Naiara Abigail Briones Benítez tenía 8 años y una vida que, sobre el papel, debía ser sencilla: colegio, dibujos, juegos, veranos largos. Había nacido el 1 de octubre de 2008 en Posadas (Misiones, Argentina) y desde muy pequeña vivía en Sabiñánigo (Huesca), un lugar tranquilo, de montaña y vecinos que se cruzan cada día. Pero dentro de su casa —según reconstruyó la investigación— la rutina no era refugio, era una tensión constante, una especie de mundo paralelo donde el miedo se escondía detrás de la palabra “educación” y donde los castigos iban mucho más allá de lo imaginable.
El caso se volvió nacional en julio de 2017, cuando Naiara ingresó gravemente herida y la explicación inicial que se intentó instalar —que se había caído por una escalera— empezó a desmoronarse casi de inmediato ante lo que veían los sanitarios y, después, los investigadores. No eran señales propias de un accidente doméstico. Era otra cosa. Y cuando el cuerpo de una niña habla así, la realidad se vuelve imposible de tapar con una frase rápida.
En el centro de la historia aparece Iván Pardo Peña, hermano del padrastro de Naiara, señalado como quien ejerció el episodio final de violencia extrema dentro de la vivienda familiar. Los primeros datos que trascendieron hablaban de que la encerró en una habitación y la sometió a un castigo prolongado. Más tarde, durante el proceso judicial, se sostuvo que aquello no fue un “arrebato” sin contexto: fue la culminación de un patrón de maltrato que se había normalizado puertas adentro, en un ambiente donde una niña de ocho años terminó tratada como si no tuviera derecho a equivocarse, a llorar o a ser simplemente una niña.
La investigación también fue mirando alrededor, porque en estos casos rara vez hay una sola persona y un solo minuto. Hubo diligencias para determinar si otras personas del entorno habían contribuido, permitido o alentado el maltrato. La prensa recogió sospechas iniciales sobre la participación o presencia de menores en la escena, y la instrucción se centró en el núcleo familiar para entender cómo un daño así pudo crecer sin freno dentro de una casa donde, desde fuera, la vida parecía seguir como siempre.
Mientras tanto, el pueblo de Sabiñánigo quedó suspendido entre incredulidad y culpa colectiva: ese “¿cómo no lo vimos?” que aparece cuando lo impensable ocurre cerca. Porque cuando una niña vive con miedo, muchas señales pueden confundirse con timidez, con carácter, con “cosas de críos”. El caso de Naiara golpeó justamente ahí: en la facilidad con la que una violencia sostenida puede camuflarse en lo cotidiano si el entorno no tiene herramientas —ni costumbre— de nombrarla a tiempo.
El proceso avanzó y la Fiscalía anunció que pediría la prisión permanente revisable, una pena excepcional en España y especialmente relevante en Aragón. Ese dato ya anticipaba algo: lo que se investigaba no era un hecho leve ni discutible, sino una agresión gravísima contra una menor, con elementos que el Código Penal reserva para los casos más extremos. En paralelo, el debate público creció como crecen estos casos: con indignación, con dolor, con la pregunta insistente de cómo se protege a un menor cuando el peligro vive dentro del hogar.
El juicio llegó en septiembre de 2020 y el jurado popular declaró a Iván Pardo culpable por unanimidad. La noticia, aun sin entrar en detalles explícitos, fue difícil de leer: los hechos descritos en sala mostraban un nivel de crueldad incompatible con cualquier excusa, y la unanimidad del jurado reflejaba que las pruebas eran contundentes. Para la familia, para el pueblo y para cualquiera que siguiera el caso, esa unanimidad no reparaba nada, pero al menos fijaba una verdad judicial clara: a Naiara le habían arrebatado la vida.
Pocos días después, el 7 de octubre de 2020, la Audiencia Provincial de Huesca dictó sentencia: prisión permanente revisable para Iván Pardo Peña, convirtiéndolo en el primer condenado a esa pena en Aragón. La resolución marcó un hito por su dureza y por lo que simbolizaba: que el sistema consideraba el caso de gravedad máxima. Pero incluso en la palabra “hito” hay una tristeza profunda, porque ningún récord judicial debería construirse sobre la vida de una niña.
La historia no se cerró ahí, porque llegaron los recursos. Hubo discusión sobre agravantes, sobre maltratos previos, sobre la participación o responsabilidad del entorno y sobre indemnizaciones. Ese tramo fue importante porque en casos así no solo se juzga el momento final, también se juzga el clima que lo permitió: quién miró hacia otro lado, quién normalizó castigos “como método”, quién dejó a la víctima sin una puerta de salida. Los recursos fueron revisados por instancias superiores y el caso siguió vivo en los tribunales.
En febrero de 2021, el Tribunal Superior de Justicia de Aragón ratificó la condena de prisión permanente revisable, desestimando los recursos presentados. Era otra confirmación de que el fallo se sostenía. Y aun así, el caso seguía teniendo un ruido propio: el de una familia rota y el de una sociedad que, aunque viera la condena como “justa”, seguía preguntándose por qué la protección no llegó antes.
Finalmente, en julio de 2021, el Tribunal Supremo cerró definitivamente el caso en lo esencial, rechazando peticiones para endurecer penas por maltrato y resolviendo también cuestiones relativas a indemnizaciones. Con ese punto final judicial, el expediente se archivaba en términos legales, pero la memoria no se archiva: queda flotando en el pueblo, en el colegio, en quienes alguna vez cruzaron a Naiara sin saber lo que pasaba al otro lado de su puerta.
Años después, el caso volvió a aparecer en titulares por derivadas penitenciarias y accesorias. En 2024, por ejemplo, se informó de que el padrastro y la abuelastra —condenados por su papel en el maltrato y por permitir una forma de “disciplina” desproporcionada— habían cumplido una pena accesoria que les impedía portar armas. Ese tipo de noticia es pequeña frente a lo ocurrido, pero recuerda algo incómodo: en esta historia hubo adultos alrededor, y el maltrato no creció en un segundo; creció porque tuvo espacio.
El caso Naiara Abigail Briones Benítez sigue estremeciendo por una razón muy concreta: no ocurrió en un lugar oscuro y desconocido, ocurrió en una casa, en un pueblo donde la vida parecía normal. Y por eso su nombre se repite, no como espectáculo, sino como advertencia: las señales importan, la protección temprana importa, y el silencio —cuando se trata de un menor— puede ser una forma de abandono. Naiara tenía ocho años, y esa debería haber sido toda la historia; el resto es el recordatorio más duro de lo que pasa cuando la violencia se disfraza de rutina y nadie la frena a tiempo.
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