Caso Rosa Elvira Cely: la llamada al 123 desde el Parque Nacional y el crimen que cambió la ley en Colombia



Rosa Elvira Cely tenía 35 años, vivía en Bogotá y era madre. De día trabajaba como vendedora informal y por las noches estudiaba para terminar el bachillerato. Su vida era la de miles de mujeres que sostienen el mundo a pulso: jornadas largas, responsabilidades, la esperanza de mejorar. Pero entre la noche del 24 de mayo de 2012 y la madrugada siguiente, esa rutina se rompió de la manera más cruel en el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, un lugar que muchos bogotanos asocian con caminar, descansar y mirar la ciudad desde otro ángulo. 

Esa noche, después de salir de clases, Rosa Elvira estuvo con dos compañeros: Mauricio Ariza y Javier Velasco Valenzuela. Según la reconstrucción del caso, al retirarse, Ariza se fue por su lado y Velasco le ofreció llevarla en moto. En algún punto, el trayecto se desvió hacia la zona boscosa del parque. Allí ocurrió el ataque: Rosa Elvira fue sometida a una agresión brutal y quedó gravemente herida. Lo que hace este caso particularmente estremecedor es que no fue un desconocido en la oscuridad: fue alguien del mismo entorno de estudio, alguien que ya había compartido una conversación y una salida “normal” minutos antes. 

En medio del dolor y la confusión, Rosa Elvira logró hacer lo que casi nadie imagina posible en un momento así: pedir ayuda. Se ha documentado que realizó llamadas a la línea de emergencias 123 de Bogotá en la madrugada del 25 de mayo de 2012, intentando ubicar a las autoridades en el lugar exacto. Ese detalle —una mujer pidiendo auxilio desde el monte, dando pistas para que la encuentren— es una de las imágenes más difíciles de borrar, porque convierte el crimen en algo aún más cercano: no fue “instantáneo”, hubo un margen en el que todavía podía llegar la asistencia. 


La respuesta institucional, sin embargo, quedó bajo fuertes cuestionamientos públicos. Diversas reconstrucciones señalan demoras y fallas en la atención y el traslado, y esa discusión se volvió parte del caso: no solo importaba quién la atacó, sino qué pasó con la ayuda que ella alcanzó a pedir. Años después, esa dimensión reaparecería con fuerza en decisiones y debates sobre responsabilidades del Estado. 

Rosa Elvira fue llevada al Hospital Santa Clara y permaneció en estado crítico. Los reportes señalan que sufrió un deterioro severo durante su estancia y que finalmente falleció el 28 de mayo de 2012, cuatro días después del ataque. El país entero siguió el caso como si cada titular fuera una bofetada: por la violencia del hecho, por el lugar donde ocurrió, por el miedo que dejó en mujeres que entendieron el mensaje más oscuro de todos: incluso un parque “público” puede volverse una trampa cuando alguien decide hacer daño. 

En la investigación, el nombre que quedó en el centro fue el de Javier Velasco Valenzuela. Rosa Elvira alcanzó a mencionar a la Policía los nombres de las personas con quienes había estado esa noche, y ese punto fue determinante para orientar la pesquisa. Mauricio Ariza terminó desvinculado, mientras Velasco quedó como principal investigado. La historia empezó a mostrar un patrón inquietante: el agresor no apareció de la nada; estaba lo suficientemente cerca como para ganarse confianza y, luego, convertir esa cercanía en control. 


El caso destapó además un elemento que alimentó la indignación: en fuentes públicas se mencionaron antecedentes y denuncias previas contra Velasco por otros hechos graves. Para muchas personas, esto reforzó una pregunta dolorosa: cómo alguien con señales de riesgo pudo mantenerse libre sin una intervención eficaz que evitara una tragedia. Ese debate —prevención, alertas ignoradas, fallas en el sistema— acompañó el caso durante años y lo convirtió en símbolo de algo más grande que un expediente. 

En lo judicial, se registró que Velasco aceptó responsabilidad en el proceso, lo que influyó en la pena. Una fuente ampliamente citada indica que fue condenado a 48 años de prisión a finales de 2012. En paralelo, existen referencias mediáticas que mencionan cifras mayores en relatos posteriores, pero el dato consistente en varias fuentes abiertas es el de la condena de 48 años en ese cierre inicial del caso. 

El impacto social fue inmediato y masivo. Organizaciones de mujeres y colectivos salieron a las calles, no solo para exigir castigo, sino para denunciar una realidad que ya existía y que este caso dejó imposible de negar: la violencia contra las mujeres estaba normalizada en demasiados espacios. La Ruta Pacífica de las Mujeres, por ejemplo, publicó pronunciamientos de repudio y dolor en los días posteriores, y el nombre de Rosa Elvira empezó a repetirse como una bandera: no por “un caso aislado”, sino por una historia que representaba a muchas. 


Con el tiempo, la historia de Rosa Elvira se convirtió en una bisagra legal. En 2015, Colombia promulgó la Ley 1761, conocida como Ley Rosa Elvira Cely, que creó el delito de feminicidio como figura autónoma y buscó fortalecer investigación y sanción en crímenes contra mujeres por razones de género. En otras palabras: su nombre quedó ligado a un cambio normativo que intentó evitar que historias así se investiguen con menos urgencia o se minimicen como “hechos comunes”. 

Años después, el caso volvió a la conversación pública por la vía de la responsabilidad estatal. En 2023 se informó que entidades del Estado debían reparar a la familia por negligencias vinculadas a la atención y el manejo del caso, reabriendo la discusión sobre qué significa “responder a tiempo” cuando una mujer llama pidiendo auxilio. No es un detalle administrativo: es la diferencia entre llegar o no llegar, entre proteger o abandonar. 

En Bogotá, el Parque Nacional no volvió a sentirse igual para muchas personas. El nombre de Rosa Elvira quedó asociado a un punto exacto del mapa y a un miedo que no es paranoia: es memoria. Su caso obligó a mirar de frente lo que tantas veces se intenta tapar con costumbre: que la violencia puede nacer de alguien cercano, que el peligro puede aparecer en un trayecto cotidiano, y que la respuesta institucional puede fallar en el peor momento. 


Hoy, hablar del Caso Rosa Elvira Cely es hablar de tres heridas que se tocan: una mujer a la que le hicieron un daño irreparable, una familia que tuvo que convertir el duelo en lucha, y un país que cambió su legislación con su nombre en la portada. La ley existe, las condenas existen, pero el mensaje más importante sigue siendo humano: cuando una mujer pide ayuda, el sistema no puede dudar, no puede tardar, no puede mirar para otro lado… porque a veces, en ese margen mínimo, se juega la vida. 

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