El crimen de Silió: la envidia que apagó la vida de Crisanta Gómez Gutiérrez


En pleno invierno de 1974, el pequeño pueblo de Silió, en el valle de Iguña (Cantabria), dejó de ser solo una aldea de montes y campanos para convertirse en escenario de una pesadilla que todavía hoy se recuerda en voz baja: el crimen de Silió. La víctima fue Crisanta Gómez Gutiérrez, una chica de 16 años, vecina del pueblo, cuyo rastro se perdió una tarde de enero cuando fue a casa de su prima. Pocos días después, la Guardia Civil descubriría que la tragedia no estaba lejos ni en manos de un desconocido, sino dentro de la propia familia. 

Crisanta era hija de un matrimonio conocido en la zona como “los mudos de Silió”, una forma cruel pero habitual en la época de referirse a sus padres, ambos con discapacidad auditiva. Eran gente humilde, trabajadora, integrada en la vida del pueblo. Los vecinos recuerdan a la chica como una adolescente discreta, responsable, que ayudaba en casa y en el pequeño negocio familiar, y que empezaba a asomarse a la vida adulta con más deberes que caprichos. Nada en su biografía hizo pensar nunca que acabaría asociada para siempre a uno de los episodios más oscuros de la crónica negra cántabra. 

En esa misma trama familiar aparece Josefa Gómez, prima de Crisanta, unos 30 años, casada, madre de tres hijos y al frente de un pequeño establecimiento que antes había pertenecido a los padres de la víctima. Según recogió la prensa de la época y estudios posteriores sobre el tratamiento mediático del caso, había de fondo tensiones económicas: se hablaba de una deuda de unas 200.000 pesetas que Josefa y su marido mantenían con los padres de la joven. A esa presión se le sumarían los celos y la envidia, ingredientes que con el tiempo serían señalados como el núcleo emocional del crimen. 


El 23 de enero de 1974, Crisanta acudió como cualquier día a casa de su tía, en Silió. Había ido, según se contó, a recoger una cazuela y hacer un recado doméstico. A partir de ahí, su rastro se diluye. No vuelve a casa, no aparece con amigas, nadie la ve regresar por las calles del pueblo. Su familia, preocupada, da la voz de alarma. La desaparición se convierte enseguida en noticia: un periódico local titula “Extraña desaparición de una joven en Silió”, mientras el valle de Iguña se organiza en batidas improvisadas, rastreando cunetas, fincas y caminos. 

Durante tres días, el pueblo vive en una mezcla de miedo y esperanza. Nadie quiere creer que a Crisanta le haya pasado algo irreparable; se habla de un posible accidente, de una huida impulsiva, de todo aquello que permite imaginar un final menos duro. La Guardia Civil interroga a vecinos, reconstruye las últimas horas conocidas de la joven y se fija pronto en un detalle clave: la última persona que la vio con vida habría sido su prima Josefa, en cuya casa estuvo la tarde de la desaparición. El foco investigador se empieza a estrechar. 

La noche del 26 de enero de 1974 rompe cualquier esperanza. A eso de las nueve, la Guardia Civil localiza restos humanos vinculados a Crisanta. Parte de ellos aparecen en un monte cercano; otros, ocultos en la propia vivienda de Josefa, integrados en un tabique del chalet, lo que obligó a los agentes a abrir huecos en la pared para recuperarlos, según recordaría después la prensa y, ya en 2024, el programa Cuarto Milenio. No hacen falta descripciones explícitas: el solo hecho de que alguien tomara el tiempo, el esfuerzo y la sangre fría de ocultar a una adolescente dentro de las paredes de su casa da la medida del horror. 


Ante la evidencia, Josefa Gómez se viene abajo. En cuestión de horas, confiesa a la Guardia Civil que es la autora del crimen. Explica que todo había sido impulsado por una mezcla de celos, resentimiento y envidia hacia su prima: se sentía eclipsada por la joven, por el cariño que despertaba, por su papel en el negocio familiar que antes había sido suyo. Algunos medios de la época hablaron también del peso de la deuda económica con los padres de Crisanta como posible móvil añadido. El relato de Josefa, frío y detallado, estremeció a Cantabria. 

Pero Silió no tardó en mirar más allá de una sola persona. En el pueblo comenzaron a circular rumores que señalaban también al marido de Josefa, Ramiro Villegas Saiz. Algunos vecinos estaban convencidos de que él debía haber sabido algo, o incluso haber participado, sobre todo por el trasfondo del pequeño comercio familiar. Un estudio posterior sobre la prensa de la Transición recoge cómo un diario llegó a titular: “Una deuda económica de los asesinos con los padres de la víctima, posible móvil del crimen de Silio”, mencionando a ambos por su nombre. Sin embargo, más allá del ruido y las sospechas, la justicia solo condenó a Josefa; la posible implicación de su marido nunca quedó acreditada en sentencia y se mantuvo en el terreno de lo que nadie pudo demostrar. 

El juicio se celebró en 1975 y fue seguido por multitudes, atraídas por la combinación de cercanía, morbo y desconcierto que despertaba el caso. Josefa se mostró distante, casi fría, al relatar cómo había planeado el crimen durante semanas. La sala escuchó cómo una mujer de 30 años había convertido su casa en el escenario de una agresión mortal a su propia prima adolescente. Finalmente fue condenada a 30 años de prisión, una pena que reflejaba la gravedad del caso y la conmoción social que había provocado. 

La historia, sin embargo, tiene otro giro que todavía hoy duele en Cantabria: pese a aquella condena ejemplar, Josefa solo cumplió unos ocho años de cárcel, beneficiada por reducciones de pena y medidas de reinserción vigentes en la época. Lo recordaba en 2024 El Diario Montañés, y lo ha subrayado en 2025 Alerta: una condena larga en el papel que se tradujo en una estancia en prisión mucho más corta de lo que la opinión pública esperaba. Para la familia de Crisanta, y para muchos vecinos, fue como si el peso del daño y el de la justicia nunca llegaran a equilibrarse. 

Después del juicio llegó el silencio. Silió, que durante meses había sido portada de periódicos por el “crimen de la prima”, pasó a ser un pueblo que intentaba recuperarse. Las familias, todavía vecinas, tuvieron que aprender a convivir con una grieta imposible: unos habían perdido a su hija de la forma más cruel; otros cargaban con el estigma de compartir sangre con la autora. Muchos habitantes comenzaron a evitar hablar del tema con forasteros. El caso se convirtió en una especie de secreto a voces, que solo salía en susurros o cuando algún periodista se atrevía a preguntar demasiado. 

Con los años, el crimen de Silió fue cayendo en una especie de limbo de la memoria, hasta que la cultura popular lo rescató. En 2011 y 2012, programas de radio y blogs especializados lo revisitaron, analizando tanto el caso policial como el clima de rumor permanente que lo rodeó.   En 2024, el programa Cuarto Milenio lo llevó a la televisión nacional, subrayando el componente de “envidia letal” y mostrando cómo los agentes tuvieron que romper paredes para recuperar los restos de la víctima. En 2025, nuevos reportajes en la prensa cántabra han vuelto a poner a Crisanta en el centro, esta vez con un tono más respetuoso, intentando comprender el impacto del crimen en la comunidad y no solo recrearse en lo macabro. 


Hoy, medio siglo después, Silió se define hacia fuera por sus fiestas y tradiciones —como las mascaradas invernales y otras celebraciones que han dado al pueblo cierto reconocimiento—, pero, en el interior, hay una sombra que nunca se ha ido del todo. Los descendientes de ambas familias siguen viviendo en la zona. No hay placas, ni monolitos, ni grandes homenajes públicos; la memoria de Crisanta Gómez Gutiérrez se sostiene más bien en lo íntimo: en una tumba que comparte con su padre, donde cada Todos los Santos siguen apareciendo flores frescas, y en las conversaciones que a veces se rompen de golpe cuando alguien menciona “aquello de 1974”. 

El crimen de Silió habla de muchas cosas a la vez: de cómo la envidia puede crecer en el espacio más cotidiano, de cómo los conflictos económicos y familiares mal resueltos pueden fermentar durante años, de lo vulnerable que puede ser una chica de 16 años incluso dentro de su propio círculo. También muestra el poder del rumor: un pueblo entero señalando a más personas de las que luego aparecen en una sentencia, nombres que quedan manchados para siempre sin que un juez llegue a condenarlos, mientras otros hechos, como la corta duración de una condena, dejan la sensación de que el sistema no ha estado a la altura. 

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