La noche del 16 de diciembre de 2016, Vigo estaba llena de luces, brindis y cenas de empresa. Entre tantos grupos, uno celebraba el fin de año en un hotel cercano al puerto: el equipo de una auxiliar de Citroën. Allí estaba Ana María Enjamio Carrillo, 25 años, ilusionada con su primer trabajo como ingeniera. Horas después, cuando regresaba a casa sola, alguien la esperó en el portal de su edificio y le arrebató la vida con una violencia difícil de imaginar. Ese ataque no fue obra de un desconocido: la justicia española acabaría señalando a su ex pareja, César Adrio Otero, como responsable de un crimen que marcó para siempre el nombre de Ana en la memoria de Vigo.
Ana había nacido en Boqueixón (A Coruña) y era, según su familia, una chica risueña, responsable y brillante. Acababa de terminar Ingeniería Industrial y se había incorporado a una empresa del Grupo Cablerías en O Porriño, donde en pocos meses se ganó el respeto de compañeros y jefes por su capacidad de organización. Compartía piso en Vigo con dos amigas, empezaba a hacer su vida adulta lejos de casa y vivía ese momento vital en el que todo parece estar por estrenarse: trabajo nuevo, ciudad nueva, independencia.
En ese entorno laboral conoció a César Adrio, ingeniero, 38 años, casado y con dos hijos pequeños. Él fue su formador cuando ella entró como becaria y, según la acusación, pronto pasó de ser un referente profesional a convertirse en pareja sentimental. A los pocos meses de relación, llegaron a convivir en el piso de Ana durante un tiempo. Cuando ella decidió romper ese vínculo y tomar distancia, él, según declararía después un jurado popular, se negó a aceptarlo. Esa negativa a asumir el final fue el punto de partida de una escalada de control que la justicia interpretaría como hostigamiento continuado.
Durante meses, y de acuerdo con los hechos declarados probados en la sentencia, César no dejó en paz a Ana. El tribunal consideró acreditado que la sometió a un acoso insistente: mensajes, presencia constante, presiones para retomar la relación. Llegó a sustraerle el teléfono móvil para revisar su vida privada y, además, a difundir imágenes íntimas sin su consentimiento, lo que supuso una gravísima invasión de su intimidad. Incluso le habría colocado un sistema de seguimiento en el móvil para saber dónde estaba en cada momento. Esa combinación de control obsesivo y vulneración de su privacidad es la que llevó al jurado a condenarlo no solo por el ataque mortal, sino también por acoso y vulneración de la intimidad.
La noche del 16 de diciembre, la empresa celebraba su tradicional cena de Navidad en un hotel de Vigo. Coincidieron allí Ana y César. Él acudió también al evento, a pesar de que la relación ya estaba rota y de que, según varias personas del entorno, la situación entre ambos era tensa. Durante la cena, Ana intentó disfrutar con sus compañeros, sacarse fotos, hablar de proyectos. Lo que ella no sabía era que, según la hipótesis de la acusación posteriormente asumida por el jurado, su ex estaba utilizando esas mismas horas para preparar el escenario del ataque.
Cámaras de seguridad y testimonios situaron a Ana saliendo de la cena de empresa de madrugada, acompañada de dos compañeras que la dejaron cerca de su casa. El plan era sencillo y cotidiano: caminar unos metros, entrar en su portal y subir a su piso. Lo que reconstruye la sentencia es muy distinto: César habría abandonado antes la cena, se habría desplazado hasta la zona de la vivienda de Ana y la habría esperado en el portal, oculto tras la puerta, sabiendo que ella llegaría sola y confiada. Cuando la joven cruzó ese umbral, el lugar que debía ser la frontera segura entre la calle y su hogar se convirtió en una trampa.
En el interior del portal, en cuestión de segundos, se desató la violencia. Los informes forenses describen casi una treintena de heridas con arma blanca, muchas de ellas concentradas en la zona del pecho y el corazón. El jurado consideró probado que Ana fue atacada por sorpresa, sin posibilidad real de defenderse, y que el agresor mantuvo el ataque más allá de lo necesario para causarle la muerte, lo que llevó a apreciar ensañamiento y alevosía. Algunos vecinos escucharon ruidos en la escalera, pero cuando salieron ya era tarde: encontraron a la joven gravemente herida en el suelo del portal. Poco se pudo hacer por su vida.
La investigación se activó de inmediato. Desde el primer momento, la Policía Nacional apuntó al entorno cercano: no había señales de robo ni de ataque oportunista. Las miradas se dirigieron muy rápido hacia César Adrio, compañero de trabajo y ex pareja de Ana, que había estado en la cena y presentaba, según testigos, un comportamiento extraño en los días previos. La sospecha se confirmó cuando, horas después del ataque, fue localizado en el hospital Álvaro Cunqueiro, donde había ingresado tras intentar quitarse la vida. Allí fue detenido por los agentes, que a partir de entonces lo consideraron el principal sospechoso.
Durante la instrucción, fueron apareciendo piezas clave: el rastro de acoso previo, la relación de pareja, el robo del móvil, la difusión de imágenes privadas, las frases de control del tipo “si no estás conmigo, no estarás con nadie”, reproducidas por testigos en el juicio. A pesar de eso, César mantuvo siempre la misma postura: negó haber sido el autor material del ataque, habló de una supuesta relación “clandestina” y trató de desacreditar a Ana, describiéndola como alguien “mentirosa” preocupada solo por su reputación. Sus explicaciones no convencieron al jurado, que consideró que formaban parte de una estrategia para sembrar dudas sobre pruebas que encajaban como engranajes.
El juicio con jurado popular se celebró en Vigo en diciembre de 2019. La Fiscalía pidió 27 años de prisión, la acusación popular ejercida por la Xunta de Galicia elevó la petición a 33 años, y la defensa insistió en la inocencia de César. Tras escuchar a peritos, agentes, amigos y familiares, el jurado lo declaró culpable por unanimidad de un delito de asesinato (en términos jurídicos) con alevosía y ensañamiento, además de culpable de acoso y de vulneración de la intimidad de Ana. Para los nueve miembros del tribunal popular, no había duda: el ataque fue la culminación de meses de control, hostigamiento y rabia por no aceptar la ruptura.
El 3 de enero de 2020, la Audiencia Provincial de Pontevedra dictó sentencia: 30 años y 4 meses de prisión para César Adrio Otero. La pena se desglose en 25 años por el ataque mortal, 20 meses por el acoso y 3 años y 8 meses por la vulneración de la intimidad, aplicando además las agravantes de parentesco (por la relación de pareja y convivencia previa) y de género, al entender que actuó movido por un sentimiento de dominación machista: si ella no iba a estar con él, no estaría con nadie. En 2020, el Tribunal Superior de Xustiza de Galicia confirmó esa decisión con una pena de 30 años de prisión, y posteriormente el Tribunal Supremo mantuvo la culpabilidad ajustando la cifra final a 29 años de cárcel.
La historia judicial no terminó ahí. En 2022, la Audiencia Provincial ratificó la retirada total de la patria potestad a César sobre sus dos hijos menores, señalando que un hombre que ha quitado la vida a una mujer tras hostigarla durante meses “no está en condiciones de velar” por el bienestar de sus hijos. La resolución subrayaba que ese comportamiento revela una concepción profundamente dañina de las relaciones, incompatible con el ejercicio responsable de la paternidad.
El caso de Ana María Enjamio se convirtió en uno de los símbolos de la violencia machista en Galicia. Manifestaciones, minutos de silencio, concentraciones en Vigo y en Boqueixón recordaron su nombre año tras año. Programas de radio, podcasts y espacios de true crime han revisado el expediente no por morbo, sino para intentar entender cómo un proceso de control que empezó casi en silencio —un formador que se acerca, una relación que se vuelve asfixiante, un acoso constante— terminó en un ataque mortal en el lugar que debía ser la antesala de su hogar.
Contar hoy la historia de Ana María Enjamio nos obliga a mirar donde importa. Ana era una joven ingeniera que había hecho todo “bien”: estudiar, trabajar, independizarse. Su vida no se rompió por estar en el lugar equivocado, sino por cruzarse con alguien que decidió que su voluntad valía más que la de ella. El sistema respondió esta vez con una condena contundente y con el reconocimiento explícito del componente de género; pero eso no devuelve a Ana, ni consuela del todo a quienes la quisieron. Mantener vivo su nombre —sin morbo, sin culpabilizarla, sin convertirla en simple caso— es una forma de resistencia frente a esa idea terrible de que una mujer que decide irse de una relación se arriesga a pagar con su vida. Ana no es solo un expediente en un juzgado de Vigo: es una pregunta que nos sigue interpelando cada Navidad, cuando pensamos en cuántas cenas esconden historias que podrían, si no se frenan a tiempo, terminar en otra pesadilla como la suya.
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