El 4 de julio de 2025, en una urbanización de Marbella, un niño de tres años se convirtió en el centro de una pesadilla internacional. Se llamaba Oliver Pugh, había nacido allí mismo, en la Costa del Sol, el 3 de noviembre de 2021. De ojos azules, pelo rubio y apenas un metro de altura, vivía entre dos mundos: su padre británico, Matthew Pugh, y su madre rusa, Anastasiia Chikina. Ese día fue la última vez que alguien en España lo vio.
La historia de Oliver no empieza con su desaparición, sino con una ruptura. En mayo de 2024, sus padres se separaron y la relación se convirtió en un conflicto legal por la custodia. Un juzgado de Marbella comenzó a tramitar el caso y, en el verano de 2025, se preparaba una resolución que otorgaría la custodia exclusiva al padre e impediría a la madre sacar al niño de España. Era una decisión clave… que llegó tarde: cuando el tribunal estaba a punto de firmarla, Oliver ya había desaparecido.
Según la reconstrucción judicial, Oliver fue visto por última vez el 4 de julio en la vivienda familiar de Marbella donde residía con su madre. A partir de ese día, dejaron de acudir a citas programadas, y la comunicación se cortó. Los movimientos de Anastasiia empezaron a levantar sospechas: afirmó que el pasaporte del niño se había “perdido” y dejó de colaborar con el padre. Un mes después, el 4 de agosto, Matthew denunció oficialmente la desaparición de su hijo. El Centro Nacional de Personas Desaparecidas (CNDES) lanzó la alerta y el caso saltó a la prensa británica y española.
Lo que al principio parecía un conflicto de custodia se convirtió rápidamente en una presunta sustracción parental. La Policía Nacional apuntó a Anastasiia como principal sospechosa de haberse llevado a Oliver fuera de España, desobedeciendo la orden judicial que le prohibía abandonar el país con el menor. Se activaron avisos internacionales y se informó a Interpol, mientras el padre empezaba una carrera contrarreloj desde Marbella, con la ayuda del Foreign Office británico.
Durante las primeras semanas, todas las miradas se dirigieron a Rusia. Anastasiia es ciudadana rusa e “influencer” de pareja y relaciones, con una comunidad de seguidores en redes sociales. La hipótesis inicial era clara: habría volado a Moscú con Oliver, su madre y su hermana menor, rompiendo cualquier vínculo con España. Medios rusos y españoles recogieron sus mensajes crípticos desde un lugar desconocido, en los que hablaba de “injusticias del sistema” y prometía que “la verdad saldrá a la luz”, pero sin aclarar dónde estaba ni en qué condiciones se encontraba el niño.
Con el paso de las semanas, el caso se hizo aún más complejo. Rusia no forma parte del Convenio de La Haya sobre sustracción internacional de menores, lo que dificulta enormemente el retorno forzoso de un niño llevado allí contra las decisiones de un juzgado español. Abogados de familia en Reino Unido y España comenzaron a usar el “caso Oliver Pugh” como ejemplo de manual de cómo una disputa de custodia puede convertirse en un callejón diplomático casi imposible de deshacer.
Y entonces, llegó el giro más inquietante: Tailandia. A principios de septiembre de 2025, varios periodistas y activistas identificaron dos stories de Instagram donde se veía a Anastasiia y a su hermana menor en el centro comercial Iconsiam, en Bangkok. Los detalles de las imágenes —un puesto de zumos, un local de Cartier, elementos arquitectónicos— coincidían milimétricamente con ese lugar. Desde ese momento, la principal línea de investigación pasó de Rusia al sudeste asiático: las autoridades creen que la madre habría usado Rusia como escala o refugio inicial antes de continuar viaje con Oliver hacia Tailandia.
Desesperado, Matthew Pugh anunció una recompensa de 100.000 euros por cualquier información que ayudara a encontrar a su hijo. La cifra, confirmada en medios británicos y en campañas en redes, buscaba romper el muro de silencio en países donde la cooperación policial puede ser más lenta o fragmentada. “Es un niño que ama los coches y los aviones. Solo quiero abrazarlo otra vez”, ha repetido el padre en entrevistas, mientras difunde fotos de Oliver en webs, carteles y vídeos en varios idiomas.
Mientras tanto, Anastasiia sigue usando internet como altavoz. Desde cuentas vinculadas a su figura de “coach de relaciones”, ha publicado mensajes en los que se presenta como víctima de un sistema injusto y se niega a revelar el paradero del niño. Sus publicaciones, analizadas por medios rusos, británicos y españoles, han sido interpretadas como intentos de justificar su huida ante sus seguidores, pero no aportan una sola pista verificable sobre la situación real de Oliver.
El caso ha puesto en evidencia las grietas de la protección internacional de menores. España emitió órdenes y alertas, Reino Unido presta apoyo consular al padre, Rusia ofrece opacidad jurídica y Tailandia aparece ahora como escenario posible, sometido a sus propias normas y tratados. Cada frontera que cruzan madre e hijo añade una capa nueva al laberinto legal, mientras expertos insisten en que este tipo de conflictos debería gestionarse con medidas preventivas estrictas antes de que el menor pueda ser sacado del país.
En Marbella, la casa donde vivía Oliver con sus padres se ha quedado congelada en un antes y un después. Vecinos y amigos describen al pequeño como un niño alegre, muy unido a su padre. En el Reino Unido, la familia paterna vive pegada al teléfono, pendiente de cada noticia, de cada captura de pantalla que pueda aportar una pista. “No buscamos castigo, buscamos a Oliver”, ha insistido Matthew, tratando de que el foco mediático se mantenga en la seguridad del niño y no solo en la guerra entre adultos.
A día de hoy, noviembre de 2025, Oliver Pugh sigue oficialmente desaparecido. No hay confirmación pública de que haya sido localizado en Rusia ni en Tailandia, ni constan imágenes recientes verificadas del pequeño con fecha y lugar claros. La investigación policial española continúa abierta como presunta sustracción parental, con Interpol y las autoridades británicas coordinándose en segundo plano, mientras las redes se llenan de teorías que, muchas veces, solo añaden ruido al dolor.
El caso de Oliver no es sólo la historia de un niño arrancado de su entorno; es también un espejo incómodo de cómo las leyes, los tratados y las fronteras pueden ir por detrás de la velocidad con la que alguien puede subir a un avión con un menor y borrar su rastro detrás de una cuenta de Instagram. Entre custodias, recursos y tecnicismos, quien queda en medio es un niño de tres años que jamás pidió estar en el centro de esta tormenta.
“Cuando la justicia llega tarde, los secuestros no son relámpagos… son sombras largas”, podría escribir cualquiera que siga el caso de Oliver Pugh. Porque aquí no hablamos de un monstruo desconocido, sino de una batalla dentro de una familia, amplificada por la distancia entre países y por la frialdad de los procedimientos. Y mientras abogados y gobiernos discuten, la pregunta sigue siendo la misma desde el primer día: ¿dónde está Oliver?
Si has visto a un niño que responde al nombre de Oliver Pugh —tres años, rubio, ojos azules, aproximadamente 1 metro de altura— en España, Rusia, Tailandia o cualquier otro país, tu información puede marcar la diferencia. La Policía Nacional española, la policía británica y las autoridades locales de cada país implicado siguen pidiendo colaboración ciudadana. Porque a veces, una foto borrosa en un centro comercial, una cara familiar en un avión o un comentario oído por casualidad pueden ser la llave que rompa la pesadilla y devuelva a un niño a casa.
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