Tenía 16 años y una vida que apenas comenzaba a desplegar sus propios mapas, trazados entre cuadernos de dibujo y sueños adolescentes en la ciudad de Mar del Plata. Lucía Pérez Montero no era solo un nombre en una lista de asistencia escolar; era la vitalidad hecha persona, una joven con inquietudes artísticas y esa confianza, a veces frágil, que caracteriza a quien cree que el mundo es un lugar por descubrir y no una trampa. Aquel sábado de octubre de 2016, el sol de la costa atlántica no presagiaba que, bajo la superficie de una tarde cualquiera, se estaba gestando una oscuridad que terminaría por engullirlo todo.
El contacto con Matías Farías y Juan Pablo Offidani no fue un encuentro fortuito entre iguales, sino el cruce desigual entre una menor y dos adultos que operaban con lógicas depredadoras cerca de las escuelas. La relación se cimentó sobre una asimetría de poder evidente: ellos tenían el control, el vehículo y, sobre todo, el acceso a las sustancias que utilizarían como cebo y herramienta de dominación. Lucía accedió a subir a la camioneta de Offidani, confiando en una falsa seguridad que a menudo disfraza las intenciones reales de quienes ven en la vulnerabilidad ajena una oportunidad.
La casa en el barrio Alfar, lejos del centro y de las miradas curiosas, se convirtió en el escenario final. Allí, lo que pudo haber sido presentado como una invitación, se transformó rápidamente en un encierro donde la voluntad de Lucía quedó anulada. La droga no estaba allí para la recreación compartida; era el instrumento preciso para doblegar la resistencia, un mecanismo químico para asegurar la indefensión de una adolescente frente a un hombre adulto que había decidido tomar lo que quisiera de ella.
Lo que sucedió dentro de esas paredes durante las horas siguientes fue motivo de una de las disputas forenses y mediáticas más intensas de la historia reciente argentina. Lucía sufrió una descompensación severa, producto de la ingesta masiva de cocaína facilitada por Farías, pero el contexto no era el de una fiesta que salió mal, sino el de una agresión sexual facilitada por ese estado de indefensión. Cuando el cuerpo de la joven colapsó, la reacción de los hombres no fue la de quien busca salvar una vida, sino la de quien intenta limpiar una escena y construir una coartada.
El traslado al centro de salud de Playa Serena fue un acto desesperado, pero también calculado. Al llegar, intentaron instalar la narrativa de una sobredosis accidental, lavando el cuerpo y tratando de ocultar las evidencias de lo que realmente había ocurrido. Sin embargo, para Lucía ya era tarde; los médicos solo pudieron constatar que su corazón se había detenido, dejando tras de sí un silencio que pronto sería llenado por el horror de una primera autopsia mal interpretada y comunicada con una crudeza inusitada.
La fiscal inicial del caso, en una conferencia de prensa que sacudió los cimientos de la sociedad, describió una brutalidad física extrema, hablando de empalamiento y dolor inhumano. Estas palabras, aunque más tarde fueron rectificadas por juntas médicas superiores que determinaron que la causa de muerte fue asfixia tóxica, encendieron una mecha imparable. La imagen de tal sufrimiento provocó el primer Paro Nacional de Mujeres, una movilización histórica bajo la lluvia donde miles gritaron que no estaban dispuestas a tolerar ni una muerte más.
Sin embargo, el camino hacia la verdad judicial fue tortuoso y revictimizante. El primer juicio, celebrado en 2018, se convirtió en un espectáculo bochornoso donde, en lugar de juzgar a los acusados, se puso bajo la lupa la vida privada de Lucía. Los jueces de aquel tribunal absolvieron a Farías y Offidani de los cargos de abuso y femicidio, condenándolos únicamente por la venta de drogas, argumentando sobre la personalidad de la adolescente y sus relaciones previas, como si su carácter pudiera justificar su muerte.
La sentencia cayó como un balde de agua helada sobre la familia Pérez Montero. Marta y Guillermo, los padres de Lucía, se negaron a aceptar que la vida de su hija valiera tan poco y que el sistema judicial pudiera ser tan ciego ante la violencia de género. Su lucha no fue solo por una condena, sino por limpiar la memoria de Lucía, ensuciada por fallos que parecían culparla a ella de su propio final irreversible.
La presión social y la apelación de la familia lograron lo impensado: el Tribunal de Casación anuló aquel primer fallo vergonzoso. Los magistrados superiores entendieron que el juicio había carecido de perspectiva de género, basándose en estereotipos arcaicos para descartar la violencia sexual, ignorando que el consentimiento no puede existir cuando hay una asimetría de poder y un suministro de drogas letal de por medio.
Se ordenó un segundo juicio, una nueva oportunidad para que la justicia se acercara a la verdad sin los prejuicios morales que habían contaminado el primer proceso. En marzo de 2023, casi siete años después de los hechos, Farías y Offidani volvieron a sentarse en el banquillo, esta vez frente a un tribunal dispuesto a escuchar no solo las pruebas toxicológicas, sino el contexto de vulneración en el que se encontraba la víctima.
Durante las audiencias, quedó claro que la ausencia de lesiones compatibles con la tortura descrita inicialmente no negaba el femicidio. La violencia se había ejercido de otra forma: anulando la capacidad de decisión de Lucía, convirtiéndola en un objeto a disposición de Farías, con la colaboración logística necesaria de Offidani. La fiscalía argumentó que drogar a una menor para acceder a ella es, en sí mismo, una forma de violencia letal.
Finalmente, el veredicto llegó para poner nombre a las cosas. Matías Farías fue condenado a prisión perpetua como autor de abuso sexual con acceso carnal agravado por el suministro de estupefacientes en concurso ideal con femicidio. La justicia reconoció que él fue quien ejecutó la acción final que terminó con la vida de Lucía, aprovechándose de su estado para satisfacer sus deseos sin importarle el riesgo vital que corría la joven.
Juan Pablo Offidani recibió una pena de 15 años de prisión, considerado partícipe secundario (necesario en la logística, pero con distinto grado de responsabilidad en el acto final) del mismo delito. Aunque la querella buscaba también la perpetua para él, la sentencia marcó un hito al establecer que quien facilita el escenario para un abuso no es ajeno al horror, sino una pieza fundamental del engranaje que permite la violencia.
Este fallo no borra el dolor ni devuelve el tiempo, pero repara una deuda histórica con la memoria de la víctima. Reconoce que Lucía no murió por una "elección" de consumo, sino porque fue puesta en una situación de la que no tenía escapatoria. Desmanteló la idea de que una adolescente es culpable de confiar, poniendo la responsabilidad únicamente en los adultos que decidieron depredar esa confianza.
El caso de Lucía Pérez trascendió la crónica policial para convertirse en un símbolo de cómo el sistema judicial puede fallar y, a la vez, corregirse si la sociedad no baja los brazos. Nos enseñó que la violencia machista no siempre deja marcas visibles en la piel, a veces opera desde la manipulación y la indefensión química, siendo igual de letal.
Hoy, el nombre de Lucía ya no evoca solo la tragedia de aquella tarde en el barrio Alfar, sino la fuerza de unos padres inquebrantables y de un movimiento que aprendió a gritar por quienes ya no tienen voz. Su historia permanece como un recordatorio constante de que la justicia real no se limita a dictar una sentencia, sino que empieza por respetar la dignidad de quien ya no está para defenderse.
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