La hija de Jennifer, de 11 años, no estaba allí cuando todo ocurrió, y sin embargo su vida también quedó marcada para siempre: porque hay noches en las que una madre no vuelve y el mundo se parte en silencio, sin que la infancia tenga forma de entenderlo. Jennifer tenía 30 años, y en El Viso del Alcor la llamaban “Jenni” quienes llegaron a conocerla en esos meses en los que intentaba levantar una vida nueva.
Jennifer había llegado desde Colombia hacía poco tiempo, asentándose en la localidad sevillana con la esperanza sencilla de empezar de cero, trabajar y cuidar de su niña. Según la prensa local, se empadronó y se instaló en el municipio en primavera de 2025, un detalle que duele porque confirma lo rápido que puede quebrarse un futuro cuando todavía ni siquiera ha terminado de construirse.
Los vecinos no hablaban de una “historia de película”, sino de algo mucho más común y, por eso, más peligroso: una relación que se vive a ratos en una casa ajena, confianza mezclada con dependencia, y la sensación de que el problema “no se ve” desde fuera. Jennifer, contaron fuentes oficiales y medios, pasaba tiempo en la vivienda de su pareja, el lugar donde terminaría todo.
La tarde-noche del sábado 6 de diciembre de 2025, el 112 recibió un aviso por un incendio en una vivienda de la calle Calvario. En minutos llegaron bomberos y patrullas; el fuego se controló rápido, como si el peligro estuviera solo en las llamas. Pero aquella llamada no era el final del susto: era el comienzo del horror.
Según explicó la Subdelegación del Gobierno y recogió la Cadena SER, al acceder al domicilio los agentes encontraron el cuerpo de la mujer con signos compatibles con heridas de arma blanca, y la Guardia Civil activó la investigación como posible caso de violencia de género. En ese giro —de “incendio” a “una vida perdida”— se condensa lo peor: la sensación de que alguien intentó que la verdad quedara sepultada bajo el humo.
El hombre de 35 años con el que Jennifer habría mantenido una relación fue detenido esa misma noche. Varias informaciones señalaron que permanecía ingresado en el hospital por el fuego, bajo custodia, mientras avanzaban las diligencias. Y, como ocurre tantas veces al inicio, la autopsia debía terminar de aclarar la secuencia exacta del final irreversible.
Uno de los datos que más estremecen, porque se repite una y otra vez, fue este: Jennifer no constaba en el sistema VioGén, es decir, no tenía medidas de protección activas. En cambio, el detenido sí tenía antecedentes por violencia en una relación anterior, según confirmaron fuentes oficiales y medios. Eso no cambia lo ocurrido, pero sí deja una pregunta que quema: ¿cuántas señales se quedan flotando sin convertirse en ayuda real?
En El Viso del Alcor el golpe se sintió como un portazo colectivo. El Ayuntamiento decretó tres días de luto oficial y convocó un minuto de silencio en señal de duelo y rechazo, suspendiendo actos previstos. A veces esas concentraciones parecen pequeñas, pero para una familia significan algo enorme: “tu hija importó, tu hermana importó, tu madre importó”.
La parte que casi nunca se cuenta con suficiente cuidado es la más humana: la niña de Jennifer, lejos de la escena, y la familia intentando protegerla del ruido mientras el mundo exige respuestas. Diario de Sevilla señaló que la menor quedó con su entorno familiar y que la madre de Jennifer fue de las primeras en presentarse cuando el lugar ya estaba acordonado. Hay dolores que no caben en ninguna cinta policial.
El caso llegó además en un diciembre especialmente duro: Canal Sur recordó que, en apenas dos semanas, varias mujeres habían perdido la vida en contextos de violencia machista en España, y que el municipio vivía su segunda jornada de luto cuando aún se digería lo ocurrido. Cuando los casos se acumulan, existe el riesgo de que se vuelvan números; por eso es importante sostener el nombre: Jennifer.
Jennifer era joven, migrante, madre, y había aterrizado con la esperanza típica de quien busca estabilidad: trabajo, casa, rutina, seguridad. En esos contextos, la red de apoyo puede ser más frágil: menos familia cerca, menos amistades de toda la vida, más miedo a incomodar, más tentación de aguantar. Y cuando el aguante se vuelve costumbre, la violencia encuentra el terreno perfecto para crecer sin testigos.
Nada de esto sirve para señalar a quien ya no está. Sirve para mirar de frente lo que sí puede prevenirse: el control disfrazado de “celos”, la revisión del móvil, la presión para aislarte, los cambios bruscos de humor, las amenazas veladas, el miedo a “cómo se pondrá”. Y sirve para recordar que una relación no debería vivirse con el corazón en guardia.
También sirve para entender el papel del entorno. Hay vecinas, amigos y familiares que, con una sola llamada a tiempo, han salvado vidas. Si escuchas una discusión que te asusta, golpes, gritos de auxilio o cualquier señal de riesgo, no es “meterse”: es actuar. El silencio no es neutral; el silencio favorece al daño.
Y hay otra idea esencial que deja este caso: no hay que esperar a “tenerlo clarísimo” para pedir ayuda. A veces basta una sensación persistente de miedo. A veces basta con que alguien te diga: “no estoy bien”. A veces basta con que notes que esa persona ya no es la misma, que camina más pequeña, que vive con explicaciones preparadas, que se justifica demasiado.
La investigación seguirá su curso con pruebas, informes y decisiones judiciales. Pero para la hija de Jennifer, para su familia en Colombia y para quienes la quisieron en Sevilla, la vida ya cambió para siempre. La justicia podrá avanzar; el duelo no tiene calendario.
Si tú o alguien cercano vive una situación de control, amenazas o miedo, en España puedes pedir ayuda en el 016 (también WhatsApp 600 000 016) y, si hay peligro inmediato, llamar al 112. Si lo que sientes es una crisis emocional que te desborda, existe el 024. Y si eres menor o necesitas apoyo para proteger a un menor, ANAR 900 20 20 10 puede orientar. Porque Jennifer no debería ser recordada solo por cómo terminó: debería ser recordada como una vida real que merecía continuar.
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