Sami Hamidi: La cacería ciega de una noche en Zaragoza



Sami Hamidi tenía 18 años y toda la inercia de quien empieza a descubrir que el mundo es mucho más amplio que las paredes de su habitación en Monzón. Aquel septiembre de 2018, su vida estaba marcada por esa mezcla de incertidumbre y emoción propia de la juventud, con planes sencillos y la confianza intacta en que el futuro era una promesa garantizada. No había en su historial conflictos ni sombras; era un chico que simplemente buscaba disfrutar de la música y la compañía de sus amigos en una ciudad, Zaragoza, que le ofrecía la libertad que todo adolescente anhela cuando el fin de semana asoma en el horizonte.

La noche del 17 de septiembre parecía seguir el guion habitual de cualquier madrugada festiva en la capital aragonesa. El aire fresco de finales de verano invitaba a estar fuera, y la calle Princesa, cerca del club Kombank, se había convertido en un punto de encuentro donde las risas y la música se mezclaban con el ruido del tráfico lejano. Nadie en ese entorno podía imaginar que, entre la multitud, se movían sombras con intenciones que nada tenían que ver con la diversión, sino con una violencia tribal y territorial que operaba bajo códigos desconocidos para la mayoría de los presentes.

El grupo que irrumpió en la escena no buscaba diálogo ni confrontación justa; buscaban una presa. Eran miembros de la banda Dominican Don’t Play (DDP), jóvenes que habían convertido la pertenencia al grupo en una identidad blindada por el odio hacia el rival y la necesidad constante de demostrar fuerza. Aquella noche, salieron de "cacería", un término que hiela la sangre por lo que implica: la búsqueda aleatoria o premeditada de alguien a quien marcar como enemigo para validar su estatus dentro de la manada.


Sami no formaba parte de ese mundo de colores prohibidos y señas secretas. No pertenecía a ninguna banda, ni entendía el lenguaje de la guerra urbana que se estaba gestando a pocos metros de él. Sin embargo, el azar y la lógica retorcida de los agresores lo colocaron en el centro de su mira. Bastó una confusión, una suposición infundada o simplemente el hecho de estar allí, para que el grupo decidiera que él sería el objetivo de una agresión que no admitía explicaciones ni súplicas.

El ataque fue de una rapidez y brutalidad que anuló cualquier posibilidad de defensa. No hubo una pelea previa, ni un intercambio de palabras que pudiera escalar hasta la violencia física; fue una emboscada directa. Uno de los agresores, menor de edad en aquel momento pero con la determinación de un verdugo experimentado, portaba un arma blanca de dimensiones desproporcionadas, un machete o cuchillo de gran tamaño destinado a causar un daño definitivo.

El golpe fue certero y fatal, dirigido a una zona vital con la precisión macabra de quien sabe dónde duele más o, quizás, con la imprudencia letal del que no mide las consecuencias. La hoja alcanzó la arteria femoral de Sami, una herida que transforma el tiempo en un enemigo imbatible. En cuestión de segundos, la acera se tiñó con la vida de un chico que apenas unos instantes antes reía con sus amigos, ajeno a que su existencia estaba a punto de ser cortada de raíz.

Mientras el caos se apoderaba de la calle Princesa, los agresores se dispersaron con la frialdad de quien ha cumplido una misión rutinaria. Dejaron atrás un escenario de pánico, donde los intentos desesperados por detener la hemorragia se enfrentaban a la realidad biológica de una lesión irreversible. Los servicios de emergencia llegaron para encontrarse con una batalla que ya estaba perdida antes de empezar; la violencia del impacto había sentenciado el destino de Sami mucho antes de que pudieran intervenir.

La noticia de su muerte cayó sobre su familia como un bloque de hielo, rompiendo la estructura de un hogar que jamás volvería a ser el mismo. Su madre y su padre se vieron arrastrados a una pesadilla burocrática y emocional, obligados a entender términos legales y dinámicas de bandas juveniles que hasta entonces les resultaban ajenos. La pregunta "¿por qué?" se convirtió en una tortura diaria, una interrogante sin respuesta lógica porque el mal, en este caso, había actuado por puro capricho territorial.

La investigación policial destapó una red de lealtades tóxicas y silencios cómplices. Identificar a los culpables requirió reconstruir los pasos de una manada que operaba con jerarquías claras, donde los menores eran utilizados a menudo como ejecutores, amparados por una Ley del Menor que, a ojos de las víctimas, parece ofrecer más garantías a los verdugos que justicia a los caídos. Se detuvo a varias personas, desentrañando una estructura donde la violencia era la moneda de cambio para el respeto grupal.


El proceso judicial fue un calvario añadido para los allegados de Sami. Ver a los responsables, algunos de ellos adolescentes con miradas vacías de arrepentimiento, sentarse en el banquillo, supuso revivir el trauma de aquella noche una y otra vez. Se revelaron detalles sobre "ritos de iniciación" y la necesidad de "bajar dedo" a rivales, conceptos que reducían la vida humana a un simple trofeo para escalar posiciones dentro de la banda.

La sentencia condenó al autor material, un menor, a años de internamiento, una pena que, aunque ajustada a la legalidad vigente, sonó insuficiente para quienes habían perdido un futuro entero. Otros implicados recibieron condenas por asociación ilícita, confirmando que la muerte de Sami no fue un hecho aislado, sino la consecuencia de un problema sistémico que había echado raíces en las calles de la ciudad. La justicia habló en sus términos, pero el vacío en la casa de los Hamidi permaneció intacto.

El caso de Sami Hamidi se convirtió en un símbolo doloroso para Zaragoza y para toda España. Su rostro pasó a representar a todas las víctimas inocentes de la violencia pandillera, aquellos que sin buscar el conflicto terminan pagando el precio más alto. Las manifestaciones y concentraciones bajo el lema "Justicia para Sami" llenaron las plazas, uniendo a una sociedad harta de ver cómo la brutalidad gratuita se normalizaba en los espacios de ocio nocturno.


Más allá de los tribunales, la historia de Sami nos obliga a mirar hacia las grietas de nuestro sistema social. Nos cuestiona sobre qué estamos haciendo mal para que jóvenes de su misma generación encuentren sentido de pertenencia en el ejercicio de la crueldad extrema. La soledad, la falta de referentes y la cultura de la violencia se entrelazan para crear estos desenlaces fatales, donde la vida del "otro" deja de tener valor alguno.

Años después, la calle Princesa sigue siendo un lugar de tránsito, pero para quienes conocieron a Sami, es un mausoleo invisible. Cada rincón de esa acera guarda el eco de una despedida que nunca debió ocurrir, recordándonos que la seguridad es una ilusión frágil que puede romperse con el brillo de un metal en la oscuridad. El olvido es el segundo crimen que se comete contra las víctimas, y recordar a Sami es la única forma de resistencia que nos queda.

Su nombre no debe ser solo una estadística en los informes sobre bandas juveniles. Debe ser un recordatorio de la risa que se apagó, de los proyectos que quedaron en suspenso y de la familia que aún espera despertar de este mal sueño. Sami Hamidi no "perdió la vida" en un accidente; se la arrebataron quienes decidieron jugar a ser dioses de la muerte en una noche cualquiera de septiembre.


Hoy, su memoria permanece como una herida abierta en la conciencia colectiva, una advertencia de que el peligro a veces no tiene rostro hasta que es demasiado tarde. Mientras haya silencio sobre las causas que empujan a estos jóvenes a matar, la historia de Sami corre el riesgo de repetirse, y eso es algo que, como sociedad, no nos podemos permitir.

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