El niño de Somosierra: la desaparición de Juan Pedro Martínez en 1986 y el misterio que sigue abierto



La madrugada del 25 de junio de 1986, cuando España celebraba San Juan y muchas familias pensaban en vacaciones, un camión cisterna descendía el puerto de Somosierra por la antigua N-I, en dirección norte. Dentro viajaban Andrés Martínez Navarro, su esposa Carmen Gómez Legaz y su hijo Juan Pedro Martínez Gómez, un niño de 10 años. Iban juntos porque, según relató la familia, tras la entrega querían aprovechar para hacer unos días de descanso: un premio por las buenas notas. 

El vehículo transportaba una carga extremadamente peligrosa: ácido sulfúrico fumante (óleum) en grandes cantidades, más de 20.000–25.000 litros/kilos según distintas fuentes. Un transporte así no es un viaje cualquiera: exige nervios de acero, paradas medidas y un respeto absoluto por la carretera. Y, aun así, en esa bajada todo se torció. 

A la altura del puerto, el camión se salió en una curva y terminó sin control. En el impacto, Andrés y Carmen perdieron la vida. Los equipos de emergencia llegaron y lo que encontraron fue ya una escena límite: el ácido derramado, el riesgo químico, el caos y dos cuerpos. Pero faltaba el tercero. Del niño, ni rastro. 

Esa ausencia fue la primera grieta del misterio. Porque en un accidente así, por duro que sea, lo habitual es que todos los ocupantes estén allí. La Guardia Civil analizó la zona, el interior de la cabina y las muestras recogidas, y en aquellos primeros informes se insistía en que la posibilidad de que el niño estuviera en el entorno del siniestro se volvía cada vez más remota. Buscaron igualmente, porque cuando falta un menor, se busca hasta agotar el mapa. 

Entonces apareció el dato que convirtió el caso en leyenda: el tacógrafo del camión registró 12 paradas en un tramo muy corto antes del accidente. Paradas de segundos, inexplicables para un transporte de ese tipo y a esas horas. No era un atasco: era una anomalía que parecía hablar de algo más, de alguien más, de una presencia que la carretera no anotó, pero el tacógrafo sí. 

Ese detalle encendió una hipótesis que nunca se apagó del todo: que Juan Pedro pudo haber sido retirado del camión en alguno de esos altos, o incluso justo después del siniestro, en medio del humo y la confusión, aprovechando que el ácido obligaba a mantener distancia. En algunas reconstrucciones mediáticas se habla de segundos, de un movimiento rápido, de un bulto que entra en una furgoneta y desaparece. No hay certeza judicial que cierre esa escena, pero la imagen persiste porque explica lo que de otro modo parece imposible. 


Durante meses, otra teoría compitió con la del rapto: la idea de que el ácido pudo haber borrado todo rastro. Sin embargo, esa posibilidad se fue debilitando por el tiempo de respuesta y por los hallazgos forenses: hubo dos cuerpos identificables y la actuación de emergencias fue lo bastante rápida como para cuestionar que el ácido “hiciera desaparecer” completamente a un niño sin dejar un indicio claro. El misterio se sostuvo porque ninguna explicación resultaba convincente del todo. 

El caso tomó un giro aún más oscuro cuando, un año después, apareció un hallazgo inesperado: restos de heroína en la cisterna del camión accidentado. Lo confirmó la Guardia Civil y lo publicó la prensa. En ese punto, lo que parecía un accidente terrible empezó a oler a algo más grande: un transporte que quizá no llevaba “solo” ácido, una posible presión de terceros, y una familia atrapada en algo que no controlaba. 

El propio artículo de El País de 1987 recogía además otro dato que, con el tiempo, se hizo inseparable del caso: esas 12 paradas en los últimos kilómetros. Cuando sumas “droga hallada” + “paradas inexplicables” + “un niño que desaparece”, el cerebro humano hace lo que hace siempre: busca una lógica, aunque sea la más amarga. 


A partir de ahí, la hipótesis del narcotráfico tomó fuerza en muchos relatos: que alguien escoltaba el camión, que existía una “fianza”, que el niño pudo ser usado como presión, o que el accidente fue consecuencia de persecución o nerviosismo. Esto no está cerrado con una sentencia definitiva que explique el “cómo”, pero sí está documentado que el hallazgo de heroína reorientó el foco y alimentó esa línea durante décadas. 

Lo más cruel de este misterio es que también dejó pequeñas señales sueltas que nunca llevaron a una puerta real. Se habló de testigos que vieron vehículos parados, de personas con batas, de una furgoneta que se aleja. Se investigaron cientos o miles de posibles coincidencias sin resultado concluyente. En un caso así, el problema no es solo no tener una respuesta: es tener demasiadas historias posibles y ninguna que puedas abrazar como verdad. 

Mientras la investigación se estiraba en el tiempo, Juan Pedro se convirtió en “el niño de Somosierra”, un apodo que lo despersonaliza un poco, pero también lo mantiene vivo en la memoria colectiva. Su nombre completo —Juan Pedro Martínez Gómez— es el que debería quedarse: porque no era un mito, era un niño que iba en un viaje familiar y no volvió. 


En los años posteriores, el caso fue tratado una y otra vez en reportajes, programas de investigación y artículos. Cada generación lo redescubre y se hace la misma pregunta: ¿cómo puede faltar un niño en un accidente con dos adultos localizados? Y esa pregunta no es curiosidad: es una herida lógica, un hueco en el relato del mundo que nos cuesta aceptar. 

A día de hoy, lo que sigue siendo verificable es esto: ocurrió el accidente en la N-I en el puerto de Somosierra el 25 de junio de 1986; los padres perdieron la vida; el camión transportaba ácido sulfúrico fumante/óleum; Juan Pedro desapareció y nunca se halló su cuerpo; el tacógrafo registró 12 paradas antes del siniestro; y en 1987 se informó del hallazgo de heroína en la cisterna. Lo demás son hipótesis sin cierre definitivo. 

Contar esta historia también sirve para algo práctico: recordar que, ante una desaparición, el tiempo importa y la denuncia inmediata no es “alarmismo”. En España existe el 116 000 (línea europea para menores desaparecidos) y, si hay peligro inmediato, el 112. La rapidez en activar búsqueda, registrar movimientos y preservar pruebas puede cambiarlo todo en las primeras horas.


Y, por último, queda lo más humano: Juan Pedro tenía 10 años. Un niño que iba con sus padres, que probablemente iba medio dormido en una cabina, pensando en el destino y no en el miedo. El misterio del niño de Somosierra no duele por lo extraño: duele porque, casi cuarenta años después, seguimos mirando esa curva y preguntándonos lo mismo… ¿dónde está Juan Pedro? 

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