El crimen de los laxantes en Valencia: la casa donde el cuidado se volvió veneno


Durante meses, en un piso de Valencia, la vida de Salvador Vendrell, un hombre de 69 años, se fue apagando sin ruido. No hubo gritos, ni escenas violentas, ni una noche concreta que marcara el antes y el después. Lo que ocurrió fue más inquietante: un deterioro lento, constante, casi invisible, que se coló en la rutina diaria bajo la apariencia de enfermedad. Salvador entraba y salía del hospital, cada vez más débil, mientras quienes lo rodeaban empezaban a asumir que su cuerpo simplemente estaba fallando.

A su lado estaba su pareja, María del Carmen B. G., la persona que decía cuidarlo. Ella era quien lo acompañaba a las consultas, quien hablaba con los médicos, quien estaba presente cuando él apenas tenía fuerzas para hacerlo. Desde fuera, la imagen era clara: una mujer pendiente de un hombre mayor, vulnerable, dependiente. Nadie imaginaba que ese mismo cuidado iba a convertirse, según probaría después la justicia, en la clave de su final.

Los médicos comenzaron a notar que algo no encajaba. Salvador presentaba episodios constantes de diarrea severa, deshidratación extrema y un desgaste que no respondía a los tratamientos habituales. Se ajustaban medicaciones, se repetían pruebas, se buscaban explicaciones clínicas. Pero el cuadro no mejoraba. Al contrario, cada ingreso parecía dejarlo más frágil que el anterior, como si su cuerpo estuviera librando una batalla que no podía ganar.


Mientras tanto, fuera del hospital, su mundo se iba cerrando. Las visitas de sus hijos eran cada vez más difíciles, los contactos se reducían y la casa quedaba envuelta en un silencio incómodo. Según quedaría acreditado más tarde, ese aislamiento no fue casual. Cuando una persona enferma queda sin miradas alrededor, todo lo que ocurre puertas adentro se vuelve más fácil de ocultar.

Pasaron los meses y el deterioro se aceleró. Salvador apenas tenía fuerzas, dependía por completo de quien lo cuidaba y su estado general era crítico. El 16 de abril de 2021, su cuerpo dijo basta. Falleció en el hospital tras una larga cadena de complicaciones médicas. Para muchos, fue la muerte de un hombre enfermo. Para otros, el inicio de una sospecha que ya no podía ignorarse.

Fue entonces cuando algunas piezas empezaron a encajar de una forma inquietante. Los médicos y los investigadores revisaron su historial y detectaron algo anómalo: niveles elevados de laxantes en su organismo, administrados de manera continuada y sin justificación médica. Aquello que parecía una dolencia natural empezó a mostrar otra cara, una mucho más oscura.


La investigación reconstruyó un patrón sostenido en el tiempo. Durante meses, Salvador habría recibido estas sustancias sin saberlo, provocando un daño progresivo que lo debilitó hasta el punto de no poder recuperarse. No fue un gesto puntual ni un error aislado. Fue, según el relato judicial, una conducta repetida que se escondía en lo cotidiano: comidas, bebidas, pastillas “para ayudar”.

Pero la historia no terminaba en la salud. Al revisar las cuentas bancarias, apareció otro rastro silencioso. Mientras Salvador enfermaba, su dinero desaparecía. Decenas de extracciones en cajeros, pagos, préstamos y compras fueron vaciando sus ahorros. Más de 88.000 euros salieron de sus cuentas en un goteo constante, casi tan persistente como el daño físico que estaba sufriendo.

La justicia interpretó que ambas cosas estaban conectadas. El debilitamiento del hombre no solo lo dejaba indefenso físicamente, también lo volvía incapaz de controlar su economía. Así, mientras su cuerpo se apagaba, su patrimonio se deshacía. Todo ocurría sin estridencias, sin violencia visible, con la calma peligrosa de quien cree tenerlo todo bajo control.


El caso llegó a juicio con jurado popular y el relato que se expuso fue demoledor. Los peritos explicaron cómo la administración continuada de laxantes podía causar exactamente el cuadro que Salvador había sufrido. Los movimientos bancarios hablaron por sí solos. Y el jurado concluyó que no estaban ante una muerte natural, sino ante una vida que fue empujada lentamente hacia el final.

En julio de 2024, la Audiencia Provincial de Valencia dictó sentencia: 29 años de prisión para la acusada, por haber provocado la muerte de su pareja y por estafa agravada. También se fijaron indemnizaciones para los hijos, intentando reparar, al menos en parte, el daño causado. No era solo una condena penal; era la confirmación de que el cuidado había sido utilizado como arma.

La defensa recurrió, pero un año después, en 2025, el Tribunal Supremo confirmó la condena. El máximo órgano judicial dejó claro que no se trataba de sospechas ni interpretaciones forzadas, sino de hechos probados. El crimen de los laxantes quedaba así sellado como una de las historias más perturbadoras de los últimos años en España.


Porque este caso no asusta por la sangre ni por la violencia directa. Asusta porque ocurrió en una casa, en hospitales, en conversaciones normales. Porque demuestra que el daño más profundo no siempre llega de golpe. A veces se cuela despacio, disfrazado de cuidado, de ayuda, de amor. Y cuando uno se da cuenta, ya es demasiado tarde.

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