Parla tiene parques que, a ciertas horas, parecen hechos para lo sencillo: pasear al perro, bajar el ritmo, respirar un poco antes de volver a casa. La tarde del 30 de junio de 2022, ese escenario cotidiano se volvió irreconocible cuando Cristina Romero, de 18 años, fue abordada cerca de su domicilio y sufrió una agresión con arma blanca que le causó un final irreversible.
Cristina era una chica joven, con planes que todavía estaban creciendo en voz alta. Algunos medios contaron que quería estudiar Medicina, como si ya hubiera elegido dedicar la vida a cuidar a otros, sin imaginar que la suya terminaría dependiendo de una ambulancia y de una puerta de urgencias.
La historia, sin embargo, no empezó ese día. Empezó antes, en la adolescencia, cuando muchas relaciones se viven como si fueran todo el mundo. En el juicio se describió que ambos se conocieron en un instituto de Parla y que la relación fue, para ella, algo que con el tiempo se fue llenando de señales de control y de miedo que no siempre se cuentan a tiempo.
Hay violencias que no llegan de golpe: se instalan. Primero como frases que duelen “solo un poco”, como celos disfrazados de preocupación, como la necesidad de saber dónde estás, con quién hablas, qué publicas, qué decides. Y cuando el control se normaliza, la víctima suele sentirse cada vez más sola, como si explicar lo que pasa fuera “exagerar”, aunque por dentro ya esté viviendo en alerta.
Cuando Cristina rompió definitivamente la relación, el relato judicial y periodístico mostró un patrón conocido: él no aceptó que ella siguiera adelante. Hubo una vigilancia obsesiva, resentimiento, y esa idea tóxica de que la felicidad ajena es una provocación. A veces el peligro no es la ruptura, sino lo que ocurre cuando la otra persona cree que perder el control es “perderlo todo”.
El 30 de junio de 2022, Cristina paseaba a su perro como tantas otras veces. En ese parque cercano a casa, su expareja la sorprendió y la atacó, causándole decenas de heridas —la cifra que se repitió en el procedimiento fue 42—, un dato que no es morbo: es la medida de una violencia que no se detuvo cuando debía detenerse.
Hubo llamadas al 112, gente intentando ayudar, y una carrera desesperada hacia el hospital. Cristina fue trasladada al Hospital 12 de Octubre y, pese a la atención médica, perdió la vida al día siguiente, en vísperas de cumplir 19 años. Para su familia, ese “día siguiente” quedó clavado como una fecha que divide el tiempo en dos mitades.
Parla respondió con duelo: concentraciones, flores, homenajes, un silencio compartido que no alcanzaba para explicarlo. Su nombre dejó de ser solo el de una alumna o una vecina y pasó a ser una herida pública, porque cuando una chica de 18 años pierde la vida así, el barrio entero entiende que el miedo puede vivir demasiado cerca.
El agresor fue detenido y permaneció en prisión mientras avanzaba el procedimiento. La Comunidad de Madrid llegó a personarse como acusación particular en casos de muertes violentas de mujeres, incluyendo el de Cristina, subrayando el impacto social del caso y la necesidad de respuesta institucional.
La instrucción fue larga y el juicio no llegó hasta septiembre de 2025, con jurado popular en la Audiencia Provincial de Madrid, tras años marcados por recursos y trámites. Esa espera es otra forma de desgaste: para la familia, significa revivir una y otra vez lo ocurrido mientras la vida intenta seguir sin lograrlo.
En sala se escucharon testimonios difíciles: testigos que describieron la escena, el impacto, la sensación de no poder detener lo que estaba pasando. También hablaron los padres, y la madre de Cristina reclamó públicamente que no se niegue la violencia contra las mujeres, porque existe y deja nombres propios en las lápidas.
El propio acusado terminó admitiendo su responsabilidad y expresó una frase que retrata el núcleo del control: dijo que le molestaba que ella fuera feliz. No es una explicación que sirva; es una confirmación de lo que tantas víctimas cuentan: que, para algunos, la libertad de una mujer se vive como una ofensa personal.
El 9 de octubre de 2025, el jurado lo declaró culpable de asesinato con alevosía y ensañamiento, apreciando además la agravante de violencia de género (y también la de parentesco, sobre la que se advirtió que podía discutirse técnicamente). Ese veredicto puso por escrito algo que la familia llevaba años sosteniendo con el cuerpo: lo que pasó no fue un arrebato romántico, fue violencia.
Días después, el 17 de octubre de 2025, llegó la sentencia: 20 años de prisión, la pena mínima prevista para ese delito en el marco valorado por el tribunal, considerando factores como la reparación del daño (se informó del depósito de una cantidad para indemnización) y otros elementos debatidos en el proceso. La condena es un cierre judicial, pero no reconstruye la vida que Cristina iba a vivir.
Y ahí queda la parte más amarga: la justicia puede medir años, pero el duelo no sabe contar así. Para quienes la amaban, Cristina no es un expediente ni un titular; es una silla vacía, una voz que falta, un futuro que no llegó. Nombrarla con respeto es resistirse a que su historia se convierta solo en estadística.
Si algo debe encender esta historia es la conciencia. Señales de alerta frecuentes: control del móvil, aislamiento, humillaciones, amenazas veladas, “perdóname” que se repite después del daño, miedo a romper, miedo a contar. En España, ante peligro inmediato se debe llamar al 112; y para orientación y apoyo especializado existe el 016 (también WhatsApp 600 000 016 y canales online), gratuito y confidencial. Pedir ayuda no es exagerar: es intentar llegar antes de que sea tarde.
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