Josef Fritzl: el sótano de Amstetten y la pesadilla familiar que Austria nunca podrá olvidar



En abril de 2008, las autoridades de Amstetten (Austria) descubrieron algo que parecía imposible incluso para la imaginación más oscura: en el sótano oculto de una casa familiar, una mujer de 42 años llamada Elisabeth Fritzl confesaba que llevaba 24 años encerrada allí por su propio padre, Josef Fritzl, y que en ese encierro había tenido varios hijos con él, fruto de años de agresiones y control absoluto. El caso, bautizado como el “sótano de Amstetten”, se convirtió en uno de los horrores más conocidos de la historia criminal moderna. 

Mucho antes de que el mundo supiera su nombre, Josef Fritzl era, hacia afuera, un vecino más: técnico, empresario menor, casado con Rosemarie, padre de siete hijos, propietario de una casa con apartamento alquilado. Pero su historial no estaba limpio: ya en 1967 había sido condenado por entrar en casa de una enfermera y atacarla sexualmente con un cuchillo, cumpliendo parte de una pena de prisión que luego fue borrada de su ficha por el paso del tiempo, tal y como permitía la ley austríaca. Ese “borrado” hizo que, décadas después, los servicios sociales no detectaran que tenían delante a un agresor reincidente cuando él pidió adoptar o acoger a algunos de los niños. 

La víctima central de este caso es Elisabeth, nacida en 1966. Desde los 11 años, según el propio sumario, empezó a sufrir abusos dentro de su propia casa. A finales de los 70, Fritzl empezó a transformar el sótano en algo más que un simple espacio de almacenaje: construyó un búnker oculto, con varias puertas, pasadizos estrechos y una entrada camuflada detrás de estanterías y estructuras de hormigón. En 1984, cuando Elisabeth tenía 18 años, la engañó para que bajara al sótano con la excusa de ayudarle con una puerta; allí la inmovilizó, la ató y cerró el acceso. Ese día comenzó un encierro de 8.516 días bajo tierra. 


Las primeras cinco años de cautiverio, Elisabeth estuvo completamente sola con su padre. El espacio era mínimo, sin luz natural, con una cama, una pequeña cocina, un baño rudimentario y techos bajos. Con el tiempo, Fritzl amplió la estancia obligando a su hija a cavar con las manos y sacar tierra en cubos, durante años, para ganar unos metros más de superficie. Para castigarla a ella y a los niños que posteriormente nacerían, les apagaba las luces durante días o les cortaba la comida. Les decía que si intentaban escapar serían gaseados o electrocutados, aunque luego se comprobó que esas amenazas eran técnicamente una mentira diseñada solo para sembrar terror. 

De las agresiones constantes surgieron siete hijos. Uno de ellos murió siendo un recién nacido; Fritzl reconoció más tarde que, en lugar de pedir ayuda, se deshizo del cuerpo del bebé, lo que se consideró muerte por negligencia en la acusación. Tres de los niños crecieron con su madre en el sótano —Kerstin, Stefan y Felix—, sin ver nunca la luz del sol hasta 2008. Otros tres fueron “subidos” a la superficie: aparecían como si alguien los hubiera dejado en la puerta con una carta supuestamente escrita por Elisabeth, en la que pedía a sus padres que se hicieran cargo de ellos porque ella se había ido con una secta. Rosemarie, la esposa de Fritzl, aceptó esa historia, y esos niños crecieron arriba, mientras sus hermanos vivían debajo, separados por varias capas de hormigón. 

Durante toda esa pesadilla, Fritzl mantuvo una doble vida milimetrada. Bajaba al sótano casi a diario, decía a su esposa que estaba trabajando en proyectos de ingeniería y no permitía que nadie se acercara a esa parte de la casa. Inquilinos que alquilaron habitaciones en la planta baja llegaron a escuchar ruidos; él siempre los atribuyó a tuberías, calefacción o problemas estructurales. Incluso servicios sociales visitaron la casa para comprobar la situación de los niños “adoptados”, sin sospechar que en ese mismo edificio había otros tres pequeños y su madre encerrados en un espacio oculto. 


La trama empezó a resquebrajarse en abril de 2008. La hija mayor nacida en el sótano, Kerstin, de 19 años, cayó gravemente enferma. Elisabeth insistió en que necesitaba ayuda médica urgente y, al ver el estado de la chica, Fritzl accedió por primera vez a sacarla de la estancia subterránea. Entre ambos la llevaron hasta el exterior y él la trasladó en ambulancia al hospital. Allí, los médicos se alarmaron: la joven presentaba un cuadro gravísimo, nunca había recibido atención sanitaria adecuada y la historia que contó Fritzl —que la madre la había abandonado en su puerta— no encajaba. El hospital avisó a la Policía y lanzó un llamamiento público para localizar a la misteriosa madre. 

La presión aumentó. Fritzl llevó a la Policía nuevas cartas supuestamente escritas por Elisabeth, hablando siempre de esa secta imaginaria. Los investigadores consultaron a un experto en grupos destructivos, que dijo en voz alta lo que muchos intuían: los escritos parecían dictados, falsos, fríos. Finalmente, el 26 de abril de 2008, Fritzl permitió que Elisabeth y otros dos hijos subieran a la planta de arriba “para ir al hospital”. Una vez allí, la Policía los interceptó y se los llevó. Solo cuando le aseguraron que no tendría que ver nunca más a su padre, Elisabeth relató las 24 años de encierro, los nacimientos, las amenazas y el régimen de terror en el sótano. 

El juicio contra Josef Fritzl se celebró en marzo de 2009. Se enfrentaba a cargos por muerte por negligencia del recién nacido, privación de libertad, esclavización, agresiones de tipo sexual continuadas y coacción extrema dentro de la misma familia. Al principio trató de minimizarlo todo, llegó a decir que había sido “consentido”, que les llevaba flores y juguetes y que no era “el monstruo” que pintaban los medios. Pero la evidencia, los testimonios y el impacto mundial eran imposibles de esquivar. El tercer día de juicio, cambió su declaración a “culpable” en todos los cargos. El tribunal lo condenó a cadena perpetua, con un mínimo de 15 años antes de poder pedir algún tipo de revisión. 


Tras el rescate, Elisabeth y sus seis hijos supervivientes fueron llevados a una clínica protegida, donde recibieron atención médica y psicológica. Allí tuvieron que aprender cosas tan básicas como caminar bajo la luz del sol sin miedo, moverse en espacios amplios o convivir con ruidos cotidianos que para ellos eran desconocidos. Con el tiempo, se les ofrecieron nuevas identidades y una vida en otro lugar de Austria, lejos de Amstetten. Informaciones recientes señalan que Elisabeth, hoy con casi 60 años, vive en una localidad protegida, bajo otro nombre, dedicada a sacar adelante a sus hijos y a reconstruir una normalidad posible dentro de lo que han vivido. 

La casa de Amstetten tampoco volvió a ser la misma. En 2013, las autoridades ordenaron rellenar con hormigón el sótano para que nadie volviera a usarlo jamás. Después, la vivienda se puso a la venta y, en 2016, fue comprada por una empresaria local vinculada al ocio nocturno, que anunció que la reformaría y dividiría en apartamentos. Para algunos vecinos, lo ideal hubiera sido demolerla; otros prefirieron que el edificio dejara de ser “la casa de Fritzl” y tuviera otro uso. Pero, por mucho cemento que se haya vertido, el lugar sigue siendo un símbolo físico de algo que nadie quiere repetir.

En prisión, Josef Fritzl no dejó de dar muestras de manipulación. En 2017, cambió oficialmente su apellido por el de Josef Mayrhoff, tras un incidente con otros reclusos y como intento de deshacerse de la fama mundial asociada a su nombre. Un periodista británico que lo entrevistó en 2019 contó que Fritzl mostraba casi nula empatía, y que llegó a decir una frase escalofriante: “miren en los sótanos de otras personas; quizá encuentren más familias ahí abajo”. Lejos de sonar como alguien en proceso de arrepentimiento, seguía aferrado a una visión distorsionada de sí mismo.


Durante 15 años fue internado en una unidad psiquiátrica para criminales peligrosos. En 2024, un tribunal austríaco autorizó su traslado a una prisión ordinaria, alegando que su estado ya no requería esa medida especial, lo que legalmente abría la puerta a que pudiera pedir beneficios o una posible salida a un centro de cuidados. Para entonces tenía casi 89 años y un diagnóstico de demencia progresiva. Ese cambio encendió todas las alarmas mediáticas: uno de los criminales más odiados de Europa podía empezar a pedir una revisión de su encierro.

Así lo hizo. En 2024 y 2025, su abogada Astrid Wagner presentó solicitudes para una libertad anticipada o traslado a una residencia especializada, alegando su deterioro mental y su avanzada edad. Pero en noviembre de 2025, el tribunal regional de Krems rechazó su excarcelación: los jueces remarcaron que Fritzl sigue presentando ideas delirantes y agresividad hacia su propia familia, que no tiene una red social estable fuera y que continúa representando un riesgo. Su defensa ha anunciado nuevos recursos, pero, a día de hoy, nada indica que vaya a salir de prisión: la sociedad austríaca tiene claro que este es un caso en el que la confianza se rompió para siempre.

El caso Josef Fritzl es mucho más que una historia de sótanos y paredes de hormigón: es el recordatorio de hasta dónde puede llegar la violencia cuando se mezcla con el control absoluto, el secretismo y la apariencia de normalidad. Habla de una mujer que vivió casi un cuarto de siglo bajo tierra, de niños que aprendieron a nombrar el mundo desde una habitación sin ventanas, y de un sistema que tardó demasiado en ver las señales. Contarlo sin morbo, suavizando las palabras más crudas pero sin maquillar la realidad, es también una forma de alerta: la de que el horror, muchas veces, no se esconde en callejones oscuros, sino detrás de fachadas aparentemente corrientes, en la casa del vecino que todos saludan… y en los silencios que nadie se atreve a romper.

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