La historia de Pedro Rodríguez no empezó como un titular, sino como una rutina. Era agente de la Guàrdia Urbana de Barcelona, tenía 38 años y llevaba una vida de turnos, guardias y cansancio acumulado, como tantos policías locales que se mueven entre el tráfico, la noche y las llamadas inesperadas. Por eso, cuando su entorno dejó de saber de él a comienzos de mayo de 2017, lo primero que apareció fue esa sensación extraña de “no cuadra”, como si la ausencia pesara demasiado para ser casual.
El golpe real llegó el 4 de mayo de 2017, cuando encontraron su cuerpo calcinado dentro de un coche quemado, cerca del pantano de Foix, en la zona de Cubelles. Era una escena tan dura que parecía sacada de una ficción, pero estaba ahí, en el mapa real, en un lugar apartado donde alguien creyó que el fuego podía borrar las respuestas.
En ese primer instante, la investigación tenía un punto de partida claro y una nube inmensa de dudas. ¿Quién lleva un coche hasta un paraje así? ¿Por qué intentar hacerlo desaparecer con fuego? ¿Qué relación había entre esa escena y la vida íntima de Pedro? Porque cuando un caso se construye con tanta preparación, la policía sabe que no está mirando un impulso: está mirando una decisión sostenida.
Pronto, el foco se movió hacia el círculo más cercano, y ahí apareció el triángulo que terminaría marcándolo todo. Pedro mantenía una relación con Rosa María Peral Viñuela, también agente del mismo cuerpo, y en paralelo existía el vínculo de Rosa con Albert López Ferrer, igualmente compañero en la Guàrdia Urbana. No era solo una historia de celos: era un laberinto de secretos, tensiones y vidas cruzadas dentro de la misma organización.
Lo inquietante de este caso es cómo la “normalidad” se convierte en herramienta. Un garaje, una casa, una ruta habitual, una llamada. Con el tiempo, la justicia fijó que Pedro perdió la vida en la madrugada del 1 de mayo de 2017 (según la reconstrucción judicial) y que después su cuerpo fue trasladado y el coche fue incendiado cerca del pantano para intentar borrar rastros.
Pero hay algo que el fuego no pudo borrar: las pruebas que no dependen de la vista, sino de la ciencia y del rastro técnico. Entre los elementos que ayudaron a identificar a Pedro se mencionó el papel de material médico/quirúrgico previo en su cuerpo, algo que resultó clave para confirmar que era él pese al estado en que fue hallado. En este caso, los detalles forenses no son morbo: son la diferencia entre el silencio y la certeza.
La investigación se apoyó también en una realidad moderna: los móviles hablan. Llamadas, ubicaciones, tiempos, contradicciones. Las piezas empezaron a encajar y el relato se volvió cada vez más difícil de sostener para quienes intentaban presentarse como ajenos. A medida que el sumario avanzaba, el nombre de Rosa y Albert dejó de aparecer como “entorno” y pasó a aparecer como centro del caso.
Cuando el asunto llegó a juicio, España ya lo conocía como “el crimen de la Guardia Urbana”. El juicio con jurado popular empezó en febrero de 2020 en la Audiencia de Barcelona, con atención mediática máxima: no solo por el crimen, sino por el escenario emocional, la doble vida, los mensajes, las coartadas y las versiones cruzadas.
En abril de 2020, llegó la sentencia: 25 años de prisión para Rosa Peral y 20 años para Albert López, condenados por un delito de asesinato con alevosía, con el agravante de parentesco en el caso de Peral. Además, se fijaron indemnizaciones importantes para la familia de Pedro. Ese momento cerró una parte del caso, pero dejó otra abierta: la herida social de comprobar que el peligro puede venir de donde uno menos lo espera.
El caso siguió su recorrido en los tribunales. En diciembre de 2020, el TSJ de Catalunya confirmó las penas, reafirmando el fallo del jurado. Fue una segunda capa de validación judicial que reforzó la idea de que el relato probatorio se sostenía, más allá del impacto mediático.
Y en septiembre de 2021, el Tribunal Supremo confirmó definitivamente las condenas: 25 años para Rosa Peral y 20 para Albert López, desestimando sus recursos. En términos legales, ese fue el candado final a la sentencia firme: la justicia fijaba responsabilidades y dejaba el caso cerrado en lo penal.
Sin embargo, algunos intentos posteriores buscaron reabrir la historia. En julio de 2025, el Supremo rechazó autorizar un recurso de revisión planteado por Rosa Peral, que se apoyaba en una confesión posterior de Albert López como supuesto “hecho nuevo”. El tribunal concluyó que no aportaba un elemento verdaderamente novedoso que cambiara la sentencia firme.
El caso también tuvo una segunda vida cultural. La serie “El cuerpo en llamas” reavivó la conversación pública, y Rosa Peral impulsó acciones legales contra Netflix y la productora, alegando vulneración de derechos propios y de su hija. Más allá de la pantalla, esto volvió a abrir un debate delicado: cómo se narra un crimen real cuando la familia de la víctima sigue viviendo con la ausencia.
Y en medio de todo ese ruido, el nombre que no debería perderse es el de Pedro Rodríguez. Porque detrás de cada conversación sobre morbo, series o titulares, hubo una persona real: un compañero, un hijo, un padre, alguien que salió a vivir su vida y terminó convertido en un caso que España aprendió a reconocer por una imagen terrible: un coche quemado junto a un pantano.
Este caso deja una lección incómoda sobre las relaciones que se vuelven laberinto: cuando aparecen control, doble vida, manipulación, amenazas, aislamiento o miedo constante, no es “un lío de pareja”. Son señales de alarma. Y aunque aquí el desenlace fue extremo, muchas historias empiezan antes, mucho antes, en pequeños gestos que se normalizan hasta que ya no se pueden desnormalizar.
Si tú o alguien cercano necesita ayuda por violencia en la pareja o expareja en España, existe el 016 (24/7, gratuito, no aparece en la factura; aun así conviene borrar el registro del dispositivo), el WhatsApp 600 000 016 y el correo 016-online@igualdad.gob.es. Si hay peligro inmediato, llama al 112. Pedir orientación a tiempo no obliga a denunciar en ese momento, pero sí puede abrir una salida segura.
Y al final, lo que queda es una verdad difícil: el fuego no borró este crimen, solo lo hizo más visible. Porque cuando alguien intenta desaparecer una vida, lo que en realidad hace es dejar una marca más profunda. La historia de Pedro Rodríguez sigue ahí, recordándonos que la traición más peligrosa no siempre viene de un desconocido, y que a veces el peor daño se cocina en silencio, muy cerca… demasiado cerca.
0 Comentarios