En la mañana del 4 de enero de 2021, unos operarios que trabajaban en una pista forestal de Aizarnazabal (Gipuzkoa) se toparon con algo que les heló la sangre: el cuerpo de una mujer joven, tendida entre la maleza, cerca del río Urola. Tenía las manos sujetas con bridas y múltiples heridas de arma blanca en el pecho y el abdomen. Aquella mujer era Aintzane Pujana, 32 años, natural de Donostia. Lo que en un primer momento se describió como una “muerte violenta” en mitad del monte pronto destapó algo todavía más oscuro: una historia de control, explotación y un crimen ejecutado a medias por una pareja con la que convivía en un agroturismo.
Antes de convertirse en caso, Aintzane era una joven donostiarra que arrastraba una vida marcada por la precariedad y la vulnerabilidad. Tenía 32 años, venía de San Sebastián y, según diversas fuentes, había cambiado varias veces de entorno y de círculos. A finales de 2020 llegó a un agroturismo en el barrio Etxabe de Aizarnazabal, una casa rural a las afueras del pueblo, donde se instaló a vivir con un hombre y una mujer a los que conocía desde hacía un tiempo. No era una vecina de toda la vida: apenas llevaba unos veinte días allí cuando alguien decidió que su historia se iba a cortar para siempre.
Los investigadores pronto apuntaron a que Aintzane se encontraba en una situación de explotación. Según publicó la prensa vasca, ella realizaba “servicios” de carácter sexual bajo la dirección y el control de la pareja con la que vivía. No se trataba de una actividad libre ni autónoma: todo indica que eran ellos quienes organizaban las citas, se quedaban con el dinero y decidían qué hacía y con quién. El hombre ejercía el papel de controlador, con la colaboración de su compañera, en una dinámica que la sentencia describirá después como gestión “de manera colaborativa” de esa explotación.
En la madrugada del 1 de enero de 2021, apenas horas después de las uvas, el triángulo se desplazó hasta Azpeitia. El hombre llevó en coche a Aintzane y a la otra joven para que ella prestara un “servicio” con un cliente. Pero Aintzane se negó. Dijo no. Esa negativa, según la resolución judicial, encendió la mecha: hubo tensión, reproches, amenazas veladas. Finalmente regresaron al agroturismo, pero la decisión de ella de no ceder a esa imposición se quedó flotando en el ambiente como una deuda que, para ellos, había que “cobrar”.
La madrugada del 2 de enero de 2021 es la línea roja del caso. De vuelta en la casa rural de Aizarnazabal, la discusión se reavivó. Según el relato declarado probado por el jurado, el hombre, enfurecido por la negativa de Aintzane a seguir sus órdenes, decidió que había llegado el momento de “darle un escarmiento” definitivo. Ordenó a su compañera que actuara. Ella, con un trastorno psíquico serio agravado por el consumo de drogas —algo luego acreditado en el juicio—, terminó atacando a Aintzane con un arma blanca, provocándole diversas heridas en el pecho y el abdomen. Le ataron las manos con bridas, reforzando una idea terrible: no solo querían hacerle daño, también querían que no pudiera defenderse.
Tras el ataque, según la investigación, llegó el intento frío de borrar el rastro. La pareja mantuvo el cuerpo en la casa el tiempo suficiente para preparar su traslado. Luego lo subieron al coche, lo llevaron hasta una zona boscosa cercana al río Urola, entre Aizarnazabal y Zumaia, y lo dejaron tirado entre matorrales, como si fuera algo que se tira con nocturnidad esperando que la naturaleza y el tiempo se encarguen del resto. Dos días después, los trabajadores del camino forestal encontraron el cuerpo y llamaron a la Ertzaintza. La escena —las bridas, la ropa dañada, el lugar apartado— hablaba por sí sola: aquello no era un accidente, era un crimen planificado.
La autopsia confirmó lo que la escena ya gritaba: Aintzane tenía múltiples heridas de arma blanca y signos claros de que había sido sometida previamente a una situación de control y violencia. Los agentes de la Ertzaintza comenzaron a tirar del hilo desde el lugar del hallazgo hasta el pueblo. Muy pronto llegaron al agroturismo de Etxabe, donde supieron que Aintzane compartía habitación con un hombre y una mujer jóvenes. Había mensajes, testigos que la habían visto en compañía de ellos y, sobre todo, un dato clave: eran estas dos personas quienes la movían, la llevaban en coche y la traían de vuelta cada vez que tenía que hacer “servicios”.
El 12 de enero de 2021, apenas diez días después del crimen, la Ertzaintza detuvo a la pareja. En el registro de la vivienda y de sus pertenencias se encontraron productos de limpieza, prendas dañadas y efectos que, según los investigadores, podrían haber sido utilizados para intentar borrar huellas de lo ocurrido. La acusación habló de una eliminación deliberada de pruebas: ropa que se quería tirar, objetos a punto de ser arrojados a la maleza, movimientos sospechosos cerca del río en los días siguientes al crimen. Se supo también que un mes antes habrían intentado forzar a otra mujer, en Errenteria, a entrar en la misma rueda de explotación. No era un arrebato aislado: era un patrón.
El caso se instruyó como crimen de violencia extrema contra una mujer en situación de explotación, y la Fiscalía dio un paso inédito en Gipuzkoa: pidió para el hombre la prisión permanente revisable, la pena más alta del Código Penal, por un delito de asesinato hiperagravado; además, solicitó penas relevantes por explotación y detención ilegal. Para la mujer, autora material de las heridas, se pidió una larga pena de prisión combinada con internamiento psiquiátrico, al apreciar una alteración psíquica importante pero también su participación directa. Era la primera vez que en la provincia se reclamaba esta pena máxima en un caso así.
El juicio comenzó en septiembre de 2024 en la Audiencia de Gipuzkoa, con un jurado popular de once personas. Durante las sesiones, las defensas se acusaron mutuamente: la abogada de él intentó presentar a su cliente como un simple “chico de los recados”, sin capacidad de mando, mientras señalaba a la coacusada como única responsable; la defensa de ella insistió en su trastorno mental y en el miedo que sentía hacia él, pintándolo como la mente que manejaba los hilos. El jurado, tras escuchar a peritos, testigos y a la propia acusada, llegó a una conclusión clara: él controlaba la situación, ella ejecutó el ataque bajo su dominio y ambos se beneficiaban de la explotación de Aintzane.
El 24 de octubre de 2024, el jurado declaró a la pareja culpable. Consideró probado que ambos gestionaban “de manera colaborativa” la explotación de Aintzane, que fue atacada en la casa rural tras negarse a prestar un “servicio” y que el hombre actuó como autor en la sombra, dando órdenes y controlando el desarrollo del crimen. La Audiencia de Gipuzkoa dictó sentencia poco después: prisión permanente revisable para él por asesinato hiperagravado, más varios años adicionales por explotación y detención ilegal; y 10 años de prisión para ella, precedidos por un máximo de 20 años en un centro psiquiátrico de régimen cerrado y seguidos de 10 años de libertad vigilada con tratamiento.
En mayo de 2025, el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV) confirmó íntegramente esa condena histórica: ratificó la prisión permanente revisable para el hombre —la primera vez que se consolida esta pena máxima en un caso de este tipo en Gipuzkoa— y mantuvo la condena para la coacusada, reconociendo en su caso la eximente incompleta de alteración psíquica y la atenuante de confesión. El alto tribunal recordó que, aunque ella fue quien empuñó el arma, él tenía el “dominio total del hecho” y la instrumentalizó para ejecutar el ataque. La sentencia aún puede ser recurrida ante el Tribunal Supremo, pero el mensaje judicial es contundente: la responsabilidad del controlador no se borra porque otra persona sea la mano ejecutora.
El caso de Aintzane Pujana ha sido señalado por periodistas y activistas como un ejemplo feroz de lo que ocurre cuando la explotación sexual deja a las mujeres en un limbo: sin protección real, sin redes fuertes, sin voz. Artículos como “Biografía del cadáver de una mujer: Aintzane y Florina”, de Mabel Lozano en El País, recuerdan que desde el año 2000 decenas de mujeres en esa misma situación han sido asesinadas en España, muchas de ellas sin que sus nombres lleguen siquiera a figurar en las estadísticas oficiales del horror. Aintzane fue la primera mujer asesinada en 2021, pero durante mucho tiempo casi nadie sabía cómo se llamaba la chica encontrada entre los matorrales de Aizarnazabal.
Contar hoy el caso Aintzane Pujana con las palabras medidas —suavizando los términos más crudos pero sin maquillar la realidad— es, sobre todo, una forma de devolverle algo que intentaron quitarle: su humanidad. No era “una chica de un caso”, ni solo una víctima en estadísticas de explotación. Era una mujer de 32 años, con nombre, ciudad, recuerdos, que quiso decir que no y se encontró con la peor respuesta posible. Detrás de las siglas jurídicas —“asesinato hiperagravado”, “autor mediato”, “prisión permanente revisable”— hay una vida truncada en una casa rural y un cuerpo abandonado al borde de un camino.
Mientras la justicia recorre sus últimos peldaños y las hemerotecas archivan el titular de la primera prisión permanente revisable en Gipuzkoa por un crimen de este tipo, queda algo que no debería archivarse nunca: la memoria de Aintzane. Cada vez que repetimos su nombre, que hablamos del crimen de Aizarnazabal sin morbo pero sin silencios, estamos diciendo que las mujeres en situación de explotación no son desechables, que sus vidas importan, y que ni los caminos forestales ni las casas rurales apartadas pueden convertirse en lugares donde la humanidad se apaga sin que nadie mire.
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