En Getafe, la mañana del 24 de junio de 2025 empezó como empiezan tantas: persianas subiendo, portales abriéndose, vecinos con prisa y otros con la calma de quien ya conoce el barrio de memoria. En una vivienda compartida, Marisa —también citada como Maritza en algunos medios—, cubana de 61 años, estaba dentro de su casa cuando la rutina se quebró. Lo que ocurrió allí no fue un suceso lejano ni escondido en la madrugada: fue un horror doméstico a plena mañana, de esos que dejan al vecindario con la misma pregunta clavada en la garganta: “¿cómo pudo pasar aquí?”.
Quienes dieron la primera alarma fueron quienes escucharon. Según se difundió en la cobertura informativa, se oyeron gritos y después un silencio raro, como si el aire se hubiese puesto pesado en cuestión de segundos. En el interior, la investigación apuntó desde el primer momento a que Marisa perdió la vida por heridas causadas con un arma blanca. El nombre del hombre señalado como presunto responsable apareció enseguida: Florindo, su pareja.
La escena, además, tuvo un componente especialmente tenso: cuando llegaron los agentes, el hombre no estaba colaborando. Varias fuentes periodísticas contaron que se habría quedado atrincherado con un cuchillo y que los policías tuvieron que desplegar un operativo rápido para evitar que aquello escalara aún más. En ese tipo de momentos, el tiempo deja de medirse en minutos y empieza a medirse en pulsos: un paso mal dado puede empeorar lo irreversible.
Algunas reconstrucciones publicadas describieron una situación de acceso complicada, con agentes entrando por una zona exterior y vecinos observando desde ventanas y balcones sin terminar de entender el tamaño real de lo que ocurría. El objetivo era claro: asegurar el lugar, reducir al sospechoso sin que nadie más resultara herido y empezar a fijar pruebas antes de que el caos las borrara. Porque en un caso así, el domicilio se convierte en un tablero frágil donde cada detalle cuenta.
El desenlace de ese momento llegó con la detención. Florindo fue reducido y arrestado, y se informó de que presentaba heridas que se habría provocado a sí mismo, por lo que también requirió atención sanitaria antes o después de su traslado. Mientras tanto, dentro del domicilio, Marisa ya no estaba: su vida había sido arrancada, y lo único que quedaba era la conmoción, las sirenas, y esa sensación de irrealidad que deja un crimen cuando ocurre en un lugar donde la gente solo esperaba vivir en paz.
Con el paso de las horas, el caso fue encajando en un marco oficial: se investigó como violencia de género. La Delegación del Gobierno en Madrid convocó un minuto de silencio al día siguiente y situó el hecho dentro de una cifra que hiela: era la víctima número 16 de violencia machista en España en 2025 en el momento de la comunicación. Para la familia, sin embargo, las cifras no sirven: lo único real es el nombre y la ausencia.
El Ayuntamiento de Madrid, en un comunicado institucional, condenó el crimen y aportó datos oficiales: la víctima aparece identificada por iniciales (M.B.A.), 61 años, hecho ocurrido en Getafe el 24 de junio de 2025, sin denuncias previas registradas contra el presunto agresor, y sin hijos menores a cargo. Ese tipo de frases, tan administrativas, son la forma en que el Estado intenta ordenar lo que en la vida real es un derrumbe.
En esos días, también se recordó una realidad que se repite y duele: la ausencia de denuncias previas no significa ausencia de miedo, ni ausencia de control, ni ausencia de señales. Muchas mujeres no denuncian por vergüenza, por dependencia económica, por aislamiento, por amenazas o por la convicción de que “nadie va a hacer nada”. Y cuando la víctima es migrante —como Marisa— a veces se suman otros miedos: trámites, soledad, falta de red, desconocimiento de recursos.
El caso de Getafe se convirtió, además, en uno de los símbolos de una semana especialmente oscura. El País relató cómo, en pocos días de junio de 2025, se acumularon varios crímenes machistas en España, y Marisa/Maritza fue una de las primeras víctimas de esa cadena. Esa coincidencia temporal encendió alarmas institucionales y llevó a convocatorias de crisis y refuerzos de medidas, precisamente porque el verano suele ser un periodo de riesgo.
En medio del ruido mediático, el detalle humano queda a veces enterrado: Marisa era una mujer de 61 años, con su vida hecha, con costumbres, con historia. Para su entorno, el golpe no fue “un caso”: fue un vacío. Y en un barrio, el vacío se nota en cosas pequeñas: en la puerta que ya no se abre, en el saludo que ya no ocurre, en la silla que se queda quieta cuando todo lo demás sigue moviéndose.
La Comunidad de Madrid anunció después que se personaría como acusación popular por la muerte violenta de la mujer de 61 años en Getafe, señalando que el presunto autor era su pareja y que había sido detenido y puesto a disposición judicial. Son pasos procesales, sí, pero también son una forma de decir públicamente que el caso no se va a tratar como una simple estadística que se archiva.
Y aun así, hay una parte de estas historias que no la resuelve ningún procedimiento: la parte íntima. La de quienes se quedan preguntándose en qué momento exacto se rompió todo, qué señales se pasaron por alto, por qué nadie pudo intervenir antes, por qué el hogar —ese lugar que debería proteger— terminó siendo escenario de lo peor. Cuando un crimen ocurre así, la ciudad entera aprende algo que no quería aprender: que el peligro puede vivir detrás de una puerta conocida.
Hoy, cuando se busca este caso, aparecen los mismos puntos firmes: Getafe, 24 de junio de 2025, una mujer cubana de 61 años llamada Marisa/Maritza, y su pareja Florindo detenido como presunto responsable. Pero lo que queda en la memoria no son solo fechas: es la imagen de una mañana que parecía normal y terminó convertida en tragedia, recordándonos que la violencia no siempre llega con aviso… y que, cuando llega, la vida de una mujer no puede depender de si el mundo alcanzó a escuchar a tiempo.
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