Hay historias que no se olvidan porque no terminan: se quedan abiertas, latiendo en la memoria colectiva como una herida que no cicatriza. Marisela Escobedo Ortiz fue enfermera y madre; pero, sobre todo, fue una mujer que se negó a aceptar el silencio como destino. La noche en que su vida llegó a un final irreversible, México vio —con una claridad insoportable— lo que ocurre cuando la justicia llega tarde, o simplemente no llega.
Todo empezó con Rubí Marisol Frayre Escobedo, su hija adolescente, que vivía en Ciudad Juárez. Las fechas exactas del momento en que Rubí perdió la vida aparecen con variaciones en documentos públicos y pronunciamientos: hay registros que la ubican en agosto de 2008, otros en septiembre, e incluso en octubre de ese mismo año. Esa diferencia no cambia lo esencial, pero sí retrata un detalle doloroso: hasta el calendario puede volverse confuso cuando la verdad se administra con descuido.
Marisela no tuvo el privilegio de esperar sentada. Según el recuento de organizaciones y comunicaciones oficiales, ella misma impulsó búsquedas y presionó para que se investigara a la entonces pareja de Rubí, Sergio Rafael Barraza Bocanegra, a quien identificó como responsable. En esas primeras etapas, su vida se partió en dos: la madre que añora, y la mujer que aprende a tocar puertas que no quieren abrirse.
El expediente se volvió una ruta de desgaste: Barrazа fue localizado y detenido en 2009, y Marisela sostuvo que esa captura fue posible, en buena medida, por su insistencia. También se reporta que hubo confesión y que se hallaron restos que confirmaron la identidad de Rubí, pero la historia no se enderezó con eso. Lo que debía cerrar el duelo apenas inauguró un laberinto.
En abril de 2010, un tribunal lo absolvió en primera instancia y quedó en libertad, pese a la presión social y a los elementos que se difundieron en el caso. Después, instancias superiores revocaron esa decisión: en un pronunciamiento de la ONU se menciona que la condena llegó a ser de 50 años, pero ya era tarde, porque el acusado aprovechó para huir. El mensaje fue devastador: incluso cuando la justicia corrige, puede hacerlo cuando ya no sirve.
A partir de ahí, Marisela dejó de ser solo una madre buscando a su hija: se volvió una figura pública reclamando cuentas al Estado. Nueve días de protesta frente al Palacio de Gobierno en la ciudad de Chihuahua —según documentó la ONU— la convirtieron en un rostro incómodo, imposible de ignorar sin quedar expuesto. Y aun así, el riesgo que corría no se tradujo en protección real.
La noche del 16 de diciembre de 2010, Marisela estaba frente a ese mismo edificio, acompañada por familiares, exigiendo nuevamente justicia. Un hombre se acercó y le disparó; ella fue llevada de urgencia a un hospital, pero perdió la vida a causa de la herida. Amnistía Internacional lo condenó de inmediato, señalando el patrón: cuando las instituciones fallan, son las familias quienes pagan el precio de buscar la verdad.
La ONU-DH, por su parte, subrayó algo que helaba la sangre: el ataque quedó registrado por cámaras del área, y Marisela habría recibido amenazas días antes, justo cuando su protesta no cedía. No fue solo un crimen contra una mujer; fue una advertencia lanzada a plena vista, en un lugar donde se supone que la ley habita.
Después del asesinato, la narrativa oficial buscó responsables. En octubre de 2012, autoridades de Chihuahua anunciaron la detención de José Enrique Jiménez Zavala, alias “El Wicked”, a quien presentaron como presunto autor material, y difundieron que habría declarado que actuó por órdenes del crimen organizado. A ojos del público, parecía el cierre de un capítulo; para la familia, era apenas otra sombra sobre la verdad.
Con el tiempo, crecieron las dudas: familiares y organizaciones sostuvieron que el caso no estaba resuelto y que la investigación debía profundizarse. Años después, en 2020, la familia y colectivos pidieron reabrir el expediente y mencionaron la necesidad de investigar otras posibles responsabilidades; incluso se habló de gestionar la extradición de Andy Barraza desde Estados Unidos, a partir de señalamientos y testimonios referidos públicamente.
En paralelo, el propio Estado de Chihuahua anunció el 17 de diciembre de 2020 que reabriría la investigación para “profundizar” en líneas controvertidas y responder a exigencias de colectivos y familiares. Ese anuncio, en sí mismo, fue una admisión: si hacía falta volver a mirar el caso, era porque el pasado no había quedado claro.
Mientras tanto, el hombre señalado como responsable por la muerte de Rubí no llegó a enfrentar plenamente la condena: en noviembre de 2012 se reportó que Sergio Rafael Barraza murió en Zacatecas durante un enfrentamiento con militares. En términos humanos, eso significó otra puerta cerrada: la posibilidad de que, ante un tribunal, se esclareciera todo lo que él sabía.
El caso también quedó marcado por el destino de quienes fueron presentados como implicados. “El Wicked” murió en prisión en diciembre de 2014; reportes oficiales primero hablaron de una causa natural, pero después se informó que fue privado de la vida dentro del penal. En cualquier escenario, la sensación es la misma: cuando las piezas se apagan una por una, la verdad se vuelve más difícil de reconstruir.
Quince años después, en diciembre de 2025, el caso volvió a la conversación pública: medios y organizaciones recordaron que la impunidad no se mide solo en sentencias, sino en respuestas completas. Hubo notas que recogieron posturas oficiales que daban el caso por “cerrado” tras la muerte de implicados; y, al mismo tiempo, organizaciones y familiares insistieron en que la justicia no puede declararse concluida cuando persisten dudas y líneas pendientes.
Mirar esta historia de frente también obliga a hablar de señales de alerta y prevención sin señalar culpables en abstracto. Cuando una relación se vuelve control, aislamiento, amenazas, vigilancia o miedo constante, no es “drama”: es riesgo. Y cuando una mujer denuncia y no recibe protección, el peligro crece. Hablarlo salva vidas, porque el silencio —ese sí— siempre juega del lado de la violencia.
Si tú o alguien cercano vive una situación de violencia o amenaza, pide ayuda cuanto antes: en México puedes llamar al 911 en emergencias, a la Línea de las Mujeres 079, opción 1, para orientación y canalización, y a la Línea de la Vida 800 911 2000 para apoyo en crisis y salud mental. También puedes acudir o vincularte con redes de refugio y acompañamiento como la Red Nacional de Refugios. Nadie debería atravesar el miedo en soledad.
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