La madrugada del 16 de septiembre del año 2000, en la calle La Salud, en el barrio de San José Obrero de Zamora, la vida de una familia cambió para siempre. En el suelo del dormitorio de su piso apareció sin vida Susana Acebes Carballés, 26 años, madre de un niño de cinco. La descubrió su hermana, Estrella, tras más de 24 horas sin noticias. Aquella imagen, con las luces encendidas, el salón lleno de vasos y colillas y un desorden que no terminaba de encajar, fue el punto de partida de uno de los crímenes sin resolver más inquietantes de la crónica negra española.
Antes de convertirse en “caso”, Susana era simplemente Susana: una joven zamorana que se acababa de separar, con ganas —como diría luego su hermana— de “comerse el mundo”. Tenía un hijo pequeño, una vida social activa y una mentalidad más abierta que la de parte del entorno, algo que, según recuerdan algunos reportajes, chocaba con la Zamora más conservadora de principios de los 2000. Estaba rehaciendo su vida, saliendo con amigas, conociendo gente nueva y tratando de encontrar un equilibrio entre ser madre, mujer y joven a la vez.
El viernes 15 de septiembre de 2000 fue, en apariencia, un día más. Susana se movió entre recados, vida social y la rutina de su hijo. Se sabe que esa tarde estuvo en su casa con gente de confianza y que, en algún momento, el niño quedó al cuidado del padre para pasar el fin de semana. A partir de ahí, las horas se vuelven borrosas: hay testimonios que sitúan a Susana en su piso con al menos una persona más, bebidas, tabaco, charla… y después, el silencio. El sábado, Estrella empezó a inquietarse: llevaba todo un día sin hablar con su hermana, algo muy raro en ellas.
Hacia las cuatro de la tarde del sábado 16, Estrella fue a casa de sus padres, cogió unas llaves de repuesto y subió al piso de Susana. La puerta no estaba forzada. Al entrar, se encontró el salón con la tele encendida, vasos, botellas de cerveza vacías y colillas de distintas marcas esparcidas en la mesa y el suelo, un “desorden de fiesta” que resultaba llamativo. Pensó que quizá su hermana seguía durmiendo después de una noche larga. Caminó hasta el dormitorio… y allí la realidad se rompió. En el suelo, junto a la cama desplazada, vio el cuerpo desnudo de Susana, con la cabeza sobre un charco de sangre. Salió corriendo y pidió que llamaran a la policía.
Los agentes de la Policía Nacional fueron los siguientes en atravesar ese salón. Lo que vieron les dejó una sensación extraña desde el primer momento: la casa estaba revuelta, pero de una forma que no terminaba de ser natural. El dormitorio mostraba signos claros de una agresión muy violenta; en el salón, en cambio, las colillas, las botellas y la ceniza parecían colocadas más que abandonadas. El baño estaba sorprendentemente limpio, como si alguien se hubiera detenido a repasar a fondo esa estancia después de todo. Uno de los criminólogos que ha revisado el caso años después lo resumió con una expresión que se haría famosa: un “desorden muy ordenado”.
La autopsia dibujó una secuencia dura. Los forenses concluyeron que Susana sufrió primero un golpe contundente en la cabeza mientras estaba desprevenida —no tenía lesiones de defensa en brazos o manos— y que después le apretaron el cuello con una camiseta, anudada con fuerza alrededor de esa zona sensible. En el cuerpo se apreciaban indicios de un contacto íntimo: junto a ella había ropa interior retirada de golpe, un envoltorio de preservativo abierto y, en un detalle muy comentado, un preservativo colocado de manera extraña en su cuerpo. Los especialistas recogieron restos biológicos, incluida una pequeña cantidad de esperma, y acotaron la hora de la muerte entre la tarde del viernes y la madrugada del sábado.
Cuando los investigadores estudiaron la escena con calma, muchas piezas dejaron de cuadrar. La puerta no estaba forzada, lo que apuntaba a alguien a quien Susana conocía y en quien confiaba. Las colillas eran de distintas marcas, como si se hubieran traído adrede; la ceniza aparecía en lugares poco naturales; las botellas parecían colocadas a propósito. Más tarde, un análisis detallado determinaría que varios elementos, incluidas algunas colillas y restos en el salón, habían sido sacados de la basura y recolocados para simular una noche de juerga. La sospecha que se impuso con el tiempo fue demoledora: alguien manipuló la escena para desviar la atención y, de paso, manchar la imagen de Susana ante la opinión pública.
Como ocurre casi siempre, la investigación empezó por el círculo más cercano. La policía puso el foco primero en el exmarido de Susana, con quien el proceso de separación había sido tenso y plagado de denuncias cruzadas: por abandono de familia, sustracción de objetos, problemas con el coche… Alguien aseguró incluso que la había amenazado de muerte. Los agentes le detuvieron en el bar que regentaba y le interrogaron como principal sospechoso inicial. Sin embargo, no lograron situarlo de forma concluyente en la escena ni encontraron pruebas que lo vincularan directamente al ataque. Tras dos días detenido, quedó en libertad sin cargos, y nunca ha sido condenado ni declarado responsable de lo ocurrido.
La siguiente figura clave en la investigación fue un exnovio de Susana, a quien en algunos programas y artículos se alude como “el principal sospechoso” a ojos de los investigadores, pero que tampoco fue nunca condenado. Él reconoció mantener una relación intermitente con ella, admitió que seguían viéndose y dio una explicación anticipada para los restos biológicos que pudieran aparecer: dijo que había estado con Susana dos días antes del crimen y que habían tenido relaciones íntimas en el salón y en el dormitorio. Esa versión encajaba con la presencia potencial de su ADN o sus huellas en el piso. Aportó además una coartada que la policía no pudo desmontar. Varios testigos lo describieron como muy controlador, alguien que quería estar siempre con ella, pero esos perfiles y sospechas no bastaron para llevarlo ante un tribunal.
Mientras las líneas de investigación se abrían y cerraban, la familia de Susana empezó su propia batalla. Estrella, su hermana, se convirtió en la cara visible de una lucha que ya dura un cuarto de siglo. En entrevistas para programas como Territorio Negro, Expediente Abierto o, más recientemente, ‘Crimen en primera persona’ de Mitele, ha repetido una y otra vez que la policía “no hizo bien su trabajo” y que en Zamora “hay una persona que le hizo daño a Susana y sigue en la calle”. Critica la forma en que se gestionó la escena, las prisas, los errores y la sensación de que, más que entender quién era la víctima, se puso el foco en construir una historia de fiesta, exceso y mala vida que no refleja, dicen, quién era realmente su hermana.
Pese a interrogar a más de 250 personas y a revisar una y otra vez la escena, el caso fue perdiendo fuerza en los despachos. En 2012, el juzgado archivó la causa “por falta de autor conocido”. La familia peleó por reabrirla, acudió a medios, buscó apoyo social y mediático, pero el tiempo corría en contra. En septiembre de 2020, justo cuando se cumplían 20 años del crimen, el delito prescribió: legalmente, ya no era posible perseguir penalmente a nadie por la muerte de Susana, aunque apareciera una confesión o una prueba nueva. Para su familia fue como cerrar la tapa de un libro sin final.
Lejos de apagarse, el caso ha seguido reapareciendo en la memoria colectiva. En 2019, un programa de Telecinco volvió a recorrer con Estrella los pasos de aquella tarde; en 2024, ‘Crimen en primera persona’ dedicó un episodio completo al caso, con criminólogos describiendo de nuevo ese “desorden muy ordenado” y revisando la figura del exnovio investigado a raíz de una denuncia de otra pareja por malos tratos. Podcasts de true crime en España y en otros países han abordado la historia como ejemplo de escena manipulada y de expediente que se pierde entre archivos y plazos. Mientras tanto, el hijo de Susana ha crecido con un vacío difícil de explicar: una madre arrebatada y ninguna verdad judicial a la que agarrarse.
Hoy, 25 años después, Zamora sigue recordando el 16 de septiembre como un día triste. Medios locales hablan de “un cuarto de siglo de crimen sin resolver, un culpable en libertad y una familia sin poder descansar”. En las calles de la ciudad se sigue nombrando a Susana con una mezcla de rabia y cariño; en los artículos se insiste en que el expediente duerme en un cajón, prescrito, pero la pregunta sigue viva: ¿quién entró aquella noche en aquel piso, compartió bebidas y charla con ella, y decidió después manipularlo todo para hacerla parecer culpable de su propia historia?
Contar hoy el caso Susana Acebes es devolverle el lugar que le corresponde: el de una joven de 26 años que estaba reconstruyendo su vida, que amaba a su hijo y que merecía mucho más que convertirse en un expediente prescrito. La escena manipulada, las lagunas de la investigación y los errores que denuncia su familia forman parte de la historia, sí, pero el centro debe seguir siendo ella. Mientras su nombre se recuerde y se repita con respeto, y mientras haya quien siga preguntando “¿quién fue?”, este crimen no estará del todo enterrado en la oscuridad de los casos sin justicia.
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