El 26 de marzo de 2024, a primera hora de la tarde, en la pequeña localidad de Banjsko Polje, cerca de Bor (Serbia), una madre se giró un momento para atender a su hijo mayor… y cuando volvió la vista, su hija pequeña ya no estaba. Se llamaba Danka Ilić, tenía 23 meses, y en cuestión de minutos su nombre pasó de ser el de una niña anónima a convertirse en el centro del primer alerta Amber de la historia de Serbia y de uno de los casos más inquietantes de Europa reciente.
Danka era la hija menor de Ivana y Miloš Ilić, vivía con ellos y con su hermanito en Bor, una ciudad industrial rodeada de bosque y minas. La describen como una niña risueña, curiosa, siempre pegada a su madre. Aquel 26 de marzo, Ivana llevó a los dos pequeños a la casa de campo familiar en Banjsko Polje; mientras hablaba con unos conocidos y el niño jugaba, Danka se movía cerca, entre el portal y un pequeño espacio de tierra. Bastaron unos segundos para que la escena se rompiera: cuando la madre se dio cuenta de que no la veía, empezó una búsqueda que ya nunca se detendría del todo.
La cronología oficial dice que alrededor de las 13:45 Ivana pierde de vista a Danka. Recorre la parcela, mira bajo los coches, grita su nombre. Minutos después llama a su marido, que trabaja en Bor. A las 13:55, Miloš llega con compañeros de trabajo, se une a la búsqueda y detiene incluso a un coche blanco de la compañía de aguas para preguntar si han visto a la niña. No hay rastro. En poco tiempo se activa un operativo enorme con policía, vecinos, drones, perros y cámaras revisadas casa por casa. La imagen de Danka, con su gorro rosa, se multiplica en redes y televisiones.
Durante diez días, Serbia se paraliza. El país activa por primera vez el sistema de alerta Amber, los mensajes saltan en móviles y autopistas, y la búsqueda de la “niña de Bor” se convierte en cuestión de Estado. Interpol emite una alerta amarilla, se levanta la frontera con Rumanía y Hungría mirando matrículas, se investiga incluso un vídeo grabado en Viena en el que se ve a una niña parecida paseando con dos mujeres; al final la policía austriaca concluye que no tiene relación con el caso. La sensación dominante es de angustia: si no está en el bosque ni en las casas de alrededor, ¿dónde está Danka?
El 4 de abril de 2024, la historia da un giro brutal. En una comparecencia televisada, el presidente Aleksandar Vučić anuncia que la pequeña Danka está muerta y que hay dos detenidos que han confesado. Los sospechosos son Srđan Janković y Dejan Dragijević, dos trabajadores de la empresa municipal de aguas Bor Vodovod. Según la versión inicial, conducían un vehículo de servicio cuando atropellaron a la niña, se asustaron, la metieron en el maletero y se deshicieron del cuerpo en un vertedero cercano, sin intentar pedir ayuda. La palabra que utiliza el propio presidente para referirse a ellos –“monstruos”– corre por todas las portadas.
Con el tiempo, la acusación se detalla aún más. De acuerdo con el escrito de la Fiscalía de Zaječar, al que han tenido acceso varios medios, un coche oficial de la compañía de aguas golpea a Danka en Banjsko Polje sobre las 13:52, pocos minutos después de que se separara de su madre. La niña aún estaría con vida tras el impacto. Uno de los hombres baja del vehículo, la recoge del suelo y la mete en el maletero; cuando ella recobra la conciencia, según la acusación, la ahogan allí dentro. Después llevan el cuerpo a un vertedero, donde lo abandonan, y días más tarde lo mueven a otro lugar que nunca han querido revelar.
Paralelamente, el círculo de sospecha se extiende a la familia de uno de los detenidos. El padre y el hermano de Dejan, Rade y Dalibor Dragijević, son arrestados por posible encubrimiento y por ayudar a ocultar el cuerpo. Rade entra en prisión preventiva y luego queda en libertad, pero el caso de Dalibor se convierte en escándalo nacional: detenido sin cargos formales, aparece muerto en una celda de la comisaría de Bor. La versión oficial habla de causas naturales; la autopsia destapa otra cosa.
Cuando el informe forense se filtra, la opinión pública se estremece de nuevo: el hermano del sospechoso presentaba signos evidentes de haber sido golpeado, con lesiones compatibles con una paliza en custodia, y medios regionales hablan abiertamente de tortura. El Ministerio del Interior abre una investigación interna y tres policías son suspendidos, pero el daño ya está hecho: si un testigo clave muere en comisaría, ¿hasta qué punto son fiables las “confesiones” obtenidas bajo presión? La propia credibilidad de la investigación sobre la muerte de Danka queda manchada.
A medida que pasan los meses, empiezan a aparecer más grietas. Un dato especialmente perturbador se conoce en mayo de 2024: los peritos no han hallado ni una sola traza biológica de Danka en el coche que supuestamente la golpeó y transportó su cuerpo. Además, tanto Janković como Dragijević, que en un primer momento habrían reconocido su participación, empiezan a retractarse en nuevos interrogatorios: en junio y julio de 2024 ambos niegan ante la Fiscalía haber cometido delito alguno y se acusan mutuamente de mentir. El semanario Vreme y otros medios hablan de una investigación “llena de agujeros”, de ocultación de documentos y de decisiones precipitadas tomadas bajo presión política.
En medio de todo, la familia de Danka soporta otra carga: los rumores. Tabloides y redes difunden teorías de conspiración que señalan a los padres, hablan de supuestas búsquedas en Google sobre pasos fronterizos y de una cuenta secreta de 100.000 euros por “vender” a la niña. El Ministerio del Interior se ve obligado a desmentir públicamente esas historias, calificándolas de falsas. Ivana y Miloš Ilić rompen el silencio en varias entrevistas: muestran los resultados de pruebas de ADN que la policía les pidió, niegan cualquier tipo de implicación y repiten que están destrozados por la pérdida y por las calumnias. Solo piden algo tan simple como devastador: saber la verdad y encontrar el cuerpo de su hija.
Aunque ni el cuerpo ni restos de Danka han aparecido, la maquinaria judicial sigue adelante. En septiembre de 2024, la Fiscalía presenta una acusación formal por homicidio especialmente grave contra los dos trabajadores de Bor Vodovod. En febrero de 2025, un tribunal vuelve a confirmar la acusación, rechazando los intentos de la defensa de tumbarla por falta de pruebas físicas. El proceso entra en fase de preparación del juicio, con los acusados en prisión preventiva y un país que espera una respuesta judicial que, por muy dura que sea, difícilmente podrá cerrar el agujero emocional que ha dejado este caso.
Un año después de la desaparición, en marzo de 2025, varios medios resumen la situación con dos preguntas que siguen sin respuesta: ¿dónde está el cuerpo de Danka? y ¿por qué no hay rastros biológicos en el lugar del atropello ni en el vehículo?. Los investigadores creen que el cuerpo pudo ser movido varias veces, quizá arrojado a diferentes puntos –un vertedero, una zona de cuevas y cañones, ríos cercanos–, pero ninguna de las búsquedas ha dado resultado. Sin restos, no hay autopsia, y sin autopsia muchas piezas del puzle siguen basándose solo en declaraciones que ya han cambiado varias veces.
El caso Danka Ilić ha dejado también al desnudo las fallas de todo un sistema. Desde la gestión del alerta Amber hasta el uso político de las ruedas de prensa, pasando por los errores iniciales, las filtraciones interesadas y la muerte bajo custodia de un testigo, este expediente se ha convertido en ejemplo de cómo una investigación puede erosionar la confianza pública casi al mismo ritmo que intenta resolver un crimen. Reportajes en medios como NIN o Vreme hablan de prisas por ofrecer un culpable, de falta de transparencia y de una sensación peligrosa: la de que la verdad completa quizá no llegue nunca a contarse.
Más allá de las siglas y los titulares, queda una imagen difícil de borrar: una niña muy pequeña, jugando junto a la casa de campo de su familia, que se esfuma en cuestión de segundos. Queda una madre que se culpa una y otra vez por haberse girado, un padre que todavía recorre con la mirada el camino donde paró aquel coche blanco, unos padres que siguen esperando un lugar donde poder llevar flores. Mientras no aparezca el cuerpo de Danka Ilić, mientras el juicio no dé una respuesta sólida sobre qué le hicieron y quiénes son los responsables, este caso seguirá siendo una herida abierta. Contarlo con cuidado, sin recrearse en el morbo pero sin suavizar la gravedad de lo ocurrido, es una forma de recordarla como lo que fue antes de convertirse en expediente: una niña de dos años que merecía crecer, y a la que alguien arrancó de esa posibilidad para siempre.
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