Las niñas de Godella (Valencia): la noche del 13 de marzo, el camino al huerto y la sentencia que dejó a España sin aliento



En Godella (Valencia), marzo de 2019 dejó una cicatriz que todavía se pronuncia en voz baja. Dos criaturas, un niño de tres años y medio y una bebé de cinco/seis meses, desaparecieron de golpe en una historia que, al principio, parecía un enredo doméstico… hasta que se convirtió en una pesadilla nacional. Sus nombres, Amiel e Ixchel, quedaron para siempre ligados a una pregunta que retumbó en todo el país: ¿cómo puede desaparecer una vida tan pequeña sin que el mundo se detenga a tiempo? 

La tarde del 13 de marzo de 2019, en una vivienda ocupada donde residía la familia, el ambiente ya venía cargado. Vecinos y fuentes del caso hablarían después de una convivencia marcada por ideas extrañas, tensiones, miedo y un aislamiento que no siempre se ve desde fuera. A veces el peligro no entra rompiendo una puerta: se instala lentamente, se disfraza de “convicción”, y termina empujando a una familia entera hacia un borde del que ya no sabe regresar. 

Esa noche, el rastro de los pequeños se volvió confuso. Se activó un dispositivo enorme de búsqueda: decenas de agentes, helicópteros, perros, buzos, grupos especializados revisando pozos, caminos y parcelas. Godella y Rocafort vivieron horas de angustia colectiva, de esas en las que el tiempo se vuelve una sala cerrada y nadie puede respirar del todo. Mientras tanto, los padres eran interrogados, y cada minuto que pasaba aumentaba el miedo de lo que se podía encontrar. 


La madrugada avanzó con un silencio raro, como si el pueblo entero estuviera conteniendo el aire. Y entonces llegó el giro que cambió todo: tras horas de declaraciones, la madre condujo a los investigadores hasta el lugar donde estaban. No fue una pista casual ni un hallazgo fortuito: fue un “síganme” que llevó a un punto exacto del terreno. En un huerto/zona de naranjos del término entre Godella y Rocafort, los niños fueron hallados sin vida, enterrados. Y con ese hallazgo, la esperanza se apagó de golpe. 

Desde ese instante, el caso dejó de ser una desaparición y pasó a ser una investigación por un doble crimen. Los padres —Gabriel y María— quedaron en el centro de todo. La Guardia Civil reconstruyó las últimas horas, el movimiento por la casa, los posibles momentos de acuerdo o de silencio compartido. Y mientras la sociedad buscaba una explicación “lógica”, el expediente empezaba a mostrar algo más inquietante: una mezcla de creencias místico-religiosas, paranoia y un relato interno donde, según se sostuvo, los progenitores creían estar “protegiendo” a sus hijos de un supuesto mal. 

En los meses siguientes apareció un elemento clave: los informes psiquiátricos. En particular, en el caso de la madre, varias exploraciones recogidas por la prensa coincidían en la presencia de un brote psicótico y una enfermedad mental grave en el momento de los hechos. Esa parte del caso siempre resultó difícil de sostener emocionalmente para el público: entender que puede existir una desconexión total de la realidad y, aun así, las consecuencias sean irreparables. Porque la explicación clínica puede aclarar “cómo”, pero nunca alivia el vacío que dejaron Amiel e Ixchel. 


Cuando el procedimiento llegó a juicio, el relato se volvió todavía más duro para quienes lo seguían: se habló de un supuesto “baño purificador”, de una decisión tomada dentro de la casa y de un final que, según la acusación, fue pactado o al menos conocido por ambos. La Fiscalía sostuvo que él habría inculcado a ella esa idea de “salvar” a los niños a través de un acto irreversible, y que después ambos colaboraron en ocultar lo ocurrido. Era una historia difícil de creer… precisamente porque era una historia real dentro de un sumario. 

El 31 de mayo de 2021 comenzó el juicio con jurado popular en Valencia, y el 10 de junio llegó el veredicto que el país esperaba con el estómago encogido: el jurado consideró a ambos culpables de haberles quitado la vida a sus hijos y de haberlos enterrado. Sin embargo, estableció una diferencia esencial: en el caso de la madre, se entendió que concurría una inimputabilidad por alteración psíquica, lo que abría la puerta a una medida de seguridad en lugar de una pena de prisión común. 

La sentencia se dictó pocos días después. La Audiencia de Valencia condenó al padre a 50 años de prisión, con un máximo de cumplimiento de 40, y absolvió a la madre por la eximente completa de anomalía psíquica, imponiéndole una medida de internamiento psiquiátrico. El fallo describía una verdad judicial fría y contundente: los hechos habían ocurrido, los niños habían perdido la vida, y el sistema debía responder con sus herramientas —cárcel para uno, internamiento terapéutico para la otra—, aunque ninguna herramienta devuelva lo perdido. 


Ese mismo día, la resolución tuvo otro detalle que quedó grabado: la madre salió de prisión provisional y fue trasladada para valoración e ingreso en un centro sanitario especializado. Para quien mira desde fuera, puede sonar a tecnicismo; para muchas personas fue el recordatorio de que el derecho penal, cuando hay una enfermedad mental grave, actúa de forma distinta, buscando contener el riesgo y tratar, sin borrar por eso la gravedad del daño causado. 

Los recursos llegaron después, como ocurre en los casos de máximo impacto. En diciembre de 2021, el Tribunal Superior de Justicia de la Comunitat Valenciana confirmó la condena del padre y mantuvo la medida de internamiento psiquiátrico para la madre. La Sala rechazó los argumentos de vulneración de derechos alegados por las defensas, reforzando la validez del veredicto del jurado y de la sentencia. 

Y el cierre definitivo a nivel judicial se consolidó cuando el Tribunal Supremo ratificó el núcleo del fallo, confirmando tanto la condena del padre como el internamiento psiquiátrico de la madre, según informaciones de diciembre de 2022. Con ese punto, el caso quedaba firme en lo jurídico… pero no en lo humano. Porque hay casos que terminan en un tribunal, sí, pero siguen viviendo en la memoria de un país durante décadas. 


Las niñas de Godella dejaron una enseñanza amarga: que el peligro también puede nacer dentro del hogar, que la enfermedad mental sin atención puede convertirse en un abismo, y que las creencias delirantes —cuando toman el control— arrastran a inocentes que no tienen defensa posible. Y aunque el caso tenga sentencia, lo que queda es otra cosa: el eco de una búsqueda masiva, la imagen de un huerto señalado en mitad de la noche, y dos nombres, Amiel e Ixchel, que se repiten como una promesa de memoria para que nadie vuelva a mirar hacia otro lado cuando algo en una casa empieza a sonar “demasiado raro” para ser normal. 

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