Era la madrugada del 11 de agosto de 1992 cuando San Sebastián todavía dormía y el barrio de Intxaurrondo se preparaba para otro día de Semana Grande: fuegos artificiales, verbenas, ruido de fondo. A esa misma hora, Anabel Merino Dávila, 21 años, salía de casa con prisa, rumbo a un turno temporal en el Oncológico de Donostia. No llegó. Minutos después, a muy pocos metros de su portal, alguien la interceptó en la oscuridad. Su cuerpo apareció en un sendero entre el paseo de Zarategui y el de Mons. Desde entonces, su nombre habita la lista de crímenes sin resolver del País Vasco.
Anabel no era un nombre anónimo en un papel. Su familia la recuerda como una joven que desbordaba energía, “con prisa por vivir”, dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad. Tenía pareja, proyectos de futuro, y aquel trabajo en el centro oncológico guipuzcoano era un paso más en una vida que parecía despegar. Vivía con sus padres en Intxaurrondo, a pocos minutos caminando de la parada donde una compañera pasaba en coche para recogerla en los turnos de madrugada. Era un trayecto breve, conocido, que había hecho muchas veces sin pensar que pudiera ser peligroso.
La jornada del 11 de agosto estaba marcada por las fiestas: Semana Grande donostiarra, ruido residual toda la noche, gente que volvía tarde a casa. Sobre las seis de la mañana, Anabel salió para ir al trabajo y se colocó en el lugar habitual donde debía esperar a su compañera. Esa compañera llegó a pasar por allí… pero Anabel nunca se subió al coche. En ese pequeño hueco de tiempo, entre la espera y el viaje que no sucedió, se condensó la tragedia.
Según reconstruyó la prensa local y recogieron después foros y crónicas de sucesos, una persona la abordó por sorpresa y la desvió hacia un camino-atajo que une el paseo de Zarategui con el de Mons, en plena cuesta arbolada de Intxaurrondo. Allí, fuera de la vista directa de la calzada, el agresor la atacó con un arma blanca: le asestó una herida en el abdomen y varios cortes profundos en el cuello, hasta casi seccionarlo por completo. Algunos vecinos escucharon gritos, pero los confundieron con el ruido habitual de las fiestas. Nadie salió a mirar. Esa mezcla de costumbre y ruido fue el primer aliado del asesino.
El cuerpo de la joven fue localizado poco después. Patrullas de la policía municipal acordonaron el lugar y empezaron las primeras diligencias. A esa misma hora, el padre de Anabel salía de casa para ir al trabajo; al ver el revuelo, se acercó a preguntar qué había pasado. Le dijeron que habían matado a una chica. Él solo pudo contestar una frase que, décadas después, sigue doliendo al leerla: “Mi hija ha pasado por aquí”. Cuando se acercó al cadáver y levantó la vista, ya no hubo dudas: era su hija.
A partir de ahí, la vida de la familia se rompió para siempre. La madre, Isabel Dávila, ha contado que no la dejaron verla ni velarla; ni siquiera pudo darle un último beso de despedida. En la investigación se habló de una fuente pública cercana, donde el agresor se habría lavado las manos manchadas de sangre antes de desaparecer calle abajo. Aquella fuente quedaba en el camino cotidiano de los padres; con el tiempo, la familia decidió mudarse de piso para no tener que pasar cada día por el cruce donde atacaron a Anabel y por ese punto exacto donde imaginaban al asesino borrando sus huellas a plena luz del alba.
La investigación recayó primero en la Policía Nacional. La propia madre describió después el trabajo de aquellos primeros años como “una chapuza”: no se recogió ni conservó ninguna prueba que permitiera identificar al autor, no apareció el arma, no hubo rastro útil ni testigos capaces de señalar a alguien con garantías. El tiempo empezó a correr a favor del agresor. Sin indicios sólidos, el Juzgado de Instrucción nº 2 de San Sebastián acabó archivando el caso “por falta de autor conocido”. Un crimen brutal en un barrio densamente poblado se quedaba, al menos de momento, sin culpable.
A mediados de los años 90 se produjo un primer giro. El caso se reabrió cuando la Asociación Clara Campoamor ofreció apoyo jurídico a la familia y puso sobre la mesa un nombre que ya era sinónimo de violencia: Pedro Luis Gallego Fernández, el llamado “violador de la media luna”, condenado por agresiones y asesinatos cometidos en Valladolid y otras zonas. La hipótesis era que pudiera estar relacionado también con la muerte de Anabel. Gallego fue trasladado a San Sebastián y declarado ante el juez, pero negó su implicación y el magistrado consideró que no había elementos suficientes para incriminarlo. La causa se volvió a archivar en 1996, sin avances.
Lejos de rendirse, la familia siguió moviendo hilos. Ofrecieron una recompensa a quien aportara información útil y pidieron públicamente la colaboración de cualquier vecino que supiera algo. Algún tiempo después, una llamada anónima puso el foco en otro posible sospechoso: un ciudadano español que se habría marchado a un país de Sudamérica y se encontraba allí en prisión por otro delito. El juzgado pidió permiso a ese Estado y una comisión de policías viajó para interrogarlo en la cárcel. Nada encajó lo suficiente como para sostener una acusación; esa vía también se cerró en falso y el caso volvió a acumular polvo en un archivo.
En entrevistas posteriores, Isabel Dávila ha admitido que tiene una sospecha concreta sobre quién podría haber sido, alguien del entorno de Intxaurrondo, pero ha preferido no señalar nombres en público ni desencadenar una guerra sin pruebas. “Hay personas en el barrio que saben quién le quitó la vida a mi hija”, llegó a decir, pidiendo que pensaran en que “un asesino anda suelto”. La sensación de que la verdad está cerca pero no alcanza el umbral de la prueba judicial ha sido, durante décadas, una condena añadida para la familia.
Mientras tanto, el nombre de Anabel Merino se ha mantenido vivo en la memoria colectiva. En 1992, el barrio salió a la calle: Intxaurrondo organizó una marcha de protesta por el asesinato, recogida por El Diario Vasco bajo el titular “Intxaurrondo protestó por el asesinato de la joven Ana Isabel” —un error con el nombre que hoy duele, pero que demuestra que, ya entonces, el vecindario se negó a mirar hacia otro lado. En 2022, al cumplirse 30 años del crimen, el mismo periódico publicó una crónica titulada “Una herida abierta por Anabel y un caso sin cerrar”, donde la madre resumía su estado en dos palabras: dolor y amargura.
En 2023, el antropólogo forense Paco Etxeberria volvió a colocar el caso en el centro del debate en un programa de EITB sobre crímenes sin resolver en Euskadi. Hablaba del asesinato de Anabel y del de Laura Orue como ejemplos de expedientes en los que se juntaron todos los factores que arruinan una investigación: noche, ausencia de testigos fiables, poca tecnología forense en la época y un agresor que supo desaparecer sin dejar un rastro procesable. No se trata de excusar errores, sino de explicar por qué, tres décadas después, no hay un nombre en la casilla de “autor” en el sumario.
Hoy, el asesinato de Anabel Merino Dávila sigue oficialmente sin resolver. No hay noticias de nuevas reaperturas, ni de avances forenses, ni de ADN milagroso que haya aparecido en un almacén. En listas de casos sin resolver de los años 80 y 90, su nombre aparece junto a otros muchos crímenes de mujeres jóvenes en España, configurando un mapa de violencia que duele ver alineado en columnas de hemeroteca. Para su familia, sin embargo, no es una estadística: es una silla vacía en las comidas, una fuente en la que ya no pueden mirar, un barrio que lleva tatuado un punto del plano donde la noche se quedó para siempre.
Contar hoy el caso de Anabel Merino es una forma de devolverle lo que el expediente nunca pudo darle del todo: memoria y dignidad. Anabel era una hija, una pareja, una trabajadora que iba a cumplir un turno de madrugada y fue arrancada del camino a unos pasos de su portal. Su asesino —o asesina— sigue sin nombre en los papeles, pero el barrio y su familia no han olvidado. Y, como recuerdan sus padres cada aniversario, “quien sepa algo aún está a tiempo de decirlo”. Mientras esa frase siga en el aire, el caso de Anabel no será solo una sombra de 1992, sino una pregunta abierta que la ciudad todavía le debe responder.
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