El caso de Olga Sangrador: la niña de Villalón a la que un permiso penitenciario le robó el verano y la vida



La tarde del 25 de junio de 1992, en Villalón de Campos (Valladolid), el verano acababa de empezar y el pueblo estaba en fiestas. Entre bicicletas, verbenas y olor a bocadillo, una niña de nueve años llamada Olga Sangrador Caballo pidió lo que piden todos los niños cuando lo están pasando bien: “déjame un ratito más”. Sus padres dijeron que sí. Minutos después, un hombre que jamás debería haber estado en la calle se cruzó en su camino. A partir de ahí, el nombre de Olga Sangrador quedaría unido para siempre a tres palabras: permiso penitenciario, fallo del sistema y reincidencia. 

Olga era la pequeña de la casa, una niña de pueblo, de esas que se saben todos los rincones de la plaza. Había hecho la Primera Comunión apenas unas semanas antes, el 7 de junio, y todavía quedaban restos de confeti en la memoria familiar. Iba y venía en bicicleta, jugaba con sus amigos en la calle y se preparaba para un verano de piscinas, helados y fiestas patronales. Villalón de Campos era, para ella, un universo limitado pero seguro: todos se conocían, todos se saludaban. Nadie imaginaba que el peligro llegaría de fuera… autorizado por una firma en un juzgado. 

La tarde del 25 de junio, el pueblo celebraba la verbena. Olga salió a jugar y a bailar con sus amigas cerca de la plaza. Cuando empezó a caer la noche, su madre la vio un momento, le dijo que no tardara, y la niña pidió ese último margen que suele parecer inofensivo: “solo un poco más”. En ese contexto aparece Juan Manuel Valentín Tejero, un interno en régimen abierto que disfrutaba de un permiso de seis días de la cárcel de Valladolid, donde cumplía condena por varios delitos de índole sexual. Se acercó a la niña, se ganó su confianza y la subió a su coche. A partir de ahí, el relato entra en un terreno tan oscuro que muchos detalles nunca se han contado del todo a la opinión pública. 


Cuando Olga no volvió a la hora prevista, en casa primero hubo nervios, luego miedo. Sus padres recorrieron las calles que ella solía pisar, preguntaron a amigos, a vecinos, a quien se cruzara. Pronto el pueblo entero estaba buscándola: la plaza, la verbena, las afueras. Al mismo tiempo, la Guardia Civil empezaba a atar cabos: aquel mismo día había alguien “de permiso” en Villalón al que muchos conocían de oídas, un hombre con historial por ataques de carácter sexual. La noticia corrió como un escalofrío: Valentín Tejero estaba en el pueblo. 

Dos días después, el 27 de junio de 1992, la búsqueda terminó con la peor respuesta posible. El cuerpo de Olga fue localizado en una zona apartada, junto a una carretera cercana, con signos claros de agresión sexual y violencia extrema, según reflejaron las crónicas de la época. Había sido sacada de la fiesta, llevada contra su voluntad a un lugar solitario y allí sufrió un ataque que le arrebató la vida. En Villalón de Campos el tiempo se rompió en dos: antes y después de aquel hallazgo. 

La investigación se centró de inmediato en Juan Manuel Valentín Tejero. No era un desconocido: acumulaba condenas previas por agresiones y abusos de tipo sexual, exhibicionismo y otros delitos, y aun así estaba en la calle disfrutando de un permiso. Los agentes tiraron de su rastro: movimientos, coche, coartada. Las piezas encajaron deprisa. Detenido, fue trasladado ante el juez instructor, Manuel García-Castellón, donde terminó reconociendo los hechos. En una escena que años después recordaría la prensa, el juez le obligó a ponerse de rodillas frente a la pequeña en el depósito y le espetó: “Mírala y pídele perdón”. 


En septiembre de 1993, la Audiencia Provincial de Valladolid lo condenó a una suma de penas que superaban los 50 años de prisión, concretamente 63 años por rapto, agresión sexual y homicidio de Olga Sangrador. Más adelante, el Tribunal Supremo confirmó que se trataba de un caso paradigmático y, ya en 2013, avaló la aplicación de la llamada doctrina Parot, que permitía ajustar el tiempo efectivo en prisión para delincuentes muy peligrosos calculando los beneficios sobre el total de las penas, y no sobre el máximo de 30 años. En papel, aquello significaba que Tejero no saldría hasta 2025. 

La familia de Olga, además, denunció al Estado. Argumentaron que la niña había sido atacada y asesinada por alguien que estaba bajo custodia de la Administración, en un permiso concedido a pesar de sus antecedentes. Solicitaron una indemnización de 25 millones de pesetas por funcionamiento anómalo de la Justicia. En 1995, el Ministerio de Justicia e Interior rechazó la petición, alegando que el permiso se había dado conforme a la normativa vigente. El caso se convirtió en símbolo de una frase terrible que muchos titulares repitieron: “permiso para matar”. 

Sin embargo, el tablero jurídico cambió de golpe. En octubre de 2013, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos tumbó la doctrina Parot en otro caso, y su caída se extendió a decenas de internos en España. Entre ellos, Juan Manuel Valentín Tejero. El 27 de noviembre de 2013, el hombre que había arrebatado la vida a Olga salió de la cárcel de Herrera de la Mancha en taxi, después de que la Audiencia de Valladolid recalculara su condena con la normativa anterior. Las imágenes de su salida, serio, con gafas oscuras, causaron indignación en Valladolid y en toda España. 


Durante cuatro años, Tejero fue un hombre libre. Hasta que, en noviembre de 2017, la historia se repitió. Fue detenido en la Comunidad de Madrid acusado de nuevos abusos de índole sexual sobre una menor, la nieta de una persona de su entorno. La denuncia del abuelo de la niña puso en marcha la investigación; la Policía lo arrestó y un juez ordenó su ingreso inmediato en la cárcel de Soto del Real. Para entonces, la madre de Olga solo pudo decir, con una mezcla de rabia y resignación: “tarde o temprano Valentín Tejero iba a volver a hacer daño”. 

En 2019, la Audiencia Provincial de Madrid lo condenó a cuatro años de prisión por esos hechos, confirmando que había realizado comportamientos de carácter sexual hacia la menor aprovechando la confianza familiar. Los periodistas recordaron entonces que, cuando salió de prisión en 2013, seguía teniendo por cumplir años de la condena original de Olga que ya no podían ejecutarse tras la caída de Parot. Para asociaciones de protección de la infancia y juristas críticos, el caso se convirtió en ejemplo de libro de cómo un sistema garantista puede dejar desprotegidas a las víctimas más vulnerables si no sabe gestionar el riesgo de ciertos perfiles. 

En 2022, al cumplirse 30 años del asesinato de Olga Sangrador, varios medios de Castilla y León recordaron su historia como un “antes y después” en la forma de tratar los delitos contra menores. Se subrayó que, gracias a casos como el suyo, hoy existe una mayor sensibilidad social, más protocolos específicos y un debate más serio sobre la peligrosidad de algunos agresores reincidentes. Pero también quedó claro que muchas de esas mejoras llegaron tarde para ella y para su familia, que tuvieron que ver cómo el hombre que la mató salía a la calle y volvía a causar daño. 


Más de tres décadas después, el caso de Olga Sangrador sigue siendo una pesadilla que se estudia en artículos jurídicos, podcasts de true crime y reportajes de memoria histórica del crimen. No hay misterio sobre quién la atacó: hay una condena firme, una confesión y una trayectoria de reincidencia. El enigma aquí es otro, mucho más incómodo: cómo fue posible que un hombre con ese historial estuviera en la calle aquel 25 de junio de 1992; cómo fue posible que volviera a estarlo en 2013; y qué hacemos hoy, como sociedad, para que ninguna niña más se cruce con alguien que solo está “de permiso” de un pasado lleno de víctimas.


Recordar a Olga no es recrearse en el morbo de lo que le hicieron, sino mirar de frente el fallo de un sistema que, aquel día, no estuvo a la altura de una niña de nueve años que solo quería seguir un rato más en la verbena. Su nombre, Olga Sangrador, debería sonar cada vez que se discuten permisos, beneficios penitenciarios y excarcelaciones de agresores sexuales de alto riesgo. Porque si algo enseña su historia es que, cuando la balanza se inclina demasiado hacia los derechos del agresor y olvida la protección de los menores, no hablamos de teoría jurídica: hablamos de una bicicleta vacía, de unos padres que nunca volvieron a ver a su hija y de un pueblo que todavía siente, en las noches de verano, el eco de una pequeña que pidió cinco minutos más… y nunca regresó.

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