Nora Ayala tenía 16 años cuando su historia se rompió para siempre en una noche de septiembre de 2011, en Palma de Mallorca. Era una chica de clase media, estudiante de 3º de ESO, que vivía con sus padres en un barrio tranquilo. No estaba en situación de exclusión, no vivía en la calle, no “buscaba problemas”. Y sin embargo, su nombre quedó unido para siempre a una de las tramas más oscuras de explotación de menores destapadas en España: la Operación Nancy.
En casa la recuerdan como una adolescente con carácter, con días buenos y días malos, como tantas chicas de su edad. Sus padres, Francisco y Teresa, trabajaban, hacían esfuerzos para darle una vida estable, y pensaban que controlaban más o menos el mundo de su hija. Ella iba al instituto, quedaba con amigas en el parque del Otta, en Palma, y volvía a casa… o eso creían. Lo que no sabían era que en ese mismo parque alguien había puesto los ojos en Nora y en otras chicas, viéndolas no como adolescentes, sino como futura mercancía.
La tarde del 25 de septiembre de 2011, Nora salió de casa sobre las nueve de la noche. No era raro que se reuniera con amigas. Pero aquella vez no regresó a la hora pactada. Sus padres empezaron con las llamadas, los mensajes, esa inquietud que va subiendo de nivel cuando el móvil no responde. Al final decidieron salir a buscarla. Bajaron las escaleras del edificio… y allí, en el descansillo del primer piso, la encontraron tendida en el suelo, muy cerca de la puerta de su casa. No respiraba. A simple vista tenía una herida en la barbilla y restos de sangre.
En un primer momento, la noticia se contó como un posible accidente: una caída por las escaleras, una mala noche. Pero la autopsia habló de otra cosa. Los forenses concluyeron que Nora había fallecido por una sobredosis de sustancias estimulantes, concretamente una mezcla de cocaína y heroína, con algunas lesiones añadidas por golpes. Lo que en los titulares aparecía como “una caída” era, en realidad, el final de una espiral que llevaba meses devorándola por dentro y que sus padres no habían logrado ver a tiempo.
Ese hilo oculto arrancaba en el parque donde Nora se reunía con sus amigas. Allí apareció en 2009 una mujer de unos 35–36 años, con adicción grave, que empezó a hacer de “amiga mayor”. Se llamaba Eva María Vera. Iba con frecuencia con su hija pequeña al parque del Otta, se acercaba a las chicas, les hablaba, les ganaba la confianza. Primero llegaron los cigarros, luego el alcohol, más tarde “algo para animarse”, hasta que aquellas adolescentes de 14 años se vieron metidas en el consumo de polvo blanco y otras sustancias que jamás habrían conocido de no ser por esa mediación adulta.
El mecanismo de la red era perverso y frío. Una vez iniciada la dependencia, entraba en escena Edison Cornelio Flores, alias Eric, un vendedor de droga a pequeña escala, de origen ecuatoriano, que se convirtió en el proveedor habitual. A cambio de dosis o de dinero para pagarlas, las chicas eran empujadas a mantener encuentros íntimos con adultos en pisos y otros espacios, siempre bajo la presión de la deuda, del miedo y de la propia adicción. No eran “fiestas”, no eran decisiones libres: era una forma de explotación donde la voluntad de las menores se iba apagando a base de sustancia y chantaje.
En casa, Francisco y Teresa solo veían parte del cuadro: cambios de humor muy bruscos, mentiras pequeñas que crecían, dinero que desaparecía, bajón en los estudios. Les preocupaba, pero nunca imaginaron el nivel de infierno al que su hija estaba siendo arrastrada. Según contaría después el padre, “nuestra hija se nos fue en seis meses porque cayó en manos de una red organizada”. La doble vida de Nora aguantó hasta que su cuerpo dijo basta aquella noche de septiembre.
La muerte de Nora podría haberse quedado en un parte forense y una familia rota. Pero sus padres decidieron no aceptar un “simple accidente por consumo”. Revisaron el ordenador y el teléfono móvil de su hija, descifraron mensajes en clave que había enviado a amigas y a adultos de ese entorno, y se presentaron con todo en comisaría. Aquellos SMS, chats y contactos fueron el punto de partida para que la Policía Nacional trazara un mapa de la red que había atrapado a la adolescente.
En mayo de 2012, nueve meses después de la muerte de Nora, la policía ponía en marcha la Operación Nancy. Ocho personas eran detenidas en Palma, acusadas de formar parte de una trama que enganchaba a chicas muy jóvenes al consumo de sustancias y luego las utilizaba para prestar “servicios” a adultos a cambio de dinero o de dosis. Entre las víctimas identificadas había al menos cuatro menores: Nora, dos amigas suyas y otra joven con discapacidad intelectual. Todas habían sido captadas en el mismo parque y atrapadas con un patrón que se repetía: cercanía, seducción, dependencia, control.
El juicio se celebró en 2013 en la Audiencia Provincial de Baleares, en buena parte a puerta cerrada para proteger a las víctimas. En febrero de 2014, la Sala dictó sentencia: 59 años de prisión en total para siete acusados, por delitos contra la salud pública, inducción a la prostitución y corrupción de menores, entre otros. Los dos cabecillas se llevaron las penas más altas: 17 años y medio para Edison Cornelio Flores y 15 años y medio para Eva María Vera. No se les acusó directamente de la muerte de Nora, pero el tribunal dejó claro que esa muerte era la consecuencia extrema de la espiral de consumo y explotación que ellos mismos habían puesto en marcha.
La batalla judicial no terminó ahí. Una de las claves del caso fue, precisamente, el debate sobre si los padres de Nora habían vulnerado la intimidad de su hija al acceder a sus mensajes para identificar a quien le suministraba sustancias. En 2014, el Tribunal Supremo zanjó la cuestión: consideró lícito que los progenitores de una menor fallecida revisen su móvil para defender sus intereses y colaborar con la justicia, y confirmó íntegramente los 59 años de prisión impuestos por la Audiencia. Aquella resolución se convirtió en referencia en España sobre el uso de mensajes privados de víctimas menores en procedimientos penales graves.
Aun así, para la familia de Nora, la sentencia fue también un recordatorio de todo lo que se había hecho tarde. Artículos en prensa local y nacional hablaron de una cadena de fallos del sistema: nadie detectó a tiempo que en un parque de Palma una mujer adulta estaba captando menores; nadie reparó en las señales de alerta en el instituto; nadie, fuera de la familia, se preguntó qué había detrás de los cambios bruscos de aquella chica de 16 años. Algunas crónicas definieron la sentencia como “una vergüenza” en el sentido más amargo: una confirmación de que el sistema llega a veces cuando ya solo queda repartir culpas, no salvar vidas.
Hoy, más de una década después, el caso de Nora Ayala sigue citándose en informes sobre trata interna y explotación de menores en España. Se recuerda como ejemplo de cómo una red puede construir dependencia donde no hay pobreza extrema, utilizando la sustancia como cadena invisible. También se ha relacionado con casos posteriores, como el escándalo de las menores tuteladas captadas en Mallorca para encuentros con adultos, mostrando que el problema no era un hecho aislado, sino parte de una realidad más amplia y estructural.
Contar hoy la historia de Nora con las palabras medidas no significa suavizar el horror, sino proteger su memoria de cualquier morbo. Nora no fue “una chica problemática” ni “una menor que se metió en líos”, fue una adolescente a la que una red adulta fue acercando paso a paso a un precipicio del que no pudo volver. Su muerte destapó la Operación Nancy y llevó a varios responsables a prisión, pero nada de eso compensará nunca el hueco que dejó en su casa, en esa escalera donde sus padres la encontraron por última vez. Cada vez que repetimos su nombre con respeto, cada vez que contamos su caso sin culparla a ella, estamos haciendo algo pequeño pero importante: recordar que la responsabilidad jamás puede ponerse sobre los hombros de una niña de 16 años, sino sobre quienes decidieron ver en ella un negocio.
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