En la localidad de Santomera, Murcia, la vida transcurría con la aparente calma de un pueblo donde todos se conocen, pero tras las puertas del hogar de los González, se gestaba una tormenta emocional invisible para los vecinos. Francisca González, conocida como Paqui, vivía inmersa en una espiral de celos y dependencia afectiva hacia su marido, un camionero cuyas largas ausencias por trabajo alimentaban en ella una desconfianza enfermiza. Aquella casa, que debía ser un refugio para sus hijos, se fue convirtiendo poco a poco en el escenario de una obsesión que no entendía de límites ni de piedad.
La noche del 18 de enero de 2002, la oscuridad se apoderó de la vivienda de una forma definitiva. Paqui había pasado las horas previas consumiendo alcohol y fármacos, una mezcla explosiva que disolvió cualquier freno moral que pudiera quedarle. Su mente, torturada por la idea de que su esposo pudiera estar con otra mujer durante sus viajes, maquinó la venganza más cruel posible: herirlo donde más le dolería, destruyendo lo único que él amaba por encima de todo.
Sus dos hijos pequeños, de 4 y 6 años, dormían ajenos al peligro que representaba la figura materna en ese estado de enajenación. La inocencia de la infancia les impedía concebir que la persona encargada de protegerlos se acercaba a su habitación no para arroparlos, sino para poner fin a sus futuros. Paqui entró en el cuarto con un cable de cargador de teléfono móvil en las manos, un objeto cotidiano que transformó en un arma letal.
Lo que ocurrió a continuación fue un acto de violencia íntima y silenciosa. La madre estranguló a los pequeños uno tras otro, ignorando cualquier instinto de protección. Según se revelaría más tarde, los niños intentaron resistirse, luchando con sus pocas fuerzas contra la asfixia, pero la determinación de Paqui, alimentada por el rencor hacia su marido ausente, fue implacable. En cuestión de minutos, dos vidas se apagaron, dejando la habitación sumida en un silencio sepulcral.
El hijo mayor de la familia, que dormía en otra estancia, escuchó ruidos y gritos ahogados, pero no intervino. Acostumbrado a un ambiente doméstico donde los conflictos y los castigos físicos no eran extraños, pensó que se trataba de una reprimenda más, sin imaginar la magnitud del horror que se estaba consumando a pocos metros de su cama. Esa inacción, fruto de la normalización de la violencia, le salvó la vida, pero le condenó a despertar en una pesadilla real.
Con los cuerpos sin vida de sus hijos yaciendo en la cama, la frialdad de Paqui alcanzó un nuevo nivel. Lejos de derrumbarse por el remordimiento inmediato, comenzó a orquestar una puesta en escena para encubrir su crimen. Rompió el cristal de una ventana con una plancha y revolvió cajones y armarios, simulando que unos ladrones habían entrado en la casa y que el asesinato había sido el resultado trágico de un robo violento.
Cuando la Guardia Civil llegó al lugar, alertada por la propia madre, se encontró con una escena dantesca y una mujer que interpretaba el papel de víctima desconsolada. Sin embargo, las inconsistencias en su relato no tardaron en aflorar. No había señales de entrada forzada desde el exterior que coincidieran con su versión, y su actitud, oscilante entre la histeria y una extraña calma, despertó las sospechas de los investigadores desde el primer momento.
El interrogatorio fue un pulso psicológico donde la verdad se abría paso a través de las grietas de sus mentiras. Finalmente, la coartada del robo se desmoronó. Paqui confesó ser la autora material de las muertes, aunque intentó justificar sus actos alegando lagunas de memoria y un estado de inconsciencia provocado por las drogas y el alcohol. Habló de una "nebulosa", de no recordar el momento exacto, intentando eludir la plena responsabilidad de la atrocidad.
La noticia del doble filicidio conmocionó a toda España. Santomera se despertó con la etiqueta de ser el escenario de uno de los crímenes más incomprensibles de la crónica negra reciente. La sociedad no podía entender cómo una madre podía cruzar esa línea sagrada, impulsada no por la locura súbita, sino por un deseo de venganza vicaria contra su pareja. El "Síndrome de Medea" se convirtió en el término recurrente en las tertulias, tratando de poner nombre a lo innombrable.
El juicio destapó la dinámica tóxica de la familia. Se supo que Paqui había llegado a disfrazarse con peluca para espiar a su marido y que los celos eran el motor de su existencia. Los psiquiatras determinaron que, a pesar del consumo de sustancias y de su personalidad compleja, era plenamente consciente de sus actos y sabía distinguir el bien del mal en el momento de los hechos. No estaba loca; estaba furiosa y decidida a causar un daño irreparable.
La sentencia fue contundente: 40 años de prisión por dos delitos de asesinato con el agravante de parentesco. El tribunal no encontró atenuantes suficientes en su estado mental para rebajar la gravedad de haber arrebatado la vida a dos seres indefensos que confiaban en ella. Paqui fue enviada a prisión, convertida en un símbolo de la maldad que puede anidar en el seno materno.
Durante sus años de reclusión, Francisca mantuvo una actitud discreta, participando en talleres y cumpliendo con las normas penitenciarias. Sin embargo, en las pocas entrevistas o declaraciones que trascendieron, nunca mostró un arrepentimiento que convenciera a la opinión pública. Seguía hablando de "aquella noche" como si fuera un accidente del destino y no una elección consciente, aferrada a la negación como mecanismo de supervivencia.
En julio de 2020, tras cumplir 18 años de condena efectiva, Francisca González obtuvo el tercer grado penitenciario. La noticia de su semilibertad volvió a indignar a la sociedad, que sentía que la pena cumplida no era proporcional al vacío dejado. Salió de la cárcel con la intención declarada de "rehacer su vida", una frase que resonó con crueldad en los oídos de quienes recordaban que sus hijos nunca tendrían esa oportunidad.
El padre de los niños, el hombre contra quien iba dirigido el golpe final, se mantuvo alejado del foco mediático, cargando con el dolor de haber perdido a su familia de la forma más traicionera posible. Para él y para el hijo mayor superviviente, la libertad de Paqui no significaba el fin del castigo, sino el recordatorio constante de una justicia que a veces parece olvidar a las víctimas eternas.
El caso de la Parricida de Santomera nos obliga a mirar de frente la realidad de la violencia intrafamiliar en todas sus formas. Nos recuerda que los niños son a menudo los rehenes invisibles de las guerras adultas, piezas sacrificables en tableros de ajedrez manchados de celos y posesión.
Hoy, la casa de Santomera sigue en pie, pero la memoria de lo que allí ocurrió pesa más que sus cimientos. La historia de Paqui y sus hijos es una cicatriz abierta que nos advierte de que, a veces, el monstruo no se esconde debajo de la cama, sino que duerme en la habitación de al lado y tiene las llaves de casa.
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