El 29 de julio de 2018, Óscar González Barco, vecino de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) y 38 años entonces, se esfumó sin dejar rastro. Su nombre quedó registrado como “persona desaparecida”, pero para su familia esa etiqueta nunca ha sido suficiente: no fue una marcha planificada, no fue un “se fue y ya”. Fue el inicio de un vacío que, a día de hoy, sigue sin rellenarse.
Óscar había crecido en Santa Coloma, entre monopatines, motos, coches y pachangas de fútbol. No era un desconocido en el barrio. Tenía diagnosticada esquizofrenia desde alrededor de 2013–2014, pero llevaba una vida relativamente estable: cobraba una pensión de invalidez, hacía chapuzas de albañilería y seguía integrado en su entorno. La enfermedad requería supervisión, sí, pero no le impedía funcionar ni relacionarse.
Vivía de alquiler, en una habitación dentro del piso de una familia con una hija. Pagaba puntualmente cada mes, cuando le ingresaban la pensión de unos 700 euros. Sus caseros no tenían queja: convivencia tranquila, sin conflictos, sin amenazas de marcha. La última vez que su hermana Conchi lo vio fue el 20 de julio de 2018, cuando regresaba de hacer un pequeño trabajo en casa de un amigo. Parecía cansado, pero no especialmente alterado.
Entre finales de julio y principios de agosto, el rastro se vuelve borroso. Para la familia y QSDglobal, la fecha clave es el 29 de julio: ese es el último día que lo ven sus compañeros de piso; a partir de entonces, dejan de cruzárselo en el pasillo, su habitación permanece cerrada… y el silencio entra por la puerta. Para los Mossos d’Esquadra y el Centro Nacional de Desaparecidos, la referencia oficial es el 1 de agosto de 2018, cuando las bases de datos lo marcan como desaparecido en Santa Coloma de Gramenet.
La llamada de alarma llegó tarde. A finales de agosto, casi un mes después, la familia propietaria del piso telefoneó a Conchi: necesitaban que Óscar retirara sus cosas porque iban a dejar la vivienda… pero hacía semanas que no lo veían. Las hermanas fueron al banco: el dinero de la pensión seguía intacto. Ese detalle –que no hubiera retirado ni un euro– les heló la sangre. Entonces interpusieron la denuncia ante los Mossos d’Esquadra.
Cuando entraron en la habitación, encontraron todos sus documentos y pertenencias personales: ropa, papeles, efectos cotidianos. Lo que no estaba… era él. La policía comprobó hospitales, comisarías y centros penitenciarios. Nada. La única pieza nueva llegó desde Barcelona ciudad: el 1 de agosto, Óscar había acudido al Hospital del Mar para hacerse unas pruebas previas a un tratamiento de desintoxicación. Esa cita médica es, hasta hoy, el último rastro objetivo que se tiene de él.
El podcast Codi 6 de Ràdio 4 y el jefe de la Unidad de Investigación de los Mossos en Santa Coloma, José Barroso, describen a Óscar como “conocido” por la policía: pequeño historial de hurtos, robos contra el patrimonio y algún vehículo, siempre sin violencia, y un entorno de amistades vinculadas a delitos similares. A la enfermedad mental se sumó el consumo esporádico de cocaína, que se agravó tras la muerte de sus padres (madre en 2016, padre en 2018). Pero ni su familia ni los investigadores lo consideraban un hombre violento.
Las primeras semanas de investigación estuvieron marcadas por un problema clave: el tiempo perdido. No tenía móvil, hablaba poco con sus hermanos y nadie pudo fijar con claridad dónde estuvo cada día del tramo final. Entre tres y cuatro semanas pasaron desde la última vez que se supo algo de él hasta la denuncia. Esa demora dificultó recuperar imágenes de cámaras, seguir movimientos y reconstruir un recorrido fiable: cuando quisieron tirar del hilo, muchas grabaciones ya no existían.
En 2019, una fotografía tomada en Valencia encendió de nuevo la esperanza: una vecina captó a tres personas sin hogar y una de ellas se parecía mucho a Óscar. El programa de RTVE Diario de ausencias y foros de desaparecidos difundieron la instantánea; se hicieron gestiones en la ciudad, pero la pista nunca pudo confirmarse. Era como si, cada vez que aparecía una posibilidad, la realidad respondiera con otro portazo.
Mientras tanto, la familia decidió no quedarse quieta. Crearon la página “Buscando a Óscar” en redes, impulsaron una petición en Osoigo dirigida al Parlament de Catalunya y, con la ayuda de la Fundación QSDglobal, convocaron manifestaciones en Santa Coloma. Cada 29 de mes se concentran frente al Ayuntamiento con carteles, fotos y una frase que se repite como un mantra: “Óscar González Barco sigue desaparecido, no os olvidéis de él”.
Los años han pasado, pero Conchi, su hermana, continúa llamando periódicamente al investigador asignado. La respuesta suele ser la misma: no hay sospechosos claros, no hay una línea única que encaje, siguen revisando cualquier pista que entre. Entre rumores (“se fue con una chica”, “se esconde por algo que hizo”) y silencios incómodos en el barrio, ella mantiene una certeza: alguien, en Santa Coloma o alrededores, sabe qué pasó con su hermano y aún no ha hablado.
En junio de 2024, RTVE volvió a poner el foco en la desaparición de Óscar con un episodio monográfico de Código 6: ¿Dónde está Óscar González Barco?. Allí, Mossos y familia coinciden en algo: el caso sigue abierto en el Centro Nacional de Desaparecidos; cualquier llamada, cualquier identificación en la calle, cualquier dato nuevo puede cambiar la historia incluso años después. Por eso su rostro continúa en listados oficiales y campañas de difusión.
Señas físicas que nunca dejan de repetirse: 1,70 m de estatura, complexión fuerte (alrededor de 75–80 kg), pelo rubio oscuro, ojos azules, gafas graduadas, un tatuaje de rosario en el pecho, el nombre “Óscar” en el brazo izquierdo y “Flora” y “Alberto” en las muñecas, en honor a sus padres. Cada vez que se menciona su nombre, su familia espera que alguien, en algún lugar, reconozca ese conjunto irrepetible de rasgos.
La desaparición de Óscar González Barco en Santa Coloma de Gramenet es más que un expediente sin cerrar: es la suma de una enfermedad mal acompañada, un duelo no resuelto, adicciones, amistades peligrosas, retrasos en la denuncia y un sistema que llega tarde a quienes más apoyo necesitan. Un hombre que se fue desdibujando en la frontera entre la calle y el olvido… hasta que, una noche de verano, dejó de estar. Y, desde entonces, su familia pelea por algo tan simple y tan difícil como esto: que vuelva, o al menos, que aparezca la verdad.
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