Sheila Barrero: una bala en la niebla de La Collada y un sospechoso que nunca llegó a juicio

A las primeras luces del 25 de enero de 2004, la carretera de montaña entre Villablino (León) y Degaña (Asturias) se desdibujaba bajo la niebla. Sheila Barrero, 22 años, acababa de cerrar su turno de camarera en un pub de Villablino y emprendía el regreso a casa en su coche. No llegó. Horas después, su hermano encontró el vehículo detenido en el área recreativa del Alto de la Collada; dentro, Sheila estaba sin vida, con un tiro en la nuca. Veinte años después, la pregunta que atraviesa el puerto sigue sin respuesta: ¿quién la obligó a parar y por qué la ejecutó con un disparo a quemarropa? 

La escena del crimen parecía casi teatral. El cuerpo, ordenado en el asiento del conductor, las manos reposadas, los pies sobre los pedales. Según las diligencias, el disparo fue hecho desde el asiento trasero, a “cañón tocante”, y el coche habría sido recolocado tras el ataque en el aparcamiento junto a la carretera. No faltaba dinero, ni el móvil, ni señales de robo: una puesta en escena fría, precisa. En el interior apareció una bufanda negra con un escudo bordado que nadie reconoció como de Sheila ni de su círculo. 

La Guardia Civil reconstruyó aquella madrugada como un encuentro con alguien conocido. El agresor la habría hecho detenerse —adelantamiento y frenazo, o una señal que ella aceptó— y, ya dentro del coche, se situó detrás para inmovilizarla por el cuello. Después, un solo disparo, pequeño calibre, sin estridencias. Quien lo hizo tuvo tiempo para mover el vehículo unos metros, ajustar el cuerpo y desaparecer montaña abajo antes de que el puerto despertara. 


Desde el primer mes, la investigación miró al entorno. Un exnovio de Sheila, identificado en la documentación judicial como Borja V. G., fue el único investigado formalmente. La tesis policial fue clara: crimen relacional, móvil íntimo. Pero no había huellas útiles ni testigos que ubicasen a esa persona en la escena, y las primeras diligencias se estrellaron contra la falta de pruebas directas. En 2008 el caso ya había sufrido un primer archivo por insuficiencia indiciaria. 

Quince años después del crimen llegó el giro que parecía definitivo: reabrieron la causa para aplicar técnicas forenses nuevas. La UCO dijo haber aislado en su día una partícula en la mano del exnovio que coincidía con residuos de disparo presentes en el casquillo utilizado contra Sheila —un rastro de plomo, bario y estaño—, y elevó ese hallazgo como la pieza que faltaba. Durante semanas, titulares en toda España anunciaron que el asesinato de Sheila estaba “resuelto”. 

Pero la euforia forense no sobrevivió al escrutinio judicial. En diciembre de 2019, la Fiscalía pidió el sobreseimiento: entendía que la nueva pericia no alcanzaba el umbral para acusar con garantías. Un mes después, el juzgado archivó provisionalmente. Y en septiembre de 2020 la Audiencia Provincial de Asturias confirmó íntegramente el archivo: las pruebas eran, en su conjunto, “sospechas”, no evidencias suficientes para sentar a nadie en el banquillo. 


El 20º aniversario, en 2024, reabrió las heridas. Degaña volvió a encender velas y la familia de Sheila exigió que el expediente no se cierre en un cajón: temen que el caso prescriba si no se producen diligencias con peso. La crónica, pese a dos décadas de trabajo policial, sigue siendo la de un crimen sin autor conocido y con un nombre señalado que, hasta hoy, no ha sido acusado formalmente por los tribunales. 

Más allá de un sospechoso, hay detalles que han resistido el tiempo como enigmas: la maniobra que la obligó a detenerse en mitad de una subida; el aparente orden del cuerpo, incompatible con una lucha prolongada; la ausencia de robo; y la bufanda negra sin dueño. En la mezcla, la montaña ofrece una coartada perfecta: niebla espesa, madrugada y un puerto con suficientes recodos para irse sin dejar huella. 

El expediente Sheila es, también, la historia de los límites de la ciencia forense aplicada a hechos antiguos. La cadena de custodia, las técnicas disponibles en 2004 y la interpretación probabilística de micro-residuos se midieron, años después, con estándares más exigentes. La justicia recordó el principio básico: sin evidencia concluyente, no hay acusación viable. Y así, lo que la policía consideró “indicios categóricos” se transformó en un castillo de arena dentro del proceso. 


En el Alto de la Collada el silencio suena todavía a disparo. Sheila Barrero vuelve a casa cada enero en los carteles, en las flores dejadas junto a la barandilla del mirador, en la tristeza desconcertada de un pueblo pequeño. La montaña aprendió a guardar secretos; la justicia, a desconfiar de las certezas fáciles. Y el caso, pese a las vueltas, sigue preguntando lo mismo: ¿quién se subió atrás y apretó el gatillo sin dejar rastro? 

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