En el barrio del Real, en Melilla, la fachada de normalidad de la familia González Ballesteros era tan sólida como cualquier otra. Francisca, conocida por todos como Paqui, proyectaba la imagen de una mujer abnegada, dedicada al cuidado de su hogar y de sus hijos, una figura que despertaba compasión vecinal por la aparente mala suerte que perseguía a su familia. Nadie sospechaba que tras esa máscara de madre sufridora se escondía una mente calculadora que había convertido su cocina en un laboratorio letal, y que la desgracia que parecía rodearla no era fruto del azar, sino de una planificación fría y sistemática.
La historia reciente de esta tragedia comenzó a escribirse en enero de 2004, cuando Antonio González, el esposo de Francisca, falleció repentinamente. La versión oficial habló de un fallo hepático, un desenlace triste pero plausible dado que el hombre había tenido problemas con el alcohol en el pasado. Francisca interpretó el papel de la viuda doliente a la perfección, recibiendo el pésame de amigos y familiares que, ciegos ante la realidad, la consolaban por la pérdida de su compañero de vida, sin imaginar que ella misma había acelerado ese final irreversible.
Sin embargo, el luto en aquella casa tenía una fecha de caducidad muy corta. Apenas cinco meses después, en junio, la tragedia volvió a golpear con una similitud aterradora. Sandra, la hija de 15 años, una adolescente llena de vida y proyectos, comenzó a sentirse mal. Los síntomas eran difusos: mareos, vómitos y un decaimiento general que la postró en la cama. Su madre, lejos de buscar ayuda médica inmediata, se mantuvo a su lado, supuestamente cuidándola, mientras la vida se le escapaba entre las sábanas de su propia habitación.
Cuando los servicios de emergencia llegaron finalmente al domicilio, alertados demasiado tarde, se encontraron con un escenario desolador. Sandra había entrado en un coma irreversible y falleció poco después de llegar al hospital. La autopsia preliminar arrojó resultados inquietantes que no encajaban con una muerte natural en una chica sana. Los médicos, perplejos ante la repetición de síntomas en la misma unidad familiar en tan poco tiempo, comenzaron a mirar con recelo hacia la única persona que siempre estaba presente y siempre sobrevivía: Francisca.
La situación se tornó crítica cuando, días después del funeral de Sandra, el hijo menor, Antonio, de 12 años, ingresó en urgencias con el mismo cuadro clínico que había matado a su padre y a su hermana. Fue en ese momento, con la vida del niño pendiendo de un hilo, cuando la ciencia forense destapó la verdad. Los análisis toxicológicos revelaron niveles letales de cianamida, el componente activo de un medicamento llamado Colme, utilizado para tratar el alcoholismo crónico, pero que en dosis altas actúa como un veneno devastador.
La policía entró en la vivienda de Francisca con una orden de registro y lo que encontraron confirmó las peores sospechas. No había magia negra ni maldiciones, solo botes de Colme y Sedatif PC escondidos. La "madre coraje" había estado administrando sistemáticamente el veneno en las comidas y bebidas de su familia, dosificando la muerte con la paciencia de un depredador que espera el momento exacto para dar el golpe final. La detención de Francisca Ballesteros rompió el silencio del barrio y sacó a la luz una doble vida que nadie había visto venir.
Durante los interrogatorios, emergió un motivo tan banal como cruel. Francisca, bajo nicks como "Fog" o "Paqui", llevaba una intensa vida virtual en los chats de internet, muy populares a principios de los 2000. Allí buscaba nuevas relaciones, romances y un futuro lejos de Melilla. Su familia, lejos de ser su prioridad, se había convertido en un obstáculo, una carga "molesta" que le impedía vivir la fantasía que había construido en la pantalla de su ordenador.
La investigación policial no se detuvo en los hechos de 2004. Al tirar del hilo de la hemeroteca familiar, los agentes descubrieron un dato escalofriante que había pasado desapercibido durante catorce años. En 1990, cuando la familia vivía en Valencia, su primera hija, Florinda, de apenas cinco meses, había fallecido por causas extrañas, atribuidas en su momento a un "coma hepático". La justicia ordenó la exhumación del pequeño cuerpo, y los análisis confirmaron lo impensable: la bebé también había sido envenenada con los mismos fármacos.
Francisca Ballesteros no era una asesina improvisada; era una asesina en serie que había operado dentro de su propio hogar durante casi una década y media. La muerte de Florinda fue el ensayo general, un crimen que quedó impune por la falta de sospecha hacia una madre joven. Esa impunidad alimentó su confianza, permitiéndole esperar años hasta decidir que era el momento de eliminar al resto de su familia para empezar de cero con algún amante conocido en la red.
El juicio fue un escaparate de la frialdad humana. Francisca se sentó en el banquillo sin mostrar ni una lágrima por sus hijos muertos ni por el marido al que había jurado amar. Su actitud distante y calculadora contrastaba con el dolor palpable del resto de los familiares y, sobre todo, con la tragedia del hijo superviviente, Antonio, quien tuvo que procesar que la persona que le daba la cena cada noche era la misma que intentaba matarlo.
Los psiquiatras la describieron como una mujer con rasgos psicopáticos, plenamente consciente de sus actos, que carecía de empatía y veía a los demás como meros instrumentos para sus fines. No estaba loca en el sentido legal; sabía distinguir el bien del mal, pero eligió el mal porque le resultaba más conveniente para sus planes egoístas. La toxicidad en esa casa no estaba solo en la comida, sino en la esencia misma de su matriarca.
La sentencia fue histórica y contundente. En 2005, la Audiencia Provincial de Melilla la condenó a 84 años de prisión por tres delitos de asesinato consumado y uno en grado de tentativa. La justicia cayó con todo su peso, reconociendo la alevosía y el parentesco como agravantes máximos. Francisca Ballesteros se convirtió en una de las mujeres con mayor condena en la historia criminal española, cerrando las puertas a cualquier posibilidad de libertad a corto plazo.
Para Antonio, el hijo que sobrevivió, la condena judicial fue solo el principio de una larga recuperación emocional. Sobrevivir al envenenamiento físico fue la parte fácil; sobrevivir al veneno emocional de saberse odiado por su propia madre es una cicatriz que no se borra con el tiempo. Él representa la victoria de la vida frente a la oscuridad, pero también la carga de ser el único testigo vivo de un horror doméstico.
El caso de la "Envenenadora de Melilla" sentó un precedente en la vigilancia de muertes aparentemente naturales dentro del mismo núcleo familiar. Puso de manifiesto que el abuso de confianza es el arma más peligrosa, pues no hay defensa posible cuando el agresor es quien te prepara el desayuno. Nos obligó a cuestionar la santidad del rol materno y a aceptar que, a veces, el instinto de protección puede estar completamente ausente.
La casa del barrio del Real quedó vacía, marcada para siempre por la crónica negra. Los vecinos, que antes saludaban a Paqui con simpatía, pasaron a mirar esa puerta con el terror de quien ha convivido con un monstruo sin saberlo. La historia de Francisca nos recuerda que las apariencias no solo engañan, sino que a veces pueden matar.
Hoy, Francisca Ballesteros sigue cumpliendo su pena, envejeciendo entre rejas, lejos de los chats y de la libertad que tanto ansiaba. Su legado es una tumba con tres nombres y un superviviente que tuvo que aprender a vivir de nuevo. Su caso permanece como una advertencia sombría sobre los peligros que acechan en la intimidad del hogar, donde el silencio es el mejor cómplice del crimen.
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