El caso de Javier Joyanes: una boda en La Calahorra, una rambla oscura y unos padres que se niegan a creer en un “simple accidente”


La noche del 6 al 7 de septiembre de 2008, en La Calahorra (Granada), terminó como empiezan muchas pesadillas reales: con una llamada corta, una voz lejana y un silencio que ya nunca se rompió. Al día siguiente, el cuerpo de Javier Joyanes Castilla, un joven jiennense de 27 años, apareció en el fondo de una rambla, a los pies de un terraplén de unos cinco metros. La versión oficial habló de una caída accidental en plena madrugada. Sus padres, desde entonces conocidos como los “padres coraje de Jaén”, llevan más de tres lustros repitiendo otra cosa: que a su hijo le hicieron daño y que alguien sigue sin responder por ello. 

Antes de convertirse en caso, Javier era un chico con la vida en marcha. Vecino de La Guardia (Jaén), ingeniero informático, estaba a punto de mudarse a Madrid para empezar un trabajo que le ilusionaba. Era alto —casi 1,90—, deportista, con estudios de posgrado, un círculo de amigos muy cercano y planes muy concretos: terminar su máster, arrancar su nueva etapa profesional y seguir construyendo una vida normal, de esas que nunca deberían cruzarse con la crónica negra. 

El 6 de septiembre de 2008, Javier viajó con un amigo de la infancia —en los reportajes lo llaman “Zeta” para preservar su identidad— a La Calahorra. Iban a la boda de unos amigos comunes. Fue ese amigo quien eligió un hostal distinto al lugar de la celebración, pero cercano al salón donde se montó la carpa de la fiesta. La noche transcurrió aparentemente sin problemas: música, gente conocida, bromas… hasta que, pasadas las 4:30 de la madrugada, las piezas empezaron a moverse de forma extraña. 


A esa hora, Javier llamó por teléfono a una chica que había conocido en la boda, Mari Carmen, que ya se marchaba hacia Málaga en coche con otra pareja. La conversación duró algo más de dos minutos, hasta que se cortó, según se recogió después, por falta de cobertura. Pocos minutos más tarde, el móvil de Javier marcó otro número relacionado con un piso en alquiler, otra llamada incongruente a esas horas. Y a las 4:46, el teléfono sonó en casa de sus padres en Jaén: su madre descolgó, escuchó una voz diciendo poco más que “aquí” y la comunicación se rompió. Nunca sabrá con certeza si era realmente su hijo al otro lado de la línea. 

Doce horas después, alrededor de las cinco de la tarde del 7 de septiembre, dos vecinos encontraron el cuerpo de Javier en una rambla seca a las afueras de La Calahorra, al pie de un desnivel de unos cinco metros. La Guardia Civil llegó a una conclusión rápida: accidente. La hipótesis oficial dice que el joven salió de la boda rumbo al hostal, se desorientó de noche en un terreno desconocido, caminó campo a través hablando por el móvil, resbaló y cayó al cauce, sufriendo lesiones graves que le provocaron la muerte. Con esa interpretación, apoyada en los primeros informes forenses del Instituto de Medicina Legal de Granada, el Juzgado de Instrucción nº 2 de Guadix archivó el caso apenas un mes después. 

Pero el cuerpo de Javier contaba otra historia, o al menos eso sintieron sus padres desde el principio. Tenía fracturas muy severas en la pelvis y la cadera, lesiones en la mandíbula y un brazo tan dañado que llegó a perder mucha sangre de forma lenta, no instantánea. El pantalón apareció bajado hasta aproximadamente la rodilla, un detalle que nadie explicó de forma convincente. El lugar de la supuesta caída carecía de rocas o superficies duras que justificaran la violencia de algunas de las heridas. Para Maximiliano Joyanes y Maribel Castilla, nada encajaba con la imagen de un simple tropiezo en la oscuridad. 


Lejos de resignarse, los padres decidieron convertirse en investigadores. Revisaron el tráfico de llamadas, hablaron con testigos, reconstruyeron minuto a minuto la última noche de su hijo y, sobre todo, buscaron segundas opiniones periciales. Contrataron a dos de los forenses más prestigiosos del país: Luis Frontela y Vicente Herrero Hidalgo. Mientras las instituciones daban por cerrado el asunto, ellos levantaban, pieza a pieza, un relato alternativo que apuntaba en otra dirección: no a una caída, sino a un posible atropello y posterior traslado del cuerpo. 

Los informes de estos expertos son demoledores para la versión oficial. Frontela concluye que la muerte de Javier se debió a un golpe de vehículo, no a una caída, y que el lugar donde apareció el cuerpo no coincide con el escenario original del impacto. Herrero señala que las fracturas de pelvis y cadera serían difícilmente explicables por una caída de cinco metros sin superficie dura de impacto y que algunas lesiones no presentaban restos del terreno de la rambla, como cabría esperar. Ambos coinciden en algo clave: todo apunta a que el cuerpo fue colocado en la rambla cuando Javier ya estaba gravemente herido, para simular una caída, y que incluso fue incorporado hasta una posición casi sentada que él mismo no habría podido adoptar dadas sus lesiones. 

Con esos dictámenes en la mano, la familia pasó de la investigación doméstica a la batalla pública. Crearon la asociación Pro-Justicia para Javi y la plataforma Justicia para Javi, empezaron a salir en medios y convocaron concentraciones ante la Subdelegación del Gobierno en Granada y en la plaza de Santa María, en Jaén. Lanzaron una campaña en Change.org para pedir una nueva investigación policial y judicial y solicitaron una reunión con el ministro del Interior. El Ayuntamiento de Jaén aprobó una declaración institucional apoyando su petición, y familiares y amigos inundaron redes sociales con el rostro de Javier, exigiendo que la muerte del joven no quedara en un cajón etiquetado como “accidente”. 


La presión surtió algo de efecto. En 2013 y 2014, la familia logró que el caso llegara al Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) y que se pidiera a la Audiencia de Granada que no diera el asunto por cerrado. En octubre de 2016 llegó lo que los padres llamaron su primera gran victoria: la Audiencia Provincial de Granada ordenó reabrir la causa para tomar declaración a una persona que, dos años antes, había enviado a la madre un mensaje estremecedor: “A vuestro hijo lo mataron. Yo lo vi”. La reapertura reavivó la esperanza de que, por fin, alguien que hubiera presenciado lo ocurrido se decidiera a contar todo. 

Sin embargo, ese hilo también se fue deshaciendo. Cuando la Justicia localizó al titular del teléfono, este negó ser el autor del mensaje. Según han contado los padres, la persona que inicialmente se mostró dispuesta a declarar dio marcha atrás. El Juzgado de Guadix, tras practicar pocas diligencias más de las estrictamente formales, decidió volver a archivar la causa en marzo de 2017, por cuarta vez. Para la familia fue “otro jarro de agua fría”: habían visto reabrirse la puerta y, cinco meses después, se la cerraban de nuevo casi en la cara. 

Desde entonces, la historia judicial del caso de Javier Joyanes se ha quedado congelada. El procedimiento permanece archivado de forma provisional, sin nadie imputado ni juicio a la vista. La asociación Pro-Justicia para Javi sigue registrada con el objetivo de “postular, pedir y exigir el esclarecimiento de las circunstancias de la muerte de Javier Joyanes Castilla”, y el grupo de apoyo en redes continúa activo, compartiendo recortes, entrevistas y mensajes de ánimo para unos padres que ya acumulan más de 15 años de lucha. No hay noticias de nuevas reaperturas tras 2017, y el tiempo juega en contra: cada año que pasa es un año más de distancias, de memorias que se difuminan y de pruebas que pueden perderse para siempre. 


Mientras tanto, la vida de Maximiliano Joyanes y Maribel Castilla gira alrededor de una frase que repiten en entrevistas y concentraciones: “Tenemos derecho a saber qué le pasó a nuestro hijo”. Sienten que han chocado contra un muro de archivos, silencios y decisiones que priorizan cerrar expedientes antes que agotar todas las líneas de investigación: no se ha permitido una segunda autopsia, los informes de los peritos independientes no han sido asumidos por el juzgado y las dudas sobre la noche de la boda siguen ahí, intactas. Ellos, sin embargo, se aferran a la idea de que en algún lugar hay alguien que vio algo y aún no ha hablado, alguien que podría ajustar, por fin, las piezas de este rompecabezas. 


El caso de Javier Joyanes no es solo la historia de una muerte en una rambla de La Calahorra; es también un espejo incómodo sobre cómo se gestionan ciertas muertes dudosas en España: un archivo rápido bajo la etiqueta de “accidente”, unas familias que se ven obligadas a financiar sus propias pericias, una Justicia que tarda años en reaccionar y que, cuando por fin se mueve, lo hace a trompicones, para acabar en el mismo punto de partida. Entre la versión de la caída y la hipótesis del atropello hay un abismo de consecuencias, y en medio de ese abismo, una familia que se resiste a que la versión más cómoda sea la última palabra.

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