El caso de Sonia Iglesias: la mujer que salió a hacer recados en Pontevedra y nunca volvió a casa



Era la mañana del 18 de agosto de 2010 cuando Sonia Iglesias Eirín, 38 años, salió de su piso en la calle Joaquín Costa, en Pontevedra, con la rutina de siempre. Tenía que hacer unos recados por el centro antes de entrar a trabajar en la tienda de Massimo Dutti de Benito Corbal, donde era empleada de Inditex. Nunca llegó. Desde entonces, la desaparición de Sonia Iglesias es una herida abierta en la ciudad del Lérez: quince años de búsquedas sin cuerpo, sospechas sin condena y una familia que envejece sin respuestas.

Antes de convertirse en caso, Sonia era la imagen de una vida normal: trabajadora, madre de un niño de nueve años, muy querida por sus clientes y vecinas. Sus compañeros la recuerdan como una mujer amable, responsable y pendiente de su hijo, al que adoraba y con el que vivía junto a su pareja, Julio Araújo, en plena fase de crisis sentimental. Nada en esa mañana de agosto hacía presagiar que estaba a punto de empezar uno de los misterios más inquietantes de Galicia.

La reconstrucción de sus últimas horas es casi milimétrica. A primera hora, Sonia desayuna con Julio en la cafetería El Albero. Después, ambos pasan por una zapatería de la calle Arzobispo Malvar para dejar unos zapatos. Según el relato de él, la deja después en el centro para que siga andando y haga unos recados antes de ir a trabajar. Varios testigos sitúan a Sonia aún caminando por la calle Oliva hacia las 11:30 de la mañana; a las 11:40, su pareja ya estaba de vuelta en casa. Esa franja de tiempo, una hora casi en blanco entre el último avistamiento y el regreso de él, se convirtió en el gran agujero negro del caso.


Lo primero que hace saltar las alarmas no es la Policía, sino el trabajo. En Massimo Dutti esperan a Sonia como cada día, pero esa mañana no aparece ni llama. Empiezan las llamadas a la familia, los intentos de localizarla. Nadie sabe nada. Por la tarde, se formaliza la denuncia por desaparición y esa mujer que tantas veces cruzaba la plaza de la Peregrina para ir a la tienda pasa a ser “la desaparecida de Pontevedra”. En pocas horas, la ciudad se llena de carteles con su cara, se organizan batidas espontáneas y la familia pide algo tan simple como imposible: que alguien la haya visto y pueda decir dónde está.

La investigación arranca con un dato en mayúsculas: Sonia no tenía costumbre de desaparecer ni de dejar a su hijo sin noticias. La Policía Nacional empieza a trazar su recorrido mediante cámaras, registros telefónicos y testimonios. Pronto, todas las miradas se dirigen al círculo más cercano, y especialmente a Julio Araújo, su pareja y padre del niño. Estaban en trámites de separación; el entorno describe una relación con discusiones y control, aunque nunca hubo una condena firme por malos tratos. Julio es imputado por primera vez en 2012 por detención ilegal, pero en 2015 la Audiencia de Pontevedra ordena el archivo provisional de la causa por falta de pruebas sólidas.

En paralelo, aparecen pistas que parecen importantes… hasta que se disuelven. El coche de Sonia, un Daewoo Kalos gris, es analizado; se revisan las cámaras de tráfico para seguir su recorrido aquel día; se rastrean movimientos de teléfonos móviles. La cartera de ella aparece en una cuneta cerca del poblado de O Vao, a las afueras de la ciudad, sin que eso lleve a nada concluyente. Incluso se analiza un preservativo que, según él, demostraría que habían estado juntos de forma íntima el día de la desaparición; el resultado sólo muestra ADN de Julio, no de Sonia, y la pista vuelve a enfriarse.


El caso da un giro en febrero de 2018. El juzgado de Pontevedra reabre la causa y la investigación pasa a considerarse un posible delito grave contra la vida, no sólo una desaparición. La Policía registra una vivienda y una finca vinculadas a la familia de Julio, cerca del cementerio de San Mauro, donde la familia Araújo tiene varios nichos. Equipos de Policía Científica entran en la casa, excavan en la finca, buscan en un pozo y utilizan georradar en los panteones familiares en busca de restos que pudieran pertenecer a Sonia. Salen con bolsas de evidencias, pero los análisis no consiguen confirmar nada. El gran secreto sigue debajo de tierra… o en ninguna parte.

Durante esos años, la familia Iglesias y buena parte de la ciudad no se resignan al silencio. Se organizan concentraciones periódicas en plazas como A Ferrería, se marcha con velas por el centro histórico y se repite una idea dolorosa: que quien sabe lo que pasó no puede quedar impune. La ciudad del Lérez se empapela de nuevo con su fotografía; colectivos vecinales y asociaciones de desaparecidos recuerdan que Sonia era una mujer cercana, trabajadora y que jamás habría abandonado voluntariamente a su hijo. Cada aniversario se convierte en un recordatorio de que no hay respuestas, pero sí una ausencia que lo llena todo.

Mientras la ciudad sale a la calle, la investigación se estrecha de nuevo alrededor de Julio. En 2018 vuelve a ser llamado a comisaría, esta vez como investigado por un posible ataque mortal contra su pareja. Se acoge a su derecho a no declarar y mantiene siempre la misma idea: que no sabe qué pasó con ella y que no tiene nada que ver. Para la Policía, sin embargo, él sigue siendo el principal sospechoso; para la Justicia, faltan pruebas que permitan llevarlo a juicio. El expediente entra y sale de los juzgados de violencia sobre la mujer, siempre tropezando con el mismo muro: sin cuerpo, sin testigos directos y con indicios insuficientes, el caso no avanza.


En septiembre de 2020, una noticia sacude el tablero: Julio Araújo muere a causa de un cáncer, tras una neumonía que agrava aún más su estado. Con él se va también el único investigado formal por la desaparición de Sonia. Varios medios gallegos recogen que, en sus últimos días, la Policía llegó a pedirle que, aunque fuera de manera anónima, indicara dónde estaba el cuerpo. Nunca lo hizo. Con su fallecimiento, la causa penal queda de nuevo archivada provisionalmente: no hay a quién sentar en el banquillo, ni nuevos indicios para abrir otra línea de investigación.

A falta de justicia, llega la fría burocracia. En 2021, el Juzgado de Primera Instancia número 5 de Pontevedra declara oficialmente el fallecimiento de Sonia Iglesias, fijando como fecha el 1 de enero de 2021, más de diez años después de su desaparición. La petición la hace su hijo, ya mayor de edad, para poder ejercer derechos civiles y económicos ligados a la ausencia de su madre. El Tribunal Superior de Xustiza de Galicia aclara que esta declaración civil no cambia la investigación penal: aunque Sonia figure como fallecida en los papeles, el caso sigue —al menos sobre el papel— abierto en la Policía.

En enero de 2022, un reportaje de El País resume el punto muerto: doce años después, la “extraña desaparición” de Sonia Iglesias se queda sin respuestas claras, con una causa archivada dos veces en el juzgado de violencia de género y con la única línea sólida girando en torno a un sospechoso ya fallecido. En agosto de 2025, cuando se cumplen 15 años sin Sonia, medios como Telecinco, Atlántico y otros recuerdan el caso: una mujer de 38 años, un niño que ya es adulto, una ciudad que sigue preguntándose qué pasó aquella mañana de recados que nunca terminó. SOS Desaparecidos reactiva la alerta con su foto y su sonrisa, recordando que tendría 53 años hoy.


El caso Sonia Iglesias es hoy un símbolo incómodo de muchas cosas. De lo difícil que es demostrar un crimen dentro de la pareja cuando no aparece el cuerpo. De cómo la falta de pruebas puede dejar una verdad flotando en el aire sin convertirse nunca en sentencia. De lo que supone que el principal señalado muera llevándose a la tumba lo que sabe, si es que sabe algo. Y de cómo el tiempo, en lugar de curar, a veces solo añade capas de polvo a un expediente que nadie se atreve a dar por cerrado del todo.

Contar hoy la desaparición de Sonia Iglesias con las palabras sensibles suavizadas no es ocultar la violencia, sino negarse al morbo. Es recordar que detrás de términos como “crimen”, “archivo provisional” o “principal sospechoso” había una mujer que salió una mañana a hacer recados y no volvió; un niño que creció sin su madre y tuvo que pedir a un juzgado que la declararan muerta; unos padres que murieron sin poder enterrar a su hija; una hermana que se quedó repitiendo su nombre en concentraciones cada vez más pequeñas.


Mientras no aparezcan restos, una confesión, una prueba que ilumine esa hora oscura entre la calle Oliva y la nada, la historia de Sonia Iglesias Eirín seguirá siendo una pesadilla suspendida: sin cuerpo, sin culpable declarado, sin respuesta para la pregunta que Pontevedra se hace desde 2010. Por eso, cada vez que vemos su foto en una farola, en un tuit o en un cartel de personas desaparecidas, estamos haciendo lo único que ahora mismo sí está en nuestras manos: no dejarla caer en el olvido y seguir repitiendo su nombre, esperando que algún día la verdad, por fin, se atreva a salir a la luz.

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