El 15 de agosto de 1996, en pleno puente festivo, María José Arcos, 35 años, funcionaria que vivía y trabajaba en Santiago de Compostela, salió de casa con un plan sencillo: disfrutar de unos días de playa con un amigo y volver. Tomó su Seat Ibiza rojo, se despidió de su madre… y nunca regresó. Días después, su coche apareció aparcado junto al faro de Corrubedo (A Coruña), intacto, con todas sus cosas dentro y sin una sola huella útil. Desde entonces, el caso de María José Arcos es una de las desapariciones más inquietantes de Galicia.
Antes de convertirse en un expediente policial, María José era una mujer de carácter, independiente, muy querida por su familia y compañeros de la Xunta. Había construido su vida en Santiago y estaba disfrutando de unos días de vacaciones de verano. La víspera de desaparecer la pasó con familiares en una casa alquilada en Abelleira (Muros), ilusionada con el plan de los “últimos cuatro días” de descanso a bordo del barco que acababa de comprar su pareja de entonces, Ramiro Villaverde, cámara de televisión. Se había preparado como quien se va a una escapada feliz: ropa nueva, bikini, pareo, toalla a juego, peluquería… nada en su entorno hacía pensar en una huida voluntaria.
La mañana del 15 de agosto, María José sale de su casa en la zona de O Romaño (Santiago) sobre las once y media. Conducirá hasta Teo, donde vive Ramiro, para reunirse con él. Según un informe posterior de la Guardia Civil, llega a su casa unos veinte minutos después. A las 13:30, él llama a su madre para decirle que va a comer a Tenorio (Pontevedra), donde la familia tiene una vivienda; un vecino asegura verlo allí sobre las tres de la tarde. En ese tramo de horas —algo más de dos— los investigadores creen que se decide el destino de María José.
Lo que sí se sabe es lo que ocurre después: el sábado, la Guardia Civil llama a casa de la familia Arcos preguntando por el propietario de un Seat Ibiza rojo que lleva aparcado dos días junto al faro de Corrubedo, en el municipio de Ribeira. El coche es de María José. El hallazgo congela a todos: el vehículo está cerrado, con su documentación, su bolso, su monedero, tabaco, el equipaje para la escapada, hasta las compras de los días anteriores… todo en orden, como si hubiera desaparecido del mundo sin siquiera llevarse el bolso. Dentro no hay signos de pelea, ni manchas llamativas, ni nada que parezca una escena de crimen.
Pero lo más inquietante no es lo que hay, sino lo que falta. Cuando la Guardia Civil examina el coche de forma rutinaria, no encuentra huellas dactilares útiles. Meses más tarde, con técnicos especializados enviados desde Madrid, el resultado es igual de desconcertante: ni rastro de María José, solo algunas huellas de su hermana Rosa, que había abierto el vehículo con un duplicado de llaves. El coche está “demasiado limpio”. Años después, Rosa recordará otro detalle: al sentarse al volante, tuvo que acercar el asiento, preparado para alguien más alto que ella… y ella ya era más alta que María José. Alguien distinto la condujo hasta Corrubedo.
Los primeros días, el caso se trata como una desaparición voluntaria. Se barajan rumores de todo tipo: que si un golpe de mar mientras cogía percebes, que si un accidente, que si se habría quitado la vida, que si la habían visto en otros puntos de España. Mientras los rumores desvían el foco, la investigación avanza despacio y con errores: se permite a la familia llevarse el coche muy pronto, no se explora a fondo el entorno más cercano y se desperdician las primeras horas críticas. La propia hermana lo resumiría años después: “las primeras fases se hicieron mal”.
Desde el principio, sin embargo, la familia de María José tiene un nombre claro en la cabeza: Ramiro Villaverde, el amigo y excompañero sentimental con quien ella había quedado para ese puente, presuntamente la última persona que la vio con vida. A los tres días de la desaparición, Rosa le pide personalmente a la Guardia Civil que lo detenga: no le cuadran sus explicaciones, siente que cambia versiones y oculta datos. En 1998 llega la primera detención, pero queda en libertad sin cargos por falta de pruebas y, sobre todo, por la ausencia de cuerpo. Durante años, la familia repite la misma idea: “no tengo pruebas, pero casi siempre las cosas son lo que parecen… y él sabe lo que pasó con mi hermana”.
El caso parece condenado al olvido hasta que, a finales de los 2000, algunos reportajes de investigación lo rescatan y presionan para reabrirlo. En abril de 2011, quince años después de la desaparición, la Guardia Civil detiene de nuevo a Ramiro V.G., cámara de televisión, como principal sospechoso. Un informe interno detalla cómo habría tenido un margen de más de dos horas para matar a María José y ocultar temporalmente el cuerpo antes de que el coche apareciera en Corrubedo. Se descubre, además, que poco antes de los hechos había comprado sacos de cal, un detalle que refuerza la sospecha de un enterramiento y no de un cuerpo arrojado al mar.
A petición de la familia, en mayo de 2011 se inicia una búsqueda exhaustiva del posible cuerpo de María José en varias fincas de Luou (Teo) propiedad del imputado. Técnicos y Guardia Civil rastrean el terreno con georradar, levantan parcelas, buscan alteraciones en el subsuelo. También se habla de la embarcación de recreo que Ramiro utilizaba, pero los movimientos del barco no encajan con la fecha de la desaparición, lo que refuerza la hipótesis de que el cuerpo nunca abandonó tierra firme. A pesar del despliegue, no se localiza ningún resto humano. El sospechoso mantiene su inocencia.
En octubre de 2012, sin cuerpo y sin nuevas pruebas concluyentes, la Audiencia decreta el archivo provisional del caso y retira las medidas cautelares sobre Ramiro Villaverde. El procedimiento no queda cerrado para siempre, pero entra en un largo letargo judicial. Los plazos de prescripción se recalculan: salvo que aparezcan indicios nuevos, el delito quedará prescrito para 2031. Mientras tanto, ningún tribunal ha declarado culpable a nadie de la desaparición y posible muerte de María José Arcos. Legalmente, el enigma sigue sin resolver.
En el plano civil, la familia se ve obligada a dar un paso doloroso: para poder resolver temas de herencia y papeles congelados durante décadas, solicitan que se la declare oficialmente fallecida. En enero de 2020, un juzgado reconoce la muerte legal de María José Arcos, fijando como referencia la fecha de su desaparición, el 15 de agosto de 1996. “Sabemos que no vamos a ser capaces de recuperarla, pero queremos justicia para su persona y su memoria”, dirá su hermana. Tres años después, en 2023, la familia recibe un reconocimiento especial de la Fundación Quién Sabe Dónde, símbolo de la lucha de los familiares de desaparecidos que no se rinden aunque pasen las décadas.
Mientras los tribunales hablan de archivos y prescripciones, la vida sigue… pero nunca igual. Rosa Arcos se convierte en la voz pública del caso: concede entrevistas, participa en programas sobre desaparecidos, escribe cartas en memoria de su hermana, se planta ante cámaras y micrófonos para repetir lo que la familia lleva casi 30 años sosteniendo: que María José no se fue voluntariamente, que alguien la mató y que ese alguien no ha respondido ante la justicia. En 2025, el programa Directo al grano de RTVE vuelve a poner el caso en primera línea: se recuerda que su coche apareció sin una sola huella —ni siquiera la suya—, que hoy está legalmente muerta, pero que su familia solo pide algo tan básico como saber qué pasó.
Sobre la mesa siguen tres grandes hipótesis: un crimen de pareja —la que la familia considera más probable, con Ramiro como autor—; un accidente seguido de ocultación del cuerpo; o un gesto desesperado de María José. Esta última teoría, sin embargo, choca frontalmente con los datos: la forma “quirúrgica” en que fue limpiado el coche, la posición del asiento, la ausencia total de huellas, la presencia de todas sus pertenencias dentro, su ilusión por los planes del puente… incluso quienes han reconstruido el caso desde posiciones prudentes reconocen que la desaparición voluntaria o el suicidio encajan mal con ese escenario.
El caso de María José Arcos se suele citar junto al de Sonia Iglesias como ejemplo doloroso de “casos gemelos”: mujeres desaparecidas, pareja sentimental como principal sospechoso, detenciones tardías, búsquedas en propiedades vinculadas a ellos, archivos provisionales, y familias que siguen señalando a los mismos nombres mientras los años se les caen encima. También es un espejo incómodo de los fallos de sistema de los noventa: desapariciones tratadas como marchas voluntarias, diligencias básicas que se retrasan, escenas mal preservadas, una confianza excesiva en que “volverán solas” que permitió que se evaporaran pruebas clave.
Hoy, casi tres décadas después, el enigma del faro de Corrubedo sigue abierto. El Seat Ibiza rojo descansa guardado por la familia como un testigo mudo de un viaje sin vuelta; el expediente penal duerme en un archivo a la espera de un milagro —un resto encontrado, una confesión, una tecnología nueva— que permita reactivarlo antes de 2031; y una hermana continúa repitiendo su nombre para que no quede sepultado bajo el polvo judicial. Contar la historia de María José Arcos no es solo repasar una desaparición, sino recordar que detrás de cada caso hay alguien que salió de casa un día cualquiera, con planes tan normales como ir a la playa con un amigo… y a quien alguien le robó la posibilidad de volver.
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