El asalto al IES Joan Fuster: la ballesta casera, el profesor Abel Martínez y el expediente que acabó fuera de los juzgados penales



Aquella mañana del 20 de abril de 2015, el IES Joan Fuster del barrio de La Sagrera (Barcelona) abrió como siempre: prisas, mochilas, profesores entrando a clase y alumnos pensando más en el recreo que en cualquier otra cosa. A las 9:20, esa normalidad se rompió en segundos, y el instituto quedó marcado para siempre. 

El autor fue un alumno de 13 años, de 2º de ESO, que llegó al centro armado con una ballesta de fabricación casera y un arma blanca, además de otros objetos. No era una pelea entre estudiantes ni un arrebato en el patio: fue una irrupción preparada, dentro de un aula, donde nadie imagina que de pronto hay que protegerse. 

La primera víctima fue una profesora, alcanzada por un disparo de la ballesta. En medio del caos, otros docentes corrieron a ayudar, como ocurre casi siempre en los institutos: el adulto se pone delante aunque el cuerpo le pida huir. Y ahí aparece el nombre que, con el tiempo, se convirtió en símbolo: Abel Martínez Oliva, profesor sustituto, que llevaba apenas dos semanas en el centro. 


Abel acudió para auxiliar a su compañera y, en ese intento, el agresor le causó una herida grave con arma blanca que terminó quitándole la vida. Tenía 35/36 años (según distintas informaciones) y su muerte fue un golpe seco para la comunidad educativa: por la brutalidad del acto, pero también por la injusticia de un profesor recién llegado que, literalmente, murió por intentar ayudar. 

Además de Abel, otras cuatro personas resultaron heridas: dos docentes y dos alumnos, entre ellos la hija de la profesora alcanzada por la ballesta, según se publicó entonces. En esos minutos, el instituto fue una mezcla de gritos, carreras por los pasillos y puertas cerrándose con manos temblorosas. 

Lo que evitó que la tragedia creciera fue un gesto que todavía hoy se recuerda con respeto: el profesor de Educación Física David Jurado consiguió frenar al menor hablando, sin golpes, sin heroísmo de película, solo con calma y palabras. Según su propio testimonio, lo convenció para que depusiera las armas y esperó con él hasta que llegó la policía. 


Tras el asalto, el menor fue trasladado y quedó bajo atención sanitaria. Varias fuentes informaron de que se valoraba un posible brote psicótico, y que pasó a un área de salud mental, un dato que ayudó a entender el estado del chico, pero no alivió la pregunta que flotaba sobre todo el barrio: ¿cómo puede pasar algo así dentro de un aula? 

En lo judicial, el caso tomó un camino muy particular por un motivo clave: en España, un menor de 13 años es inimputable penalmente (no puede responder criminalmente). Por eso, el 5 de mayo de 2015, el juez archivó la causa penal y remitió el asunto a la Dirección General de Atención a la Infancia y a la Adolescencia (DGAIA) de la Generalitat para que adoptara medidas de protección y seguimiento. 

Ese archivo dejó a mucha gente con una sensación amarga: no habría juicio penal, no habría “condena” en términos clásicos, no habría una sentencia que cerrara el relato. El expediente pasaba al terreno de protección de menores, donde las actuaciones existen, pero no se publicitan como una condena, y donde el foco está en contención, tratamiento y tutela. 


Mientras tanto, el instituto intentó volver a caminar. Las clases se reanudaron con homenajes, con apoyo psicológico, con docentes sosteniendo a alumnos que no sabían ni cómo nombrar el miedo. Y, aun así, quedó una herida invisible: compañeros que escucharon gritos desde el pasillo, profesores que volvieron a entrar a un aula sintiendo que el suelo ya no era seguro. 

El nombre de Abel Martínez siguió presente, y su familia inició otro tipo de batalla: la del reconocimiento y la responsabilidad patrimonial. Porque aunque el autor fuera inimputable, el daño existía y la pérdida era real, y la administración debía responder en algún plano. 

Esa vía terminó con una resolución importante años después. En 2019, se informó de que el Tribunal Supremo desestimó el recurso de la Generalitat y dejó firme la indemnización fijada por el TSJ de Catalunya: 250.000 euros para la familia de Abel (100.000 para el padre, 100.000 para la madre y 50.000 para el hermano). No era “poner precio” a una vida, era un reconocimiento institucional de una pérdida irreparable. 


Este caso también abrió debates incómodos: qué señales previas existen en crisis graves de salud mental en adolescentes, cómo se controlan objetos peligrosos en casa, qué protocolos reales tienen los centros ante un episodio extremo, y cómo se acompaña a una comunidad educativa después de un evento traumático. Porque el miedo no se va el día que se archiva una causa: el miedo se queda en la memoria de quienes estuvieron allí.

Y, al mismo tiempo, dejó una lección humana: la violencia escolar no es un “género” de internet, es una realidad devastadora cuando ocurre, y quienes pagan el precio suelen ser personas que estaban haciendo su trabajo o yendo a clase. Por eso, cuando se habla del asalto al Joan Fuster, lo central no debería ser el agresor, sino Abel, y las vidas que quedaron tocadas para siempre. 

Si alguien que lee esto convive con un adolescente en crisis, con ideas extrañas, aislamiento extremo, amenazas o conductas que asustan, pedir ayuda profesional cuanto antes es clave. En España, ante peligro inmediato, 112. Para crisis de salud mental con riesgo urgente, también puede ser vital acudir a urgencias o llamar a emergencias. Y si aparecen pensamientos de hacerse daño, existe el 024 (atención a la conducta suicida) y el 112 si el riesgo es inminente.


Para el entorno escolar, la recomendación más útil es la más simple: cualquier amenaza concreta o conducta alarmante debe comunicarse al centro y, si hay riesgo, a las autoridades. No es “exagerar”. Es prevenir. Muchas tragedias no avisan con sirena; avisan con frases sueltas, dibujos inquietantes, cambios bruscos, señales que solo se entienden cuando ya es tarde.

El asalto al IES Joan Fuster quedó escrito en la historia reciente de España como un episodio “inédito” por su gravedad en un aula. Pero su verdadero final no está en los titulares, sino en lo que dejó: una silla vacía para siempre, una comunidad educativa intentando recomponerse, y la certeza de que la prevención y la atención a tiempo —en la salud mental y en la seguridad escolar— no son opcionales, son protección de vida. 

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