El caso Juana Canal: 21 años de silencio, huesos en Ávila y una condena que llegó al límite del tiempo



La noche del 21 al 22 de febrero de 2003, en un piso del barrio madrileño de Ciudad Lineal, la vida de Juana Canal Martín, de 38 años, se detuvo para siempre. Su pareja de entonces, Jesús Pradales, llamó al hijo adolescente de Juana y le dijo que habían discutido, que su madre se había ido dando un portazo y que había dejado una nota: “Me voy con mi madre”. A partir de ese momento, nadie volvió a verla. Durante casi dos décadas, la familia vivió atrapada entre la culpa y la duda: ¿de verdad les había abandonado? ¿O alguien estaba ocultando algo mucho más oscuro? 

Antes de convertirse en “la desaparecida de Ciudad Lineal”, Juana Canal era una mujer de barrio, trabajadora, madre de dos hijos, con una vida marcada por la rutina y por una relación de pareja cada vez más tensa. Vivía con Jesús en un piso de la calle Boldano, mientras los chicos iban y venían entre casas de familiares. La familia ha explicado que ella ya había sufrido control y malos tratos, aunque en 2003 ni existían los protocolos actuales de violencia de género ni se hablaba con naturalidad de lo que pasaba puertas adentro. Todo eso pesó mucho cuando, tras la discusión de aquella noche, desapareció sin dejar rastro aparente. 

La versión de Jesús fue siempre la misma: una fuerte discusión, amenazas de irse, una nota manuscrita y Juana saliendo por la puerta para no volver. Presentó esa nota como prueba de una marcha voluntaria, y durante años la usó para repetir el mismo relato: ella se había ido, había dejado a los hijos, había elegido desaparecer. La Policía Nacional abrió una investigación por desaparición, pero sin cuerpo, sin señales evidentes de delito y en un contexto legal muy diferente al actual, el caso terminó archivado. En los papeles quedó como una mujer que, quizás, había decidido empezar de cero lejos de todos. 


Para la familia, sin embargo, aquella explicación nunca encajó. Juana era muy cercana a su madre y a sus hermanos, estaba pendiente de sus hijos y no tenía recursos ni red para “irse por ahí” de un día para otro. Pero el entorno escuchaba una y otra vez el mismo mensaje desde su propia pareja: que se había ido por voluntad propia, que estaba bien, que no quería saber nada. Esa narrativa, alimentada durante años, provocó un daño añadido: no solo les faltaba Juana, también cargaban con la idea de que tal vez les había abandonado. 

Mientras tanto, Jesús rehacía su vida con una calma inquietante. Se mudó, trabajó, tuvo nuevas relaciones, viajó y llegó a residir en Fuerteventura, donde llevaba una existencia aparentemente normal. El caso de Juana dormía en un cajón, y el tiempo jugaba a su favor: el posible delito prescribía a los 20 años, es decir, alrededor de 2023. Si nadie encontraba nada antes de esa fecha, la historia quedaría legalmente enterrada para siempre. 

El giro definitivo llegó por puro azar. En septiembre de 2019, un senderista que caminaba por una zona rural de Navalacruz (Ávila) encontró un cráneo y un fémur en las inmediaciones de una estación de servicio. Avisó a la Guardia Civil, que recogió los restos y los incorporó a la base de datos de cadáveres sin identificar. Durante un tiempo, esos huesos fueron solo un número más en la estadística de restos anónimos repartidos por España. Nadie les puso nombre… todavía. 


Años después, un capitán de la Guardia Civil que había recibido formación específica en el Centro Nacional de Desaparecidos (CNDES) revisó casos antiguos aplicando lo aprendido: cruzar denuncias y restos mediante la base de datos PDyRH, buscar coincidencias, no dar por perdidos los expedientes archivados. En ese cruce se produjo el famoso “match”: la denuncia de desaparición de Juana Canal en Madrid y esos restos óseos localizados en Ávila coincidían en ADN. La identidad se confirmó, y de repente una desaparecida “voluntaria” se convertía oficialmente en una víctima de homicidio. 

Ese hallazgo reactivó la investigación con otra mirada: ya no se hablaba de una marcha, sino de una muerte violenta y de violencia de género. En octubre de 2022, los investigadores registraron una finca familiar de Jesús Pradales en el entorno de Navalacruz y encontraron más restos de Juana, enterrados en dos puntos distintos del terreno. Él fue detenido en Fuerteventura y trasladado a la península. En presencia de la Guardia Civil y de la jueza, acabó reconociendo que Juana había muerto en la casa de Ciudad Lineal tras una discusión y que él solo se había ocupado de ocultar el cuerpo, llevándolo en partes hasta Ávila para enterrarlo. Su versión minimizaba la intención: hablaba de un empujón, de un golpe en la cabeza y de pánico, pero admitía haber manipulado el cuerpo y haber mentido durante casi veinte años. 

Con esa confesión y las pruebas forenses sobre la mesa, el caso dio el salto definitivo a la Audiencia Provincial de Madrid. En septiembre de 2024 comenzó el juicio con jurado popular, más de dos décadas después de la desaparición de Juana Canal. La Fiscalía y la acusación particular pidieron 15 años de cárcel por homicidio doloso con agravante de parentesco: defendieron que no fue un accidente, sino un acto intencional en un contexto de maltrato, seguido de un intento calculado de borrar a Juana del mapa y de mantener la mentira de la “desaparición voluntaria” ante los hijos y el resto de la familia. 


El jurado escuchó a peritos, agentes, familiares y al propio acusado. Pesaron especialmente tres elementos: la nota de “me voy con mi madre”, que la familia considera falsa y fuera del estilo de Juana; el hecho de que sus restos aparecieran en una finca vinculada a la familia de él, a cientos de kilómetros del piso de Ciudad Lineal; y los años de silencio mientras decía a todos que ella había elegido marcharse. El 26 de septiembre de 2024, el jurado declaró a Jesús Pradales culpable de homicidio intencionado, no de asesinato, al no apreciar alevosía, pero sí intención de causar un daño letal. 

El 7 de octubre de 2024, la Audiencia de Madrid dictó sentencia: 14 años de prisión por homicidio doloso con agravante de relación de convivencia, más una indemnización de 118.000 euros para el hijo de Juana y 22.000 euros para cada uno de sus hermanos. La acusación popular pedía un año más; la defensa, la absolución por supuesto accidente. El tribunal subrayó que no creyó esa versión: consideró probado que Pradales acabó con la vida de Juana y dedicó un esfuerzo “extraordinario” a hacerla desaparecer, manteniendo durante años un relato que culpaba a la propia víctima. 

El condenado recurrió. En marzo de 2025, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid confirmó íntegramente esos 14 años: rechazó la idea de que se hubiera vulnerado el derecho de defensa y validó la valoración de las pruebas hecha por el jurado y la Audiencia. La defensa ha anunciado recurso ante el Tribunal Supremo, y la familia de Juana espera que, si hay revisión, sea solo para endurecer la respuesta, no para rebajarla. A día de hoy, Jesús Pradales es ya, a todos los efectos, el autor del homicidio de Juana Canal, aunque la batalla jurídica pueda alargarse un poco más. 


Más allá de la condena, el caso Juana Canal ha puesto frente al espejo al propio sistema. En 2003 no se activaron protocolos de violencia machista ni se la buscó con la intensidad que hoy se considera imprescindible; en 2019 los restos se identificaron, pero la familia no fue informada hasta tres años después; durante casi veinte años, un entorno entero tuvo que escuchar que Juana había abandonado a sus hijos por voluntad propia. Solo el trabajo cruzado del CNDES, la Guardia Civil, los laboratorios de ADN y una formación específica permitieron, con el tiempo justo antes de la prescripción, que aquella mujer de Ciudad Lineal dejara de ser “una desaparecida rara” y se la reconociera como víctima de un crimen dentro de la pareja. 


Recordar hoy la historia de Juana Canal no es recrearse en detalles macabros; es devolverle nombre y rostro a alguien a quien intentaron borrar dos veces: primero con un final violento, después con una mentira sostenida durante años. Es también una advertencia: las notas que hablan de marchas repentinas, los relatos de abandonos “sin motivo”, las desapariciones de mujeres en contextos de conflicto de pareja merecen siempre una mirada mucho más atenta. Porque, si algo enseña este caso, es que ningún papel con un “me voy” debería cerrar un expediente… ni tapar la voz de una mujer que ya no puede explicar lo que pasó.

Leer más

Publicar un comentario

0 Comentarios