“Tu hermana y yo estamos muertos”. Esa frase, escrita por WhatsApp, no fue un arrebato literario: fue el aviso que empujó a una familia a correr hacia una puerta cerrada, sin saber que detrás estaba la escena que partiría su vida en dos. Quien la recibió fue el hermano de Oriana Rojas, y quien la envió, según la investigación y las crónicas, fue su pareja, Leandro Ferreyra. El mensaje quedó flotando en el aire como un presagio cumplido, porque hay palabras que no se olvidan: se quedan a vivir.
Oriana tenía 29 años, era argentina y también contaba con pasaporte italiano, un detalle que suele pasar desapercibido hasta que se entiende lo que significa migrar: rehacer la vida lejos, empezar de nuevo, sostenerse con trabajo y familia en una ciudad que al principio no te conoce. Vivía en Alicante, en el barrio de Carolinas Altas, y era madre de un niño pequeño, de entre 2 y 3 años, que esa tarde no estaba con ella. Su historia no empieza con un expediente policial; empieza con una mujer joven construyendo futuro.
La relación entre Oriana y Leandro venía de lejos: según reconstruyó la prensa argentina, habían comenzado a salir en 2015, se casaron cinco años después y fueron padres en 2023, ya instalados en España. En apariencia, eran la clase de pareja que comparte fotos, proyectos y rutinas, como tantas. Pero en los meses previos, algo se había quebrado: habían decidido divorciarse, y aunque estaban separados “en los hechos”, seguían conviviendo en el mismo departamento, una de esas situaciones que convierten la casa en tensión permanente.
El 2 de diciembre de 2025, a media tarde, la Policía recibió un aviso en torno a las 17:00 tras acceder un testigo a la vivienda y hallar los cuerpos. Lo que se investiga es un caso de violencia de género, con la hipótesis principal de que él le quitó la vida a Oriana y después se quitó la vida. Afuera, vecinos relataron que se oyeron gritos pidiendo auxilio; adentro, la intimidad de una familia se volvió noticia.
En esa secuencia aparece una imagen que duele por lo humana: un familiar logró entrar por la fuerza, rompió la barrera física de la puerta como quien rompe una pesadilla, y encontró a Oriana sin vida en el salón. La prensa habló de múltiples heridas con arma blanca, pero incluso esa frase se queda corta cuando la traduces a lo real: una madre que ya no volverá, un hijo al que le arrancan su hogar, una familia que se queda con un “si hubiera” imposible de apagar.
Mientras tanto, el niño estaba en una escuela infantil/guardería, lejos de la escena y, a la vez, atrapado en ella para siempre. Algunas crónicas indican que la alarma también se aceleró por lo cotidiano: la hora de recoger al pequeño, la ausencia de quien debía hacerlo, las llamadas que no obtienen respuesta. Hay tragedias que se descubren así, por un detalle doméstico que suena raro y termina revelando lo impensable.
La Policía Nacional activó a Homicidios y a la brigada científica, y los cuerpos fueron trasladados al Instituto de Medicina Legal para la autopsia. En estos casos, la investigación es un rompecabezas: inspección ocular, recogida de indicios, tiempos, teléfonos, testimonios, y la reconstrucción de las últimas horas de una mujer que ya no puede contar su versión. La justicia trabaja con pruebas; la familia, con ausencia.
Uno de los datos que más desconcierta —porque se repite en demasiadas historias— es que no constaban denuncias previas y que no figuraban en el sistema VioGén. Eso no significa que no existiera riesgo; significa que el riesgo no llegó a convertirse en un caso acompañado por el circuito institucional. A veces la violencia se esconde en lo que parece “solo una mala racha”, “solo discusiones”, “solo convivencia por el niño”, hasta que un día el silencio se rompe con un final irreversible.
El propio El País recordaba, citando datos oficiales, que una parte relevante de las víctimas mortales estaba en fase de ruptura o separación, porque ese momento puede disparar el control, la amenaza y el castigo. Y aquí está la parte más amarga: cuando la relación se está terminando, a veces el agresor no busca “reconciliar”, busca impedir que la otra persona sea libre. Oriana estaba en trámites de separación, pero seguía compartiendo techo con quien, según la principal hipótesis, decidió borrar su vida.
Alicante reaccionó con minutos de silencio, luto institucional y mensajes de repulsa. Pero el duelo verdadero no ocurre en una plaza: ocurre en una casa donde alguien mira una foto y siente que le falta el aire. Ocurre en Córdoba, donde su familia recibió la noticia desde lejos. Ocurre en el cuerpo de una madre, un padre, un hermano, que se culpan por no haber visto lo que nadie les mostró con claridad.
En las redes, el hermano de Oriana escribió palabras que no buscan likes: buscan un lugar donde dejar el dolor. Habló de ella como madre, como “estrella” que seguirá brillando, y dejó entre líneas un arrepentimiento común en quienes pierden a alguien de golpe: no haber dicho “te amo” las veces suficientes. Esa es otra violencia que dejan estos casos: roban futuros y también roban despedidas.
Y queda el niño. Un menor huérfano que crecerá con preguntas para las que no hay una respuesta que alivie. El País señalaba que el número de menores huérfanos por violencia machista en 2025 ya era alto, y detrás de cada cifra hay una vida pequeña obligada a madurar a la fuerza. El daño no se queda en la víctima: se expande por generaciones.
Cuando se intenta entender “cómo pasa”, conviene mirar sin simplificar: migración, estrés, dependencia económica, aislamiento social, convivencia forzada durante la separación, miedo a un conflicto mayor, y esa trampa emocional de creer que “aguanto un poco más por el niño”. Nada de esto explica ni excusa, pero sí dibuja el terreno donde el riesgo puede crecer sin ser detectado. Por eso la prevención no empieza el día que hay una denuncia: empieza mucho antes, cuando alguien siente que vive caminando sobre vidrio.
Hay señales que nunca deberían normalizarse, sobre todo en fase de ruptura: control del teléfono, vigilancia, insistencia en saber dónde estás, amenazas veladas (“si me dejas te vas a arrepentir”), cambios de humor extremos, aislamiento de amistades, culpabilización constante, y ese recurso clásico de convertir al hijo en herramienta de presión. Si algo dentro de ti dice “esto no está bien”, esa sensación no es exageración: es una alarma.
Si tú o alguien cercano está en una situación parecida, la salida no se improvisa a solas: se habla con alguien de confianza, se busca apoyo profesional, se planifica dónde ir, y se deja constancia de amenazas o episodios de control. Y, sobre todo, se pide ayuda antes de que el miedo se convierta en costumbre. Porque la costumbre es el lugar donde la violencia se siente más cómoda.
En España, los recursos están para usarse: el 016 atiende 24/7 (también WhatsApp 600 000 016 y 016-online@igualdad.gob.es). En emergencia, 112, y también 091 (Policía Nacional) y 062 (Guardia Civil). Si no puedes llamar, la app ALERTCOPS permite enviar una alerta con geolocalización. Oriana Rojas no debería quedar reducida a un titular: debería ser recordada como lo que era, una vida real, y como el recordatorio de que la ruptura es un momento que exige protección, acompañamiento y respuesta social.
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