Era la tarde del 2 de mayo de 2015 cuando Socorro Pérez, 43 años, vecina de O Couto (Ourense), se ató las zapatillas, se puso unas mallas negras con franjas rojas, un cortavientos rosa y salió a hacer lo que se había convertido en su nueva rutina: correr. Dejó en casa el teléfono, la cartera, la documentación y hasta la cena preparada en la encimera. Sólo se llevó las llaves, colgadas al cuello, y las ganas de aire fresco. Nunca volvió a cruzar el portal. Treinta y cuatro días después, su cuerpo apareció oculto entre pinos y maleza en el Alto do Seminario. Desde entonces, Ourense vive con una herida abierta y una pregunta que nadie ha podido contestar: ¿quién la atacó aquella tarde de primavera?
Antes de convertirse en “caso”, Socorro era una mujer discreta y metódica. Vivía sola en un piso de la calle Álvarez de Sotomayor, trabajaba como limpiadora en la Universidad Laboral de Ourense y visitaba a sus padres —que vivían a apenas quinientos metros— casi a diario. Era hija única, lectora habitual de la biblioteca municipal, viajera ocasional con el grupo de su parroquia y católica practicante, muy implicada en actividades de la iglesia de Fátima. En los últimos años había decidido cuidarse más: caminar, correr, cambiar hábitos. Nada en su vida encajaba con la idea de alguien que quisiera desaparecer por voluntad propia.
Aquel 2 de mayo empezó con absoluta normalidad. Socorro hizo tareas en casa, fue a comer con sus padres, volvió a su piso y se echó una siesta. Por la tarde, sacó del congelador unos palitos de cangrejo para la cena, dejó dispuesto todo en la cocina y se vistió de deporte. No cogió el móvil ni el monedero: iba a correr por una zona que conocía bien, a poco más de dos o tres kilómetros de casa, entre el barrio y los caminos que llevan hacia Mundi Deu y el Alto do Seminario, un entorno de pinos, senderos y vistas al Miño. Nadie la vio volver.
Su ausencia no levantó todas las alarmas hasta el día siguiente. El 3 de mayo, Día de la Madre, había quedado con su madre para ir a comer juntas y pasar la jornada en un balneario de Lugo. A la hora prevista, la madre llamó al telefonillo… pero nadie contestó. Subió, tocó a la puerta: silencio. Dentro, todo estaba como Socorro lo había dejado antes de correr: la mesa ordenada, la cena preparada, el móvil y la cartera en su sitio. Sus padres lo tuvieron claro: algo iba mal. Esa misma tarde, presentaron denuncia por desaparición en la comisaría de Ourense.
Desde el principio, la familia insistió en que no era una fuga ni un gesto desesperado. Tenía trabajo fijo, piso propio, buena relación con sus padres, ningún problema económico ni conflictivo conocido. Aun así, las primeras horas de la investigación oscilaron entre la hipótesis de una desaparición inquietante y la posibilidad de que hubiera decidido marcharse por su cuenta o incluso hacerse daño. El teléfono de Socorro se analizó con retraso; su prima llegó a utilizarlo durante días para llamar a todos los contactos, intentando reconstruir por su cuenta el último recorrido de la mujer.
Ourense se llenó de carteles con su cara. Policía, familiares, voluntarios y amigos organizaron batidas por los caminos donde ella solía correr: el paseo junto al Miño, los senderos hacia Seminario, los alrededores de Vistahermosa, donde aquellos días había feria. Nada. Ni una prenda, ni una señal clara de caída, ni un testigo que situara una discusión o un coche sospechoso. Pasaban los días y el caso se quedaba en tierra de nadie: demasiado ordenada para una desaparición voluntaria, demasiadas sombras para descartar que alguien se hubiera cruzado en su camino.
El 6 de junio de 2015, 34 días después de su desaparición, tres cazadores amigos de la familia subieron al Alto do Seminario con sus perros. Fue una bandada de cuervos sobrevolando un punto concreto y el olor lo que les alertó de que allí, entre matorrales y pinos, había algo que no encajaba. Se adentraron y encontraron el cuerpo de una mujer, muy deteriorado por el calor y el paso del tiempo. Cerca estaban unas mallas y un cortavientos como los que llevaba Socorro al salir de casa, y una llave que abría su vivienda. No hubo dudas: la desaparecida de O Couto había sido encontrada.
La autopsia fue clara en un punto: Socorro había fallecido por un fuerte traumatismo en la cabeza, un impacto con un objeto contundente, probablemente una piedra de gran tamaño. El cuerpo estaba en una postura que hizo pensar a los investigadores en un ataque con posible componente sexual: las mallas deportivas estaban desplazadas y el entorno era una zona de arbolado y cierta intimidad. La descomposición avanzada, tras más de un mes a la intemperie, impidió confirmar de forma científica una agresión de ese tipo, pero la hipótesis de un ataque de carácter sexual ha permanecido en el centro del caso hasta hoy.
La escena del crimen planteó otra duda inquietante: ¿la atacaron allí mismo o llevaron el cuerpo después? La zona había sido peinada en los primeros días de búsqueda, sin resultados. El primo de Socorro, Jesús María, ha contado que el lugar estaba lleno de matorral y que el olor, el día del hallazgo, era tan fuerte que cualquier conductor con la ventanilla bajada lo habría notado. Para la familia, eso alimenta la idea de que el cuerpo pudo haber sido trasladado y colocado allí más tarde, cuando la vegetación estaba más frondosa y el foco de la búsqueda se había desplazado.
Con la confirmación del crimen, se activaron tres grandes líneas de investigación. La primera miró hacia el entorno religioso: compañeras de trabajo contaron que Socorro les había confesado una relación sentimental con un sacerdote bastante mayor, y en su casa se encontró una foto recortada de un viaje a Jerusalén en la que sólo aparecía él. A eso se sumaba que el cuerpo apareció junto al Seminario y un episodio extraño: el sacerdote que debía oficiar el funeral no se presentó sin dar explicaciones. La policía interrogó a miembros del clero, revisó agendas y movimientos, pero no encontró pruebas suficientes para acusar a nadie.
La segunda hipótesis se centró en los feriantes y visitantes de las fiestas de Vistahermosa, que aquellos días llenaban la zona de camiones, caravanas y caras fugaces. Un atacante pudo camuflarse entre ellos y abandonar la ciudad sin dejar rastro. La tercera se fijó en posibles agresores oportunistas que frecuentaban el entorno del Seminario, un lugar utilizado por parejas para buscar intimidad y donde también se sabía que había curiosos merodeando. Paralelamente, se comparó el caso con otros crímenes en Galicia, como el de Elisa Abruñedo o, más tarde, el de Diana Quer, sin que surgiera ninguna conexión concluyente.
Entre tanta incertidumbre, apareció un hilo mínimo pero valioso: una muestra de ADN masculino en una rama que cubría el cuerpo, mezclada con la sangre de la víctima. Es un perfil genético incompleto, pero suficiente para identificar a alguien si algún día se coteja con una persona compatible o con un familiar cercano. Los investigadores hablan de esa muestra como “la joya de la corona” del caso: pequeña, insuficiente para dibujar rasgos físicos, pero capaz de señalar un nombre si el azar —o una nueva investigación— ponen al sospechoso adecuado frente a una prueba de ADN. De momento, no coincide con nadie fichado como agresor de este tipo.
En 2016 se pidió ayuda a unidades especializadas en crímenes sin resolver; en 2018, el Juzgado de Instrucción nº 2 de Ourense archivó el procedimiento por falta de sospechosos, aunque dejó la puerta abierta a reabrirlo si aparecían nuevas pruebas. El caso llegó incluso al Congreso y al Senado, mediante preguntas escritas sobre el estado de la investigación y los medios destinados a resolverla. A día de hoy, a nivel judicial, el crimen está sobreseído; a nivel policial, la comisaría de As Lagoas insiste en que el expediente sigue vivo, con la vista puesta en que la causa prescribe en 2035, veinte años después de los hechos.
Para la familia, el paso del tiempo ha sido una segunda condena. Sus padres, ya muy mayores, han convertido la muerte de su hija en un tema casi tabú: duele tanto que apenas se nombra. Su primo y portavoz repite que no quieren privilegios, sólo un mínimo de dignidad, y denuncia una investigación irregular en los primeros meses, con retrasos, cambios de unidad y una comisaría sacudida por otras crisis internas. Lo que más temen ahora es que el tiempo corra más rápido que las pistas y que el caso de Socorro se apague en el silencio de la prescripción. Mientras tanto, cada aniversario se siguen organizando concentraciones en Ourense para recordar que, en esa cuesta de pinos donde hoy ya no hay sendero, alguien esperó a una mujer que sólo quería estirar las piernas.
Contar hoy el caso de Socorro Pérez , No se trata de recrearse en lo que le hicieron, sino de recordar quién era cuando salió de casa: una mujer trabajadora, hija única, creyente, que se había aficionado a correr y confiaba en que a plena luz del día esos caminos eran seguros. Alguien aprovechó esa confianza para convertir su paseo en trampa. El responsable, una década después, sigue sin nombre ni rostro para la justicia. Darle voz a su historia —sin morbo, sin culparla— es una forma de decirle a Ourense y a quien lea esto que Socorro no es sólo un expediente archivado, sino una vida rota que todavía espera verdad y justicia antes de que el reloj marque la última fecha posible.
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