremadamente cruel” y planificada. La sentencia convirtió a Kakehi en el rostro más conocido de los envenenamientos por cianuro en la historia reciente del país.
El caso mantuvo la atención internacional: medios de referencia siguieron cada paso del proceso, desde la detención hasta el fallo. La etiqueta mediática —“viuda negra”— no nació en el tribunal, pero cristalizó una percepción social: el afecto como anzuelo y la química como arma. El relato, tantas veces asociado a la ficción, estaba esta vez encuadernado en sumarios y autos.
Kakehi recurrió; sin embargo, el 29–30 de junio de 2021, el Tribunal Supremo de Japón rechazó su apelación y dejó firme la condena a muerte. La resolución subrayó la premeditación y el móvil económico, y cerró la vía principal de revisión. A partir de ese momento, su nombre quedó definitivamente alineado con la pena capital en los registros judiciales.
Más allá de los tres crímenes probados, los investigadores relacionaron a Kakehi con otras muertes sospechosas dentro del mismo entorno y periodo. Aunque esas sospechas no desembocaron en condenas adicionales, dibujaron un contexto más amplio: una secuencia de vínculos sentimentales breves que terminaban del mismo modo. La aritmética de la sospecha creció al ritmo de los hallazgos toxicológicos.
El hilo conductor fue siempre el cianuro: difícil de detectar sin análisis específicos, rápido en sus efectos, devastador cuando pasa desapercibido. Los agentes recuperaron restos del compuesto y jeringas en compartimentos ocultos del hogar, un detalle técnico que apuntaló la hipótesis de envenenamiento sistémico y desmontó cualquier narrativa de mala suerte encadenada.
El capítulo final llegó en diciembre de 2024: Kakehi, ya en el corredor de la muerte, fue hallada inconsciente en prisión y murió ese mismo día en un hospital de Osaka, a los 78 años. Las agencias nacionales e internacionales informaron del deceso, que puso punto y final a uno de los sumarios más comentados de la última década en Japón. La ejecución nunca se materializó; la muerte llegó antes.
Queda una advertencia que no cabe en titulares: la confianza es un lugar vulnerable. Kakehi no usó la fuerza visible; usó tiempo, lenguaje de afecto y un polvo casi invisible. Cuando el caso cruzó fronteras, lo hizo como espejo de una pregunta incómoda: ¿hasta dónde puede retorcerse la promesa de compañía para convertirse en arma? La justicia cerró el expediente; el país, la lección.
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