La tarde del 26 de noviembre de 2010, en Brembate di Sopra, un pueblo tranquilo del norte de Italia, una niña de 13 años salió del polideportivo después de entrenar gimnasia rítmica. Se llamaba Yara Gambirasio, iba a recorrer apenas 700 metros hasta su casa… y nunca llegó. Esa distancia mínima se convirtió en un abismo: tres meses de búsqueda, un hallazgo terrible en un descampado y una de las investigaciones de ADN más grandes de la historia de Italia.
Antes de ser “el caso Yara Gambirasio”, ella era la hija de Fulvio y Maura, una hermana más en una familia numerosa, estudiante aplicada y gimnasta disciplinada. Nació en 1997, creció entre escuela, entrenamientos y misa de domingo, en un entorno que representaba el cliché del pueblo seguro donde “nunca pasa nada”. El 26 de noviembre tenía una tarea sencilla: acercarse al centro deportivo para dejar un equipo de música que usarían en una exhibición. Nada raro, nada arriesgado. Sólo una niña haciendo un recado de confianza.
Las últimas horas de Yara se reconstruyeron después casi minuto a minuto. Llegó al centro deportivo hacia las 17:30, se quedó un rato hablando con compañeras, envió varios mensajes entre las 18:25 y las 18:44 a una amiga que no estaba allí, y alrededor de las 18:40–18:45 salió sola del edificio. Las cámaras de seguridad, para empeorar la pesadilla, no funcionaban. El teléfono de Yara fue “saltando” de antena en antena: primero una celda en Ponte San Pietro, luego en Mapello, luego de nuevo en Brembate. A las 18:55 hay el último rastro. Después, el silencio. Ni teléfono, ni señales, ni testigos que la vieran llegar a casa.
Cuando no volvió a la hora prevista, su familia avisó a los Carabinieri. En pocas horas se activó un dispositivo de búsqueda enorme: cientos de voluntarios, perros, helicópteros, ríos registrados, campos peinados una y otra vez. Italia entera conoció su cara en cuestión de días. En medio de la presión mediática llegó incluso un falso culpable: un joven marroquí, Mohamed Fikri, fue detenido tras una mala traducción de una llamada telefónica (“Allah perdóname, no la maté” en vez de “haz que conteste al teléfono”). A los pocos días quedó claro que no tenía nada que ver, pero su nombre quedó atado al caso como ejemplo de cómo el pánico puede señalar a cualquiera.
El 26 de febrero de 2011, exactamente tres meses después de la desaparición, la búsqueda terminó de la forma más cruel. Un aeromodelista que volaba su avión en un terreno de Chignolo d’Isola, a unos 10 km de Brembate, perdió el aparato entre la maleza. Al ir a buscarlo, encontró el cuerpo de una niña tendida en el campo. Era Yara. Estaba completamente vestida, con la misma ropa del día que desapareció, las zapatillas desatadas y signos claros de que alguien le había hecho mucho daño: golpes, cortes y un fuerte impacto en la cabeza. Los forenses concluyeron que ninguna de esas lesiones, por sí sola, era mortal; la dejaron tirada a la intemperie, herida, en pleno invierno, y el frío terminó por apagar su vida.
El informe forense hablaba de múltiples heridas con objeto punzante y de un traumatismo en el cráneo. No había señales claras de agresión sexual consumada, pero sí indicios de un ataque con intención de abuso: parte de la ropa íntima estaba rasgada. El 28 de mayo de 2011, el funeral de Yara se celebró en el mismo centro deportivo donde entrenaba, presidido por el obispo de Bérgamo y con un mensaje del presidente Napolitano. El pabellón se llenó de vecinos, autoridades y cámaras; toda Italia se reunió simbólicamente alrededor del féretro blanco de una niña de 13 años que no había hecho nada más que recorrer el camino entre el gimnasio y su casa.
En paralelo, la investigación tomó un rumbo que la convertiría en un caso histórico de ADN forense. En la ropa de Yara, especialmente en los leggings y la ropa íntima, se hallaron varios rastros biológicos: once perfiles diferentes, de los cuales solo dos pudieron asociarse a personas concretas. Uno de ellos, el más relevante, pertenecía a un varón desconocido. Los investigadores lo bautizaron como “Ignoto 1” (Desconocido 1). A partir de ahí arrancó una búsqueda masiva: se tomaron y compararon alrededor de 22.000 muestras de ADN de vecinos de la zona, familiares, clientes de bares, compañeros de trabajo… una auténtica radiografía genética de aquella comarca.
La pieza clave apareció en un cementerio. El ADN de “Ignoto 1” coincidía parcialmente con el de un hombre fallecido años atrás: Giuseppe Guerinoni, conductor de autobús conocido como mujeriego. Eso significaba que el agresor de Yara era, con toda probabilidad, un hijo biológico suyo no reconocido. Al ir tirando de ese hilo, cruzando genealogías, partidas de nacimiento y muestras familiares, los investigadores llegaron a un nombre: Massimo Giuseppe Bossetti, albañil, casado, padre de tres hijos, vecino de Mapello, a pocos kilómetros de Brembate.
Bossetti fue detenido el 16 de junio de 2014 cuando volvía del trabajo con su furgoneta. Los análisis confirmaron que su perfil genético encajaba con el del rastro hallado en la ropa de Yara, hasta el punto de que los peritos hablaron de una compatibilidad prácticamente total. Él se declaró inocente desde el primer momento: dijo que nunca había tocado a la niña, que su ADN podía haber llegado allí por error o manipulación, que era víctima de un montaje. Pero la acusación sumó a la huella genética otros indicios: su furgoneta habría sido captada en la zona en los días clave, su teléfono se movía en el radio de acción, y no había explicación convincente de por qué su rastro biológico estaba precisamente en las prendas más sensibles de la víctima.
El juicio de primera instancia se abrió en Bérgamo en 2015. La Fiscalía planteó que Bossetti, al encontrar a Yara sola cerca del polideportivo, la atrajo o la obligó a subir a su furgoneta, la llevó a un lugar apartado y allí la atacó con intención de abuso, causándole heridas y dejándola en el campo donde fue hallada. No había testigos directos ni confesión, pero el ADN y el conjunto de indicios pesaron más que las dudas planteadas por la defensa. El 1 de julio de 2016, la Corte d’Assise de Bérgamo condenó a cadena perpetua (ergastolo) a Massimo Bossetti, con aislamiento diurno y una fuerte indemnización para la familia Gambirasio.
En julio de 2017, el Tribunal de Apelación de Brescia confirmó la condena. El 12 de octubre de 2018, la Corte de Casación —la máxima instancia italiana— ratificó definitivamente el ergastolo: para la justicia, no había dudas razonables sobre la autoría. Sin embargo, fuera de las salas, el caso seguía generando debate. Algunos juristas y periodistas hablaron de “proceso mediático”, otros de “caso ejemplar de ciencia forense”. Y, en medio, una pregunta incómoda: ¿es lícito construir un caso casi entero sobre un rastro de ADN cuando todo lo demás son sombras?
La defensa de Bossetti nunca ha dejado de pelear. Sus abogados han cuestionado la cadena de custodia de las pruebas, han señalado que el ADN nuclear y el ADN mitocondrial no encajaban del todo y han pedido una y otra vez nuevos análisis de los restos biológicos. En marzo de 2021, la justicia italiana rechazó permitir una nueva batería de pruebas alegando que apenas quedaba material suficiente. Y en febrero de 2024, la Corte de Casación declaró inadmisible otra solicitud para reanalizar los restos, cerrando —por ahora— la puerta a una revisión del juicio. Aun así, en noviembre de 2025 la defensa obtuvo algo importante: acceso al archivo de los 25.000 perfiles de ADN recogidos en la macroinvestigación para poder revisarlos por su cuenta e intentar abrir la vía de una futura revisión.
Mientras tanto, el caso Yara Gambirasio no ha abandonado nunca la conversación pública. En 2024 Netflix lanzó una docuserie, “The Yara Gambirasio Case: Beyond Reasonable Doubt”, que repasa paso a paso la desaparición, el hallazgo del cuerpo y la cacería genética de “Ignoto 1”. Medios de todo el mundo han contado cómo la investigación destapó secretos familiares —hijos no reconocidos, infidelidades— que nada tenían que ver con el crimen, simplemente porque el Estado había decidido mapear genéticamente a una comarca entera para encontrar a un asesino.
En Brembate di Sopra, sin embargo, la historia no es la de los laboratorios, sino la de una familia que nunca quiso fama. Los padres de Yara han mantenido un perfil bajo, aferrados a la fe y al recuerdo de su hija. En el pueblo hay placas, murales, actos en su memoria. Cada 26 de noviembre, alguien deja flores en el camino entre el polideportivo y la casa familiar: esos pocos cientos de metros que se han vuelto símbolo de algo que nadie quiere aceptar, pero que está ahí, silencioso, recordando que la seguridad total es una ilusión.
Hoy, más de una década después, Massimo Bossetti sigue en prisión proclamando que es inocente; la justicia italiana mantiene que las pruebas dicen lo contrario; y la opinión pública se mueve entre quienes ven el caso como una historia cerrada y quienes siguen señalando los puntos oscuros. Lo único que no admite discusión es esto: una niña salió a dejar un aparato de música en el gimnasio y nunca regresó; alguien le hizo un daño que su cuerpo no pudo soportar y la abandonó sola, en un campo helado. Todo lo demás —el ADN, los interrogatorios, los tribunales, las series— gira alrededor de ese núcleo brutal.
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