Caso Celia Barquín Arozamena: la campeona española que salió a entrenar en Iowa y no volvió


Celia Barquín Arozamena tenía 22 años, era de Puente San Miguel (Reocín, Cantabria) y venía de firmar el mejor año de su carrera. En julio de 2018 se había coronado campeona del European Ladies’ Amateur Championship, y en Estados Unidos ya la señalaban como una de las grandes promesas que no solo ganaba torneos: también estudiaba Ingeniería Civil y se había convertido en un orgullo para Iowa State University. 

Quienes seguían su trayectoria recuerdan esa mezcla rara que tienen algunos atletas: competitiva sin perder la sonrisa, disciplinada sin volverse fría, ambiciosa sin dejar de ser cercana. Iowa State la destacó como campeona del Big 12 y Female Athlete of the Year del curso, y su entorno universitario la describía como una embajadora del equipo, alguien que hacía comunidad. 

El lunes 17 de septiembre de 2018, Celia salió a practicar golf en Ames, Iowa, en el campo de Coldwater Golf Links. Era una mañana normal para quien vive en el deporte: bolsa al hombro, rutina de golpes, concentración y silencio. A las 10:24 a. m., la Policía de Ames recibió una llamada: habían encontrado una bolsa de golf abandonada y no veían a la jugadora cerca. Lo que parecía una alerta extraña se convirtió, minutos después, en un hallazgo devastador. 


Los agentes llegaron y localizaron a Celia sin vida, en una zona del campo cercana a un estanque. Las fuentes policiales y periodísticas describieron señales de un ataque con arma blanca. En ese punto, el caso dejó de ser solo una tragedia deportiva: pasó a ser una investigación urgente, con un escenario abierto al público, donde cada huella podía borrarse con el paso de personas, el viento y el agua. 

La investigación apuntó rápidamente a un hombre identificado como Collin Daniel Richards, de 22 años, descrito en la prensa como alguien en situación de calle que estaba vinculado a un campamento improvisado en los alrededores del campo. La policía lo detuvo y lo acusó de asesinato en primer grado. Para Iowa, para la comunidad universitaria y para España, fue como mirar un mapa y encontrar el horror en el punto exacto donde Celia entrenaba. 

La noticia se expandió con una velocidad brutal. En España, medios deportivos y generalistas contaron quién era: la campeona de Europa amateur, la estudiante en Estados Unidos, la joven que había llegado a un circuito exigente y lo estaba conquistando. En Estados Unidos, la conmoción fue inmediata en Iowa State: comunicados oficiales, banderas a media asta, homenajes improvisados de compañeros que no podían creer que una salida a practicar terminara así. 


Días después, Iowa State organizó tributos visibles, de esos que una universidad solo hace cuando pierde a alguien que ya era parte de su identidad. Hubo ceremonias y gestos simbólicos en partidos, formaciones en el campo, iniciales en uniformes, una forma colectiva de decir “no te soltamos”. No era espectáculo: era duelo público, porque Celia no era una estudiante más, era un rostro reconocido dentro del campus. 

Mientras el mundo del deporte lloraba, el caso avanzaba en tribunales. Richards primero se declaró no culpable, pero en junio de 2019 aceptó su responsabilidad ante la justicia. Dos meses después, el 23 de agosto de 2019, recibió una condena de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. La sentencia trajo una forma de cierre judicial, aunque nadie que haya perdido a alguien joven siente que “se arregló” algo: solo cambia el tipo de dolor. 

En ese tramo del proceso se escucharon frases que, incluso con condena, dejan un vacío particular: la idea de que no hay ganadores, de que lo único que queda es una ausencia. Familia, fiscalía y jueces hablaron del peso irreversible del caso. Celia ya no estaba, y ninguna decisión posterior podía devolverle a su madre, a su padre, a sus hermanos, a su gente, la vida que ella tenía por delante. 


Pero la historia de Celia no terminó en la sentencia. Con el tiempo, surgieron iniciativas para sostener su nombre unido a lo que ella amaba y a lo que ella era: una estudiante de ingeniería que jugaba golf al máximo nivel. Iowa State impulsó una beca memorial vinculada a Ingeniería Civil, una forma concreta de transformar el duelo en oportunidad para otros estudiantes, sin borrar la herida. 

En su tierra también quedó una huella tangible. En 2024, la Federación de Golf de Iowa recordó que Celia creció jugando en el campo municipal Abra de Pas, en Puente San Miguel, y que ese lugar fue renombrado en su honor, como tributo a una carrera brillante que el tiempo no dejó terminar. Hay homenajes que son silenciosos, y este lo es: cada vez que alguien pisa ese campo, el nombre de Celia vuelve a estar en el aire. 


El caso Celia Barquín Arozamena sigue estremeciendo por la mezcla de factores: el talento joven en la cima, el escenario a plena mañana, un lugar pensado para la calma, y un ataque que lo cambió todo en segundos. También persiste como recordatorio de algo incómodo: incluso cuando una vida parece estar “en su mejor momento”, basta un instante ajeno para romperlo todo y dejar detrás una estela de preguntas que ya no sirven para reconstruir el pasado, pero sí para exigir que la memoria no se apague. 

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