El caso de Nathaly Salazar Ayala: la mochilera que desapareció en Cusco y un río que nunca devolvió la verdad


Nathaly Salazar Ayala tenía 28 años, era hispano-ecuatoriana, vecina de Valencia, apasionada del deporte y del turismo de aventura. Había estudiado gestión de actividad física y deporte, y soñaba con montar algún día su propia agencia de viajes, conectando Europa con Ecuador y Perú. En septiembre de 2017 tomó una decisión que parecía luminosa: recorrer Latinoamérica como mochilera. En enero de 2018, su nombre se convertiría en sinónimo de misterio, dolor e indignación: el caso Nathaly Salazar Ayala. 

Su viaje empezó el 27 de septiembre de 2017, cuando salió de España rumbo a Quito, donde se reencontró con sus raíces ecuatorianas. Después siguió hacia el sur y llegó al Cusco el 23 de diciembre de 2017, justo para pasar las fiestas en la antigua capital del Imperio inca. Se alojó en el hostal Pariwana, en pleno centro mochilero, y desde allí planificó excursiones a Machu Picchu, al Valle Sagrado y a lugares menos masificados. Ese era su plan: caminar, probar deportes de riesgo, conocer gente y, de paso, estudiar de cerca el turismo de aventura de la zona. 

El 2 de enero de 2018, Nathaly salió temprano del hostal con leggins negros, chaqueta rosa y botas de montaña. Dijo que iba a conocer Moray y la zona de Maras, un recorrido clásico de ida y vuelta en el día desde Cusco. Dejó su mochila grande y la mayor parte del equipaje en la habitación; solo se llevó un bolso pequeño con algo de dinero, su pasaporte y el móvil. Esa fue la última vez que se la vio en el hostal, captada por las cámaras de seguridad: una chica sonriente que salía a vivir un día más de viaje… sin saber que ese día se convertiría en el centro de una pesadilla internacional. 

Según la reconstrucción oficial, Nathaly tomó primero transporte hacia Pisac y luego enlazó hacia Maras. Allí apareció en escena Jainor Huillca, un joven que hacía de taxista informal en la zona. Él la llevó hasta el área de zipline —tirolina— que explotaba la empresa Maras Aventura / Cusco Perú Zipline y, además, le ofreció probar la actividad de aventura. En ese punto se suma Luzgardo Pillco, ligado a la empresa como monitor o personal de apoyo. Ese trío —una turista sola y dos jóvenes que la guiaban— es la última combinación conocida antes de que su rastro se cortara para siempre. 

Los primeros días tras la desaparición fueron de desconcierto absoluto. Desde Valencia, su hermana Tamara denunciaba que “nadie la estaba buscando” y reclamaba que las autoridades peruanas se movieran de verdad. En Cusco, la policía inicialmente manejó la hipótesis de una excursión más larga de lo previsto o problemas de cobertura. Solo cuando la presión mediática creció en España, Ecuador y Perú, y los padres de Nathaly volaron al país andino para sumarse a la búsqueda, la investigación se aceleró: se revisaron cámaras, se interrogaron a conductores y se reconstruyó el itinerario hasta la zona de Maras. 

El giro llegó a mediados de enero. La policía localizó el vehículo de Jainor Huillca y lo relacionó con el traslado de Nathaly el día 2. Posteriormente detuvo tanto a él como a Luzgardo Pillco. Tras varias horas de interrogatorio, los dos jóvenes dieron una versión coincidente en lo básico: afirmaron que la turista había sufrido un grave accidente mientras practicaba zipline, en plena lluvia, sin que se respetaran las medidas de seguridad mínimas, y que falleció sin recibir auxilio médico. Aseguraron que, por miedo a perder sus trabajos y a las represalias, decidieron ocultar todo. 


La confesión añadió detalles escalofriantes. Jainor y Luzgardo dijeron que, tras el impacto, colocaron el cuerpo de Nathaly en la parte trasera del coche, condujeron hasta el sector de Tankaq, en la zona de Ollantaytambo, y allí la arrojaron al caudaloso río Vilcanota–Urubamba. Para reforzar la coartada, contaron que introdujeron piedras y arena en su mochila para que no flotara y dejaron una botella de ron medio vacía para simular que la joven habría caído al río en estado de embriaguez. También reconocieron que se quedaron con algunas pertenencias: el móvil, una cámara de fotos, un monedero, una casaca naranja y un palo de selfie. 

Desde ese momento, la prioridad fue recuperar el cuerpo. Durante semanas, equipos de rescate, policía y bomberos rastrillaron el curso del Vilcanota con buzos, helicópteros y drones. Nunca apareció ni un solo resto. Al mismo tiempo, empezaban a notarse grietas importantes en la versión de los detenidos: no se halló sangre ni en la estructura de la tirolina ni en el maletero del vehículo que supuestamente transportó el cuerpo; las rutas que decían haber seguido cambiaban de declaración en declaración; y diferían sobre quién propuso deshacerse del cuerpo y cómo. La propia Fiscalía habló de contradicciones graves y de acciones claras para confundir la investigación. 

A todo esto se sumó otra capa inquietante: la familia de Nathaly empezó a recoger testimonios y datos que no encajaban con el relato del “accidente”. Su madre, Alexandra Ayala, y su padre viajaron repetidas veces a Cusco, hablaron con comuneros, revisaron horarios, mensajes y registros. Supieron que en el teléfono de Nathaly había conversaciones de chat activas hasta casi las 19:00 de ese 2 de enero, horas después de la supuesta hora del impacto; escucharon a vecinos decir que la vieron aquella tarde en una fiesta en la zona de Maras; y constataron que los propios guías presentaban lesiones compatibles con una fuerte resistencia física. La madre está convencida de que su hija sufrió una agresión mucho más grave que un simple error deportivo y que, después, trataron de borrar su rastro. 


En el plano judicial, el caso avanzó despacio pero llegó a juicio. Tras periodos de prisión preventiva, el 13 de abril de 2020 la jueza Melody Contreras condenó en primera instancia a Jainor Huillca y Luzgardo Pillco a 11 años y 4 meses de cárcel por homicidio culposo, hurto agravado y encubrimiento real, en agravio de Nathaly Salazar. Además, fijó una reparación civil de 150.000 soles a favor de los padres, y declaró responsables civiles a los dueños de la empresa de aventuras. La sentencia reconocía que habían ocultado el cuerpo y se habían quedado con sus pertenencias, pero mantenía la idea de una muerte por imprudencia, no intencional. 

La familia apeló: consideraba que aquello no era un simple “error”, sino una cadena de decisiones conscientes que pusieron en riesgo mortal a una mujer joven y la dejaron abandonada sin auxilio. Pero también apelaron los condenados. Y en diciembre de 2020 llegó otro golpe. La Segunda Sala de Apelaciones de Cusco redujo la pena a 7 años y 6 meses de prisión, eliminó el delito de encubrimiento real y mantuvo solo homicidio culposo e hurto. Los magistrados argumentaron que la condena original era “ilegal y desproporcionada” porque superaba lo pedido por la Fiscalía. Para la madre de Nathaly, aquella rebaja fue “una burla” que maquillaba como accidente lo que ella percibe como un crimen mucho más grave. 

Los años siguientes no hicieron sino aumentar la sensación de injusticia. Mientras los padres mantenían campañas bajo el lema #JusticiaParaNathaly y acudían incluso a instancias internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en Perú la condena empezaba a agotarse. En 2023 se supo que Jainor Huillca ya estaba en libertad gracias a beneficios penitenciarios, pese a no haber pagado la reparación civil ni revelado dónde está el cuerpo. Y en enero de 2024, medios peruanos recogieron la indignación de Alexandra Ayala al conocer la liberación: uno de los responsables podía “rehacer su vida” mientras ella seguía sin un lugar donde llevar flores a su hija. 


El cuerpo de Nathaly nunca ha sido encontrado. No hay restos, no hubo autopsia, y la única versión aceptada por los tribunales sigue siendo la de los dos jóvenes que se contradijeron una y otra vez. Alrededor del caso flotan, además, acusaciones muy serias: la familia denunció que el abogado de los condenados les habría pedido 10.000 dólares a cambio de revelar el paradero del cuerpo; criticó la actuación de la unidad de personas desaparecidas y habló de pruebas importantes ignoradas o tardíamente incorporadas. Para ellos, el expediente es el retrato de una investigación incompleta en la que la verdad quedó sepultada bajo prisas, intereses y descuidos. 

El caso Nathaly Salazar Ayala dejó al descubierto algo más que la tragedia de una familia. Un trabajo académico sobre seguridad en turismo de aventura en Perú cita expresamente su muerte como ejemplo de cómo la informalidad, la falta de regulación y la ausencia de controles convierten actividades de ocio en auténticas trampas. En Maras y otras zonas del Valle Sagrado se ofrecían tirolinas y deportes extremos con escaso control público, equipos en malas condiciones y personal sin formación suficiente. Después de Nathaly, hubo otros incidentes graves en esa misma área. Su nombre se ha transformado en un recordatorio incómodo de lo que puede ocurrir cuando el negocio se impone a la seguridad.


Hoy, más de seis años después de aquel 2 de enero de 2018, la historia sigue abierta en dos planos distintos. En el judicial, los responsables ya han cumplido buena parte de sus penas y uno de ellos ha salido en libertad anticipada; el caso se considera resuelto como una muerte por imprudencia en un deporte de aventura, seguida de ocultamiento del cuerpo. En el humano, sin embargo, nada está cerrado: no hay tumba, no hay restos, no hay respuesta completa para explicar qué le hicieron exactamente a Nathaly. Solo queda el eco de una mochila con piedras hundiéndose en un río y la voz de una madre repitiendo el nombre de su hija para que el mundo no la olvide.

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