La mañana del 9 de noviembre de 1985, un jardinero que trabajaba en el llamado Parque Infantil de Badajoz, junto al actual auditorio Ricardo Carapeto y muy cerca del parque de Castelar, se topó con una escena que jamás olvidaría: bajo un cedro, entre setos y tierra removida, yacía el cuerpo de un joven con bata blanca de médico y vaqueros. Era José Damián Vega Díaz, 21 años, estudiante de Medicina y novato de la tuna de la facultad. Aquel hallazgo marcaría para siempre la memoria de la ciudad bajo un nombre que aún hoy provoca escalofríos: “el crimen del tuno”.
Antes de convertirse en caso, José Damián era simplemente Damián para los suyos. Nacido en Villanueva del Fresno en 1964, vivía en Badajoz, en la calle Arias Montano, mientras cursaba tercero de Medicina. Era un chico estudioso, muy querido, y la gran esperanza de su familia. Soñaba con acabar la carrera, ponerse la bata de médico de verdad y seguir subiendo escalones. En 1985, además, estaba ilusionado con algo muy concreto: su “bautizo” en la Tuna de Medicina, un rito festivo que era casi tan importante como un examen aprobado.
Aquél fin de semana de noviembre estaba marcado en rojo. El 10 de noviembre por la mañana tenía lugar la prueba de novato para ingresar oficialmente en la tuna; Damián era uno de los seis jóvenes que debía presentarse. La noche anterior salió con amigos universitarios; según un testimonio familiar recogido años después, un pariente lo dejó en coche cerca de su casa sobre las tres de la madrugada. No volvió a subir a ese piso de la calle Arias Montano. Cuando sus compañeros comenzaron la fiesta del bautizo tuno al día siguiente, ya les faltaba uno. Mientras ellos se preguntaban dónde estaba, el cuerpo de su amigo llevaba horas tendido entre los matorrales del parque.
El jardinero que lo encontró habló de una figura humana bajo un árbol, al final de una rampa con escalinatas que daba a las gradas del recinto. Llamó a la policía. Cuando llegaron el juez y el forense, confirmaron lo que nadie quería oír: el joven estaba sin vida, con múltiples heridas de arma blanca y la rigidez que indica que llevaba ya varias horas muerto. Llevaba una bata blanca encima de la ropa, algo que reforzaba la imagen de aquel estudiante de Medicina al que le habían cortado el futuro en un lugar que, hasta entonces, era solo un parque de juegos y paseos familiares.
La autopsia confirmó la violencia extrema del ataque. José Damián presentaba alrededor de una docena de heridas punzantes distribuidas entre cuello, hemitórax y zona del corazón. El cuerpo mostraba además signos de una agresión de carácter sexual y la presencia de restos biológicos que apuntaban a un componente íntimo en el crimen. No había indicios de robo ni de ajuste de cuentas; el perfil del chico tampoco encajaba con ningún mundo delictivo. Prensa y policía empezaron a hablar de un posible “crimen pasional”, expresión de aquella España de mediados de los 80 donde la diversidad sexual seguía siendo tabú y muchos hechos se leían bajo ese prisma.
En el escenario quedaron pocas pistas, pero una de ellas parecía prometedora: un pelo atrapado bajo una de las uñas de la mano de la víctima. En un tiempo sin cámaras de seguridad ni ADN rutinario, aquel pelo se convirtió en la gran esperanza de la investigación. La policía científica lo envió a Madrid para un análisis morfológico y, mientras tanto, la Brigada Judicial de Badajoz empezaba a reconstruir las últimas horas de Damián: su salida con amigos, el regreso en coche hasta las inmediaciones de su casa, la posibilidad de que hubiese quedado con alguien o de que alguien lo esperara en la oscuridad.
Pronto surgió un principal sospechoso: un médico que ejercía en Badajoz en aquellos años. Tras la investigación policial, fue llamado a declarar y su nombre quedó en los sumarios, pero nunca trascendió públicamente. Un primer estudio del pelo hallado bajo la uña, comparado con una muestra de ese hombre, arrojó un 90 % de coincidencia morfológica. Para la familia y su abogado, era un indicio potente; para la justicia de entonces, acostumbrada a otro estándar de prueba, no fue suficiente. En 1987, el Juzgado de Instrucción nº 1 decidió archivar el caso y no procesar al médico, que poco después se marchó a Cataluña. Legalmente, seguía siendo solo un presunto, sin condena ni juicio.
Ahí empezó la otra historia: la de una familia que no aceptó que todo quedara en un cajón. Los padres de Damián, rotos, se apoyaron en el abogado Leopoldo López Cacenave, que asumió el caso en 1990. El letrado denunció graves deficiencias en la investigación inicial: hojas retiradas del cuerpo con las manos y vueltas a colocar después, una escena contaminada, una prueba biológica clave que no se custodiaba como hoy sería obligatorio. Exigió que el famoso pelo se sometiera a análisis de ADN en la Escuela de Medicina Legal de la Complutense. Cuando, tras insistir el juzgado, llegó la respuesta, fue otro mazazo: el laboratorio admitió que la muestra se había destruido al realizar el primer estudio morfológico. Lo único que podía unir científicamente al sospechoso con el crimen había desaparecido para siempre.
Agotada esa vía, la familia pidió un gesto extremo: la exhumación de los restos de José Damián en el cementerio de Alconchel para practicar una nueva autopsia con técnicas modernas. La Fiscalía se opuso en los años 90, pero tras el conflicto con el laboratorio de Madrid, el juzgado accedió finalmente en 2003–2004. La exhumación fue encargada al forense Juan Manuel Reverte, que debía revisar los restos óseos en busca de otros indicios: posibles rastros biológicos conservados, más cabellos, cualquier detalle capaz de abrir una grieta en el muro del archivo. Era, en cierto modo, la última esperanza antes de que el tiempo jurídico se agotara.
El margen era mínimo: el crimen prescribía en 2005, veinte años después de los hechos, si nadie se sentaba en el banquillo. Pese a la exhumación, la nueva autopsia y una investigación privada paralela, no apareció la prueba definitiva que la familia y su abogado esperaban. La causa no llegó jamás a juicio oral. El caso de José Damián Vega Díaz entró oficialmente en la lista de los crímenes impunes de Badajoz, con un sospechoso claro en la mente de los allegados, pero sin una sentencia que confirmara o descartara esa convicción.
Aun así, el nombre de Damián nunca terminó de apagarse. Su familia siguió alzando la voz, y su historia reapareció de cuando en cuando en la prensa local y en debates sobre justicia y memoria. En 2004, el propio abogado pedía públicamente que quienes supieran algo hablaran, convencido de que en Badajoz había gente que conocía al autor y callaba. En los últimos años, el caso ha vuelto a respirar gracias a los podcasts de true crime: programas como Crímenes Ibéricos o El Secreto de la Caverna han reconstruido la noche del 9 de noviembre de 1985, la aparición del cuerpo, la pista del pelo y el error forense que lo cambió todo.
Incluso en 2025, el eco del crimen del tuno sigue presente en la conversación pública. En una entrevista reciente, un familiar de otra víctima mediática recordaba, con rabia, que “desde 1985 sigue libre el médico que mató a mi primo José Damián Vega Díaz”, señal de que, para los suyos, el caso no se ha cerrado nunca en el plano moral, aunque la ley ya no permita reabrirlo. Es importante subrayarlo: jurídicamente no hay nadie condenado por la muerte de Damián; hablar de culpables fuera de una sentencia entra en el terreno de las creencias y las sospechas, no de los hechos probados. Y justamente ahí, en ese espacio entre lo que se intuye y lo que se puede demostrar, es donde este caso duele más.
El crimen de José Damián Vega Díaz es también un espejo de la España de los 80: una policía con menos medios técnicos, una forensia que aún no tenía el ADN como herramienta diaria, una sociedad donde la orientación sexual de la víctima podía teñir de prejuicios la investigación y la mirada mediática. Muchos analistas señalan que, con los recursos actuales, un pelo bajo una uña y unos restos biológicos hallados en un cuerpo con signos de agresión íntima habrían sido suficientes para resolver un caso así; en 1985, en cambio, un “ADN casi igual” y unas declaraciones contradictorias no bastaron para sentar a nadie en el banquillo.
Casi cuarenta años después, el crimen del tuno en Badajoz sigue siendo una herida abierta. No hay juicio, no hay condena, no hay una verdad judicial cerrada. Lo que sí hay es la memoria de un chico de 21 años que salió una noche de otoño, soñando con su carrera de Medicina y con su bautizo en la tuna, y terminó encontrado sin vida bajo un árbol de un parque infantil. Contar su historia con cuidado en las palabras, sin recrearnos en el morbo pero sin edulcorar la gravedad de lo que le hicieron, es una forma de que José Damián Vega Díaz no se reduzca a un expediente prescrito, sino que permanezca donde debe: en la lista de nombres que no queremos olvidar, y en la certeza de que algunos silencios, aunque la ley diga otra cosa, siguen pidiendo respuestas.
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